lunes, 23 de octubre de 2017

Arde Cataluña, se apaga Asturias

 [La vida sigue. A Gijón le queda una cicatriz a la altura del Café Gregorio, una de esas cicatrices que enseñas levantando el jersey y contando historias, reales o exageradas, historias que serán sobre trucos de cartas a deshoras con clientes tardíos, encantamientos de lubinas o copas de coñac de marcas exquisitas imposibles de recordar, servidas con sonrisa medio infantil medio de perro viejo que viene de vuelta. Con este latido de menos Gijón se hace un poco más viejo. Fue siempre un placer, Chano. Lo dicho. La vida sigue.]
«¿Por qué no te callas?», le dijo hace ahora diez años nuestro Rey emérito a Chávez. Venezuela no era todavía un factor de propaganda en España, pero Chávez ya era el gorila rojo y caía un poco pesado y demagogo. Nos dio en el punto, dijo entonces Gabilondo, no estuvo bien pero nos dio en el punto. El Borbón no se había caído de culo en Botswana y todavía era simpático. No está bien que un jefe de estado le diga a otro que se calle, pero, como decía Gabilondo, nos dio en el punto. Aquello fue campechano, la típica ruptura de protocolo borbónica, de cuando rebosaban sencillez. Y es que a veces lo que la razón nos dice que está mal las tripas bajas nos dicen en la intimidad, quién sabe si en catalán, que es lo que hay que hacer. Seguramente lo de meter en la cárcel a los Jordis a muchos les dio en el punto y se lo pedía el cuerpo. Es comprensible. El nacionalismo, como la religión, es una mala hierba cuando sale del ámbito privado, de la razón personal por la que alguien o muchos luchan por tal o cual cosa. Cuando salen de ese reducto privado e invaden la vida pública y se hacen algo en cuyo nombre los demás deben aceptar normas y obligaciones, son una infección y sólo inyectan en el diseño de la convivencia la irracionalidad que acompaña a las emociones colectivas. Además es evidente el exceso y hasta mala fe del independentismo. Ignoran con grosería a una oposición parlamentaria que representa más votos que los suyos. Prevén que una decisión tan severa como la secesión se pueda tomar con un apoyo minoritario. Para hablar claro, el independentismo catalán actual dio muestras de que no aplica la fuerza porque no la tiene y de que la garantía que tenemos de que no haya una guerra es sencillamente que sólo hay un ejército. Así que por qué no nos va a dar en el punto la jueza Lamela metiendo en la cárcel a los Jordis. Fue campechana como un Borbón. Es normal que nos lo pida el cuerpo. El problema es si se puede meter en la cárcel a los Jordis sólo porque meterlos en la cárcel nos da en el punto.
Todos entendemos la ley del embudo porque todos practicamos dobles y triples raseros. Pero hay que poner límite porque a partir de cierto volumen de contradicciones nuestra mente se extravía y se bloquea, como el HAL 9000 de la odisea espacial. Las manifestaciones convocadas por los Jordis, sobre todo en las Diadas, y mal que me pese, tuvieron más respuesta que ninguna causa imaginable en Europa y fueron siempre ejemplarmente pacíficas y bien organizadas, a pesar de la radicalidad de la propuesta que las animaba. Resulta raro que la libertad de expresión se pueda ejercer sólo cuando nos hace caso poca gente, porque si acude mucha gente a nuestra llamada nos arriesguemos a que alguien lo llame tumulto y caigamos en la sedición. Hay mucha gente del PP acusada de delitos muy graves que andan sueltos por la calle y en la poltrona de cargos públicos, con una justicia invisible de tan lenta, y sin embargo los señores Sánchez y Cuixart están en la cárcel acusados de un delito muy difícil de delimitar, pero muy fácil de comparar con otras faltas. Nos dicen que hay que respetar la decisión judicial los mismos que rompen los discos duros que le reclaman los jueces y que dedican el Ministerio de Justicia a invadirla y a proteger a los corruptos de su aplicación. Ahora nos están diciendo desde las alturas gubernamentales que en las escuelas catalanas se adoctrina a los niños con nuestros dineros, los mismos que luchan a brazo partido por la enseñanza concertada. El interés del PP por entregar la educación a la Iglesia con el dinero de todos no se debe a sus ansias irrefrenables de libertad. Ni el del PP, ni el del Opus, ni el de Hazte Oír. Se debe a la influencia que quieren que la Iglesia ejerza a través del sistema educativo. No sé si esto se parece a lo de adoctrinar. Pero bramar contra el adoctrinamiento nacionalista a la vez que se dice que entregar la educación a la Iglesia es libertad y amor a la familia de nuevo hace chirriar el entendimiento.
En todo caso, la cuestión no es de la jueza. Hace tiempo que la situación de Cataluña reclama gobierno y política, es decir, una manera de modelar el conjunto de la situación con un propósito definido. La Justicia no tiene por naturaleza ese cometido. Un conjunto de decisiones judiciales no son un plan coherente porque no pretende ni puede serlo. La Justicia, en el guirigay catalán, es como una de esas aspiradoras autónomas sin cable que se sueltan en la sala y van haciendo su trabajo dando tumbos y chocando con todo. Es evidente que los independentistas piensan que sólo conseguirán subir el rango político de Cataluña a través de una conflictividad tan inmanejable que difumine todos los detalles, incluido el detalle de si hubo o no referéndum, si representan al cuarenta o el sesenta por ciento o si las actuaciones son legales o dejan de serlo. Cuando el conflicto sea generalizado, sólo importará a todo el mundo el conflicto en sí y quedarían equiparadas España y Cataluña en tanto que partes de ese conflicto. Y el PP parece buscar en esencia lo mismo, que es el conflicto máximo que diluya lo demás. Así nadie piensa en Gürtel y la reprobación a Soraya por la barrabasada del 1-O se aplaza porque quedó ahogada en el barullo.
Los incendios del noroeste fueron el contrapunto poético de Cataluña. El incendio físico como eco del incendio político, el desconcierto porque no amanece como metáfora de la oscuridad y perplejidad catalana. Además de contrapunto, sirvió para entender por contraste el compromiso y la ausencia de compromiso. Se habló de Galicia y Asturias con tanto volumen como de Cataluña y con palabras igual de gruesas. Terrorismo, crimen y cosas así. Pero el compromiso supone el roce o el conflicto con alguien. Nada de lo que los gobiernos dijeron de Asturias o Galicia señala ni contradice a nadie. Fueron decibelios expresivos. Si el Daesh reivindicara los incendios como un ataque suyo, ¿qué recursos movilizaría la autoridad para atrapar a los autores y para que no hubiera otro ataque semejante? ¿Son esos recursos los que va a movilizar ahora? Si la respuesta es negativa, que no digan que están haciendo lo que pueden. Si los pirómanos fueran otros, harían más.

