domingo, 21 de enero de 2018

El laboratorio de las cien francesas

Si no fuera un texto hecho de palabras, deberíamos meter en formol el famoso alegato de Catherine Deneuve y otras 99 francesas, guardarlo en un frasco y ponerlo en un laboratorio para hacer prácticas. En nuestras sociedades no se pueden aplicar métodos despóticos demasiado directos y groseros. Estos son tiempos de persuasión y engaño, donde se debe conseguir del pueblo identificación y resignación. La democracia formal mantiene a la gente suficientemente identificada con el sistema. El convencimiento de que hay cosas que están por encima de nuestras capacidades y las de nuestros gobernantes mantiene la resignación. Por eso se utilizan relatos, posverdades, ocultaciones y toda forma de manipulación más que actos de fuerza directos. Y de ahí que el manifiesto de las cien francesas sea casi una pieza de laboratorio para observar la manera en que se nos está tratando. El mensaje del manifiesto es machista, pero eso no lo hace especialmente interesante ni siquiera para ser señalado por su, digamos, «incorrección». Todos los días se oyen cosas que rechinan en el buen juicio o el buen gusto. Lo interesante es que el manifiesto no dice mentiras directas (la mentira directa no incluye juicios equivocados; que Segovia es la capital de España es una mentira; que los españoles tienden al desorden es un juicio equivocado). El manifiesto deforma algunos aspectos de la situación de la mujer y tergiversa la reacción feminista. Pero no dice mentiras. La mentira es de gran valor para las manipulaciones, pero es arriesgada. Si te pillan en una mentira, ya parece que mentiste en todo lo demás (que nadie se engañe pensando que Rajoy miente con descaro y que ahí está; Rajoy es un político desacreditado, lo que lo mantiene en el poder no es su buena reputación). Es mejor distorsionar acumulando verdades bien elegidas.
La verdad tiene muy buen cartel ético y por eso parece que cuando decimos algo verdadero no podemos estar haciendo algo malo. Pero la verdad engaña muchas veces. Engaña cuando lo verdadero es una excepción a la que se da el mismo peso que a la norma. Quizá sea verdad que alguien haya utilizado el dinero de su beca para operarse las tetas. Pero esta verdad es irrelevante por excepcional y no sirve para justificar la retirada de tantas becas. En el manifiesto se dice que con tanta obsesión por el acoso sexual ya se llega a pretender la retirada de un cuadro de Balthus del Met de N. York o a la censura de imágenes de Egon Schiele en metros europeos. Que nuevel mil personas pidan la retirada del cuadro de Balthus es pura anécdota. Se juntan nueve mil firmas para las causas más peregrinas y ni al cuadro de Balthus le pasa nada ni hay indicio de que los grandes museos vayan a censurar nada. Esa verdad es una anécdota que distorsiona el asunto del que se habla. El pudor por el que se retiran imágenes de Schiele de algunos metros es verdad, pero no tiene nada que ver con el hartazgo que muchas mujeres expresan por las situaciones de acoso habituales. Las verdades irrelevantes engañan, porque inducen un percepción equivocada de las situaciones o bien distraen de lo esencial.
Las verdad también engaña cuando pretende que lo que es verdad de los casos aislados lo sea de su reiteración. Una persona que fume una vez en una boda un cigarrillo no se hace ningún daño. Eso es verdad. Pero si fuma varios cigarrillos todos los días sí tiene un problema. La verdad de que un cigarro no hace daño sólo sirve para inducir el error de que fumar no hace daño. En el manifiesto de las francesas se mencionan errores menores como tocar la rodilla a una mujer, algún beso no solicitado, expresiones sexuales o cualquier forma de acercamiento torpe o inoportuno. Catherine Millet amplía esta idea después diciendo que ninguna mujer va a quedar traumatizada porque le toquen el culo en el autobús. Todo es verdad, tan verdad como que nadie daña la capa de ozono por usar una vez un aerosol y tan verdad como que fumar un cigarrillo no hace ningún daño. El problema es la acumulación, que cada vez que te subas al autobús tengas que estar pendiente de que no te toquen el culo un día tras otro. El problema es que cualquier mujer joven que salga los sábados por la noche con sus amigos tenga que volver siempre acompañada porque siempre es más que probable que haya quien se permita licencias físicas. El problema es que te tantee y te toque la rodilla todos los días el mismo jefe. El acoso no suele ser un acto violento directo (aunque también). La gravedad de los acosos está en la acumulación sofocante de abusos de poca monta. Lo que hace complicado legislar y atajar el llamado «bullying» es precisamente que consiste en actos feos, pero legales y de poca intensidad, que alcanzan un grado elevado de violencia por acumulación.
Curiosamente la verdad también distorsiona cuando es una obviedad. El manifiesto dice: «La violación es un crimen. Pero el coqueteo insistente o torpe no es un crimen, ni la galantería es una agresión machista». ¿Quién puede negar esas evidencias? Nadie habla para decir obviedades y por eso cuando las oímos intentamos buscar a las palabras algún sentido más allá de la obviedad. En este caso el sentido nos lleva a la falacia del hombre de paja: a argumentar contra lo que nadie dice. Perorar estas obviedades es atribuir su negación a los manifiestos contra los abusos y acosos sexuales.  Nadie dice que sea una agresión el cortejo. Todo el mundo sabe que el acercamiento erótico o romántico incluye el tanteo (y tonteo). Y nadie piensa que los plastas o los maleducados sean delincuentes. Pero en situaciones donde hay jerarquía, inferioridad o dominio ningún tanteo es sólo tonteo. Si quien escribe estas líneas le pone la mano en la rodilla a una de sus alumnas, le toca el culo o le dice alguna graciosada gruesa, no estaría siendo galante ni estaría coqueteando con insistencia o torpeza. Salvo que ella hubiera dado muestras de aceptación, estaría cometiendo un abuso en toda regla. No digamos si el varón galante puede decidir darle o no un papel en una película o dejarle o no cruzar una frontera en situación de huida.
Y, cómo no, junto con verdades desorientadoras, el manifiesto contiene también mentiras. Siempre puede haber alguna excepción, pero la norma es que no hay varones linchados por haber puesto la mano en la rodilla de alguien hace veinte años. Esos pobres varones hicieron más que eso. Y la norma es que son las chicas las que tienen que volver a casa acompañadas, de tanto galante que hay dispuesto a coquetear con insistencia o torpeza.

