lunes, 18 de diciembre de 2017

Una constitución demasiado simbólica

Seguramente somos la única especie con mente simbólica. Esto quiere decir que somos los únicos capaces de asociar por convención una cosa con otra que puede referirse a ella en su ausencia. Esto quiere decir también que somos los únicos capaces de desarrollar conductas para cosas que no están pasando, porque los símbolos nos llevan a ellas. Piénsese en los ruidos y furias que provocan las banderas nacionales o en los terrores que inducen las tumbas, por ejemplo. El poder y rareza de los símbolos en la naturaleza es evidente, para bien y para mal. Cualquier cosa puede convertirse en símbolo de algo, sobre todo si se pone empeño en ello. Somos capaces de convertir en símbolo un trapo con colores, una línea curva o toda una Constitución, ley de leyes. Y eso no está mal, no seríamos nosotros si eso no fuera así. Pero no debemos distraernos de lo que estamos haciendo, ni del trato desigual que damos al símbolo y a la cosa simbolizada.
Cuando una cosa es simbolizada parece real y presente: una nación, una transición política, la universidad, la paz, el amor, Nike, … Cualquier día Aznar crea un símbolo para su apellido y parecerá que existe ese linaje, como parece que Nike es un estilo y unas maneras. Por eso decía antes que esto era para bien y para mal. A veces nos conviene simbolizar realidades porque los símbolos las hacen más presentes en nuestro ánimo y nos hace bien su presencia. Pero otras veces son patrañas que otros consiguen inyectarnos con los símbolos para inducirnos conductas, es decir, para mangonearnos. Sobran los ejemplos.
La cosa simbolizada, por tanto, parece hacerse más real. Pero al símbolo en sí también le pasan cosas. Cuando una persona, una cosa o una Constitución se hacen símbolos, se hacen trascendentes, ya no se limitan a ser lo que eran porque ahora llevan la mente y el ánimo de los demás a otra parte: Marilyn Monroe, la Pasionaria, Mandela, Hitler, … (Puigdemont lo intenta). Esto hace que el símbolo sea, en cierto sentido, más de lo que era. Pero también menos. El símbolo tiende a reducirse a ser símbolo, se seca todo lo que era antes y sólo retenemos el aspecto que lo hace símbolo de otra cosa. Para que Marilyn Monroe llegara a ser una sex symbol tenía que ser bella y provocativa en un grado tal que llegara a simbolizar el deseo y la atracción. Pero a partir de ese momento seguramente le costaría ser otra cosa que sex symbol. Y a la Pasionaria le costaría ser otra cosa que aquello que nos trae al ánimo la lucha y la renuncia en tiempos de impiedad. Y además ocurre que, cuando algo se hace simbólico, deja de importar su pureza. Morder una manzana requiere hincar los dientes y arrancar un tajo de esa fruta. Pero si el acto de morder la manzana es un símbolo con el que queremos mostrar a alguien que la manzana es comestible y que está buena, ya no hace falta que hinquemos los dientes de verdad y arranquemos un trozo de manzana. Al ser símbolo nos vale con imitar el acto de morder. Los símbolos son una pantomima para hacer que otro piense en algo particular. Juan Carlos I pudo, por ejemplo, ser un símbolo de la superación de la dictadura y el paso a la concordia igual que un bocado sólo fingido puede ser el símbolo de que la manzana está buena. En cuanto símbolos, no hace falta que sea de verdad. Todo es un juego. Y los juegos son cosas muy serias.
En España la convivencia tiene averías. Es evidente la desagregación social y territorial. Al acumularse anomalías y generalizarse la sensación de injusticias de distintos pelajes, la gente empieza a desconfiar de las reglas que están regulando el juego del tablero. Y empieza a desconfiar de quienes dirigen el juego. A partir de 2012 y durante dos o tres años la llamada clase política sufrió la mayor erosión de imagen y crédito de la democracia. Las cosas se calmaron hasta cierto punto, pero sólo hasta cierto punto. Es todo un síntoma que nadie crea en la honestidad del partido que sin embargo gana las elecciones. Aunque se haya calmado la cólera por las evidentes injusticias en la gestación y gestión de la crisis, el malestar social se mantiene. Y la convivencia territorial se daña hasta el punto de que los partidos tienen dificultades internas para armonizar las posturas de los militantes de distintos territorios. Así que los ojos siguen volviéndose hacia las reglas que mueven el juego en el tablero: hacia la Constitución.