Como dije al principio, conviene retener de este caso los aspectos que lo trascienden. Las injusticias no se defienden ya desde la trinchera de la injusticia, salvo radicales simiescos. Las injusticias, de género o de cualquier tipo, se defienden concentrando la atención en la manera en que los perjudicados protestan o se defienden de ellas. Se tergiversan los propósitos de ofendidos y víctimas, se asimila su protesta a un discurso cargantemente correcto o puritano, se toman las excepciones como normas, se aíslan casos sueltos para ocultar el fenómeno general y se construye así un discurso que se pretende incorrecto, fresco y rebelde, que en realidad es rebeldía contra el débil, es decir, defensa del fuerte. Las post – causas, y el post – machismo entre ellas, se pueden sostener por intereses de quienes están en posición de poder o ventaja, o porque sin estarlo caemos en esa falta de compromiso por la que preferimos culpar a las víctimas que el camino más incómodo de la denuncia y la rebeldía auténtica. Lo que hace interesante este manifiesto es que nos muestra el tipo de estrategias de propaganda con el que se nos arrebatan nuestros derechos y nuestras libertades. Porque ahora para eso no se utiliza ya la fuerza. La democracia ahora se encoge como decía Padme en Star Wars: con un estruendoso aplauso.

jueves, 18 de enero de 2018

Izquierdas after Cataluña

El androide Data le preguntaba al capitán Picard, cuando éste tocaba una máquina que de todas formas ya estaba viendo, si la sensación táctil añadida a la visual le hacía sentir más real la máquina. Así somos, sabemos que algo está ahí, pero si lo vemos y lo tocamos parece más cierto que está ahí. Así que puede ocurrir que a la izquierda en breve le parezca más real lo que ya sabe, cuando lo vea con sus ojos y lo oiga con sus oídos. Las encuestas dicen que baja el PP, sube mucho C’s, baja el PSOE y baja mucho Unidos Podemos. Esa no es la cuestión. La cuestión es lo que pasaría si las encuestas se cumplen. Si las encuestas se cumplen tendríamos que las derechas, PP más C’s, tendrían mayoría. Rajoy no puede ver a Rivera y Rivera le tiene tirria a Rajoy. El PP quiere que C’s se hunda y C’s le tiene ganas al PP. Lo que la izquierda ya sabe y sentirá más real cuando lo toque con sus dedos es que si las derechas suman mayoría absoluta, no importa lo mal que se lleven: habrá gobierno de derechas con mayoría absoluta. Es inimaginable que se forme un gobierno de izquierdas si las derechas suman más diputados. En las elecciones de 2015 la única mayoría posible eran los 162 diputados que juntaban las izquierdas. Era suficiente porque lo demás era demasiado heterogéneo. Y era suficiente porque había poco que arriesgar. Lo peor que podía pasar era que la legislatura fuera corta, pero hubiera sido suficiente para romper la atrofia del PP, su impunidad y sus leyes más indignas. No hace falta recordar todo aquello. El hecho es que cuando hubo mayoría de izquierdas hubo que repetir las elecciones y cuando haya mayoría de derechas habrá gobierno de derechas. PSOE y Unidos Podemos no deberían necesitar verlo y tocarlo, como el capitán Picard, para sentirlo como real. Ahora toca pensar en lo que pasó en Cataluña y en lo que pasará en las próximas elecciones.
El cansino asunto de Cataluña hizo en la política nacional lo que hacemos en la pantalla del televisor cuando subimos el contraste. Las diferencias se agudizan y hay menos tonos visibles. Es decir, con el subidón emocional por Cataluña se escuchan menos mensajes y los mensajes tienen que ser más en blanco y negro para ser audibles. En Cataluña la izquierda no podía hacer nada. No hizo bien las cosas, pero no hubieran cambiado los resultados si las hubieran hecho bien. La izquierda estatal (PSOE y Unidos Podemos) no es independentista y no es tampoco patriotera. Sus posiciones estarían siempre en alguno de esos grises que en Cataluña y en España ya no se podían oír. ¿Qué se puede hacer un día como el 1-O? Al Gobierno no se le ocurre mejor idea que poner a la Policía a dar leña a gente que iba a votar. Los independentistas pretendían que aquello era un referéndum y que se estaba constituyendo no sé qué república. La mitad de Cataluña sale a votar en aquel vodevil y España se llena de banderas nacionales y los más bravucones gritan «a por ellos». ¿Qué puede hacer la izquierda un día como ese? Ni podían cantar la de banderita tú eres roja ni podían brindar por la república de Nunca Jamás. Hicieran lo que hicieran, fracasarían. En contra de lo que parece, cuando no se puede hacer nada es un momento perfecto para la integridad, la claridad y la cosecha de crédito. La izquierda debería haber pensado en su reputación y en su solvencia para después. Cataluña no era el penúltimo día de la Historia. El PSOE no sacó más bagaje que el de su propuesta federal, que no es bagaje porque no se sabe qué es; un estado plurinacional tan confuso que Sánchez apenas pudo tartamudear cuántas naciones hay dentro de España y Adriana Lastra se extravió definitivamente entre principados y reinos; y un amago de reprobación por el 1-O que se retira y que quedó como un timorato sí pero no. Podemos combinó falta de criterio con gestos enérgicos, la peor combinación posible. Desde una posición contraria al independentismo, se obsesionó con no parecer del bloque españolista de la banderita. La oposición justificada al Gobierno, el silencio injustificado a desvaríos independentistas manifiestamente antidemocráticos y los gestos contradictorios ante el supuesto referéndum deja a Podemos también muy ligero de equipaje para lo que viene. Como digo, en un caso como este la izquierda no tenía más objetivo realista que retener o ganar crédito para después de Cataluña. No podía evitar su caída, pero sí su desprestigio.
En lo que queda, PSOE y Podemos (a IU le toca verlas venir y situarse) tienen que enderezar lo que llevan torcido. El PSOE parece creer que tiene que ganarse en cada lance su condición de partido solvente y de sistema. Y no necesita credenciales para una cosa ni la otra, y mucho menos que sea el PP quien le dé esas credenciales. Ni en interior y seguridad, ni en economía, ni en educación, ni en sanidad, ni en políticas sociales, ni en el futuro de las pensiones hay motivo alguno para el que PSOE apoye al PP, sencillamente porque el PP hace lo que le da la real gana y lo que le da la real gana hacer son cosas que deben repugnar a la sensibilidad del PSOE. La forma que tiene el PP para desdentar al PSOE es presentar grandes urgencias nacionales, situaciones límite que reclaman responsabilidad y sentido de Estado. Y el PSOE acude con todos sus complejos para que el PP le dé credenciales y no lo llame antisistema y siempre se aviene a pretendidos pactos de Estado que dejan en su sitio las leyes y prácticas más envilecidas del PP. No hubo pacto que reclamara el PP al que no asintiera el PSOE y ni una sola de sus leyes y ni un solo aspecto de sus maneras fueron modificados. El PSOE tiene que tomar nota de que C’s le quita votos y ellos no se los están quitando a Podemos, a pesar del descenso de los morados. Y Pedro Sánchez no debe olvidar que los que apoyaron a Susana Díaz siguen prefiriendo a Rajoy en la Moncloa que a él. Hay dos voces en el partido y desafinan.