Pero la Constitución era un símbolo. Como todo en el caso de los símbolos, esto es bueno y malo a la vez. Es cierto que fue el esfuerzo de entendimiento colectivo mayor de los que se habían hecho y es cierto que se inició un período desacostumbrado de paz interna (paz, no victoria como en tiempos de Franco). Como muchas veces en los símbolos, lo simbolizado parece más real. La situación geográfica de España y el contexto internacional tenían más que ver con nuestra paz interna que la Constitución. Y esa paz tuvo ingredientes de olvidos e impunidades que siguen royendo la convivencia. Pero tiene su parte buena colocar en nuestra mente todo eso de que empezó la paz entre nosotros y que somos libres.
Pero también crecieron esas malas hierbas que crecen en las construcciones simbólicas. Se asoció la Constitución con la paz, la prosperidad, la unidad nacional y la Corona. Igual que atacando una bandera, por ejemplo española, atacas lo que simboliza, por ejemplo España, atacando la Constitución atacas lo que simboliza: nuestra unidad y el período más próspero de nuestra historia. Se utiliza el símbolo para inocular falsedades y manipular. Y además se reduce el símbolo a lo que se quiere que simbolice. Nadie percibe que obligar a que la gente trabaje más años y a que se haga planes privados de pensiones sea un ataque a la Constitución; ni que vaciar la hucha de las pensiones sea un desafío constitucional. Nadie discute los pagos sanitarios y los recortes en dependencia y educación como contrarios a la Constitución y al «espíritu de la transición». Nadie parece querer asociar la Constitución con que los derechos básicos sean amparados y garantizados por el estado, aunque el texto constitucional da para ello. En cuanto la Constitución se hace símbolo de unidad nacional y prosperidad, deja de ser todo lo demás.
Pero además, en cuanto la propaganda recarga el carácter de símbolo de la Constitución, le pasa como al acto de morder una manzana cuando es sólo símbolo de que la manzana está buena: que no hace falta que sea de verdad. Antes del famoso desafío independentista, ya se habían puesto patas arriba los derechos fundamentales establecidos en la ley de leyes. No hay más derechos que los que se puedan financiar, dijeron, y en un país endeudado por juegas bancarias no es sostenible tanto derecho para todo el mundo. Cuanto más símbolo sea, menos en serio hace falta tomarla. Antes del desafío independentista ya se habían quebrado los acuerdos en los que se basaba nuestra convivencia de manera arrolladora. Pero los interesados ya habían hecho a la Constitución símbolo de lo que querían que traguemos. La propaganda sólo habla de la Constitución («las normas que nos dimos entre todos») cuando se critica a la clase política como grupo por sus irritantes regalías, se ataca la unidad nacional o se pretende discutir el coste de la Iglesia o el papel de la Monarquía. Pero no cuando se recorta la educación, cuando una ley ataca la libertad de expresión o la Iglesia inmatricula inmuebles a sus anchas.

La Constitución del 78 tiene cierto carácter simbólico, sin duda. Incluso derogada debe ser respetada como un símbolo nacional. Pero exagerar su carga simbólica hace que se reduzca a lo que los propagandistas quieren y que desaparezca su asociación con otras cosas; siembra la cizaña de que pretender su adaptación es renegar de lo que los propagandistas quieren que simbolice; y se hace una pantomima como cualquier cosa que se haga demasiado simbólica. Uno podría suponer que acometer una reforma de la Constitución donde se pueda discutir de todo sería lo más parecido a juntarnos a hablar de nuestras cosas y ponerlas en orden. Y esos momentos en que se hablan de las cosas comunes son momentos de unidad, no de quebranto. Pero el simbolismo que le cargan a la Constitución hace parecer bélico el hablar de cosas comunes. El fondo de la cuestión sigue siendo el de siempre: proteger a España de los españoles. Ese fondo tan querido por el despotismo.

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