Podemos no sólo debe dejar de poner tan en primera línea la dichosa plurinacionalidad que trae al pairo a la mayoría de la izquierda. No fue con ese barullo conceptual como entraron en la política nacional como un bisturí. Podemos no tiene que cambiar de ideas ni de programa. No hay en una cosa ni otra nada radical ni extravagante, ni más utopías que las exageraciones que tienen todos los programas. Tiene que cambiar la comunicación y las maneras internas y externas. En la comunicación no deben olvidar que nunca tuvieron más atención que cuando hablaban de lo que la gente habla y de lo que le pasa a la gente. De las maneras internas, tienen que recordar que tuvieron éxito cuando fueron capaces de ensamblar y dar sentido conjunto a una serie de movilizaciones y sensibilidades dispersas en lo que los teóricos de los sistemas emergentes llaman montajes blandos y conjuntos descentralizados. La verticalidad y rigidez internas fue provocando pérdida de talento y energías. Y respecto de las maneras externas Podemos tiene que saber que, como dijo Borges, la historia es pudorosa en más sentidos de los que dijo el propio Borges. Calificar un momento determinado como histórico es siempre una impostura porque lo que hace históricas las cosas es su trascendencia y esta no se sabe más que cuando pasa el tiempo. En ese sentido es pudorosa la historia y no se muestra en directo. Pero también lo es porque el pudor lleva a la brevedad. Los momentos históricos no son el conejito de Duracell. Las sobreactuaciones y conductas llamativas tienen su sentido en momentos explosivos, pero lo pierden cuando duran y duran. Podemos parece actuar siempre como cuando está pasando algo notable y tiene problemas para el registro circunspecto de los trabajos y los días. Juan Carlos Escudier decía ayer que el enemigo de Podemos es el aburrimiento. Creo que es lo contrario. Podemos tiene que aprender a aburrirse y a aburrir y a no interpretarse y sobreactuar como si todos los días se estuviera escribiendo un nuevo capítulo de la historia. Los niños dan la lata cuando se aburren. Tardan muchos años en entender que aburrirse es un privilegio y parte de la tarea de ser adultos. Nadie parece quitarle a Podemos el espacio que tuvo. Le toca crecer y aburrirse y tiene poco tiempo para ello.

lunes, 8 de enero de 2018

Costumbres petrificadas y derechos líquidos

Si nos acercamos a un gato por detrás y le arrojamos delante un pescado, su reacción es diferente de la de un humano al que le hagamos lo mismo tirándole delante un fajo de dinero. Lo primero que hace el gato es ir hacia delante hacia el pescado. Lo primero que hace el humano es mirar hacia atrás, a ver de dónde salió ese fajo de billetes. Está en nuestra naturaleza el razonamiento causal. Cuando hay una anomalía, nuestra mente quiere restituir la normalidad comprendiendo la causa. Es la base de la racionalidad. Sabemos que el tiempo no tiene marcha atrás y sabemos también que las causas van antes que los efectos. Sentimos una relación entre la racionalidad y la secuencialidad temporal. Por eso, cuando metemos el tiempo en nuestras afirmaciones, parece que estamos razonando y que nuestras opiniones no son opiniones sino expresión de lo inevitable. Antes de Navidades, Joaquín Estefanía reproducía estas palabras de Aznar: «[…] hay algo incuestionable: el Estado de Bienestar es incompatible con la sociedad actual. Tenemos que tenerlo muy claro: el Estado de Bienestar se ha hundido sólo por su propia ineficiencia y anacronismo». Si Aznar dijera en un chigre que el Estado de Bienestar es un asco y lo hiciera dando voces con una mano en la entrepierna, se notaría a la legua que no estaba razonando, sino voceando dogmas brutos. Pero si dice lo mismo poniéndose y quitándose las gafas y deslizando expresiones como «actual», «anacronismo» o cualquier otra que aluda al paso del tiempo, parece que está razonando y que lo que dice es tan inevitable como la gravedad o la traslación de los planetas. En realidad, decir que el Estado de Bienestar no vale porque no va con los tiempos y decir que no vale por mis cojones tienen el mismo rango de racionalidad, pero así son las intuiciones que tenemos del tiempo.
En Navidad se hace especialmente notable el contraste entre dos discursos contradictorios que salen de las mismas bocas. Son esas bocas que nos dicen para según qué asuntos que las cosas no pueden cambiar, porque el cambio es desintegración y caos, y que las cosas (como el Estado del Bienestar) no pueden seguir igual, porque mantenerlas nos lleva a la desintegración y al caos. La Navidad es uno de esos momentos en que esas bocas quieren petrificar nuestras costumbres en su origen religioso, a nosotros en nuestras costumbres y a nuestras vidas en los ritos religiosos que están en el origen de nuestras costumbres. La derecha es siempre muy celosa de todas las tradiciones en las que sea rescatable algún cordón umbilical por el que se puedan bombear valores desde el pasado, desde tiempos en que la sociedad era más clasista, más desigual, más jerárquica y más autoritaria. La religión tiene un papel especialmente relevante, porque es el fenómeno asociado a más tradiciones colectivas y la Iglesia es un difusor garantizado y permanente de valores conservadores. Los toros tienen un lugar más modesto, pero el resorte es el mismo. Es un espectáculo en el que se superponen la polémica del maltrato animal con los valores que el franquismo asoció con él y que la derecha más cutre quiere mantener en el aire que respiramos. Pero, como digo, en estas fechas tan saturadas de tradición se hace más intenso este intento de revivir lo momificado. El caso de las cabalgatas llama la atención por su doble hipocresía. En realidad la Navidad es una tradición que se deja modificar por el mercado sin grandes alharacas. Aquellos solitarios dos turrones, el duro y el blando, hace tiempo que quedaron convertidos en los escaparates en una sinfonía de colores y variedades cada año más atrevidas. En Nochebuena nos limitábamos a la cuchipanda familiar y había que aguantar los nervios hasta el lejano día 6 para ver un regalo. Nadie se rasgó las vestiduras por la irrupción de Papá Noel, como una venganza de Napoleón por lo del 2 de mayo. La llegada de sus Majestades, por lo que tiene de tumultuoso y nervioso, fue siempre un trance muy dado a ocurrencias e improvisaciones. No hace tanto que llegaron a Gijón en helicóptero, rompiendo todos los relatos sobre camellos y orientes lejanos. En Madrid hace tiempo que hay carrozas patrocinadas por El Corte Inglés y similares. Este año va a haber Dj y todo.
Pero la cuestión no es la tradición, sino los valores y la cutrez política. En nombre de lo segundo se utiliza este jolgorio para hacer populismo torpón contra Carmena. En nombre de lo primero, se clama al cielo porque una de las muchas cabalgatas de la capital lleva una carroza que alude a transexuales, es decir, que normaliza a gente normal. Como digo, de valores se trata. En la parte de las tradiciones donde se pueda rascar el fósil de costumbres antiguas que anclen el presente en esos valores ultracatólicos asociados a valores políticos ultraconservadores, ahí es donde la derecha clama por la emoción y la identidad y por que las costumbres sean una especie de calambre en la conducta colectiva.
Sin embargo, esas mismas bocas se esfuerzan en explicarnos que las cosas que creemos intocables y esenciales en nuestra convivencia son las que sí hay que cambiar. Aquí el cambio se llama adaptación y dinamismo, aquí donde los cambios sí son demolición. Nos referimos a ese Estado del Bienestar que tanto ofende a Aznar y tan indigesto resulta en nuestras sociedades. El Estado de Bienestar es esa sociedad desigual pero en la que todo el mundo tiene derecho a unos mínimos de la riqueza nacional y, de acuerdo con la prosperidad del país, el trabajo le da para algo más que la mera subsistencia. La negación del Estado del Bienestar consiste en desproteger a la población y hacer muy desigual el acceso a los servicios de educación, sanidad, justicia, vivienda, energía o dependencia. Así dicho suena bruto y por eso no se dice así. Para eso, como decía, se introduce la secuencia del tiempo y con ella dos sensaciones falsas, pero que parecen verdad, dos de las sensaciones que acompañan nuestra percepción del tiempo: que es inevitable y que es racional. Se dice que países que tienen un PIB mayor que hace unos años «ya no» pueden sostener ese tipo de sociedad. Si dice que «la tendencia» es a aligerar cargas al Estado. Hablan de la sanidad gratuita como algo «anacrónico» y del «pasado», exactamente los mismos que quieren petrificar el pasado en nuestras costumbres, nuestros estereotipos y nuestros prejuicios. Los que quieren hacer sólido e intocable el pasado y que el presente no pueda ni respirar en las carrozas de una cabalgata quieren que los derechos de todos sean líquidos y se nos puedan escurrir entre los dedos sin darnos cuenta.

Las mismas bocas vienen exagerando la novedad de las cosas nuevas y los cambios de las cosas que cambian. Cuando se introduce la idea de que todo cambia mucho y muy deprisa, casi siempre se pretende justificar el principio de que está justificado hacer cualquier cosa. Para qué si no, se nos viene poniendo en cuestión nuestro sistema educativo y la formación de nuestros jóvenes, tan bien apreciada fuera de España según se puede ver. La alarma educativa nos lleva a ese estado mental que justifica que se haga cualquier cosa, como la LOMCE. Ahora se rodean de magia y misterio esas «nuevas formas» de intoxicación y propaganda (otra vez la secuencia temporal). La conclusión es que hay «adaptarse» a estas nuevas amenazas y repensar la libertad de expresión para estos tiempos tan nuevos. Igual que las «nuevas» amenazas terroristas obligan a pactos que «modifican» nuestro sistema de libertades. Igual que la igualdad y protección, las libertades empiezan a ser un anacronismo que no encaja en estos tiempos. Sólo los valores pasados ultracatólicos o de nacionalismo casposo que se puedan rastrear congelados en las tradiciones actuales son intocables y sólo Carmena consintiendo su alteración amenaza nuestro ser colectivo. La Navidad, con tanta tradición y costumbres, es un yacimiento para pescar rigideces y cantar prejuicios y dogmas. Por eso, este lenguaje contradictorio empeñado en hacer permanente lo sectario y contingente lo justo alcanza su máxima grosería en estas fechas. Demos a unas palabras la poca importancia que tienen y no descuidemos la trascendencia que sí tienen las otras.