Pero, como digo, sobre todo Asturias es un contrapunto poético del jaleo catalán. Asturias, social y políticamente, no se enciende, se apaga. El PSOE flota en un parlamento en el que está en minoría. La gente próxima al Presidente está a su vez en minoría en el PSOE. El propio Presidente fue reprobado por su partido en muchas localidades y, a escala nacional, la gestora que presidió fue vapuleada por la militancia. No tiene más recuerdos gratos que aquellas flores que le dedicaban en el ABC y La Razón por regalar a Rajoy los votos socialistas. A todos los efectos es un Gobierno póstumo en una Comunidad de otro tiempo. En estos días de Premios Princesa vendrá míster Marshall como todos los años con todo el oropel y se irá como todos los años dejando ese acre sabor a nada que le dejaban algunas tardes a Ángel González. No es que me moleste que anden por unos días paseando por nuestras ciudades talentos tan inspirados como nos vistan cada año. Me molesta que nos digan que son días de Asturias lo que son los días de la realeza y el nada ejemplar cotarro borbónico. Me molesta que nos digan cuánto valen para Asturias en promoción estos fastos y las cantidades que se dan nunca se puedan gastar en la variante de Pajares porque no hablan de dinero de verdad. Me molesta que Asturias envejezca, la gente se vaya y, mientras la vida se va de Asturias sin que nadie tenga un plan, vengan cada año de palacio a decirnos que qué cuca es esta tierra y cuánto dejan aquí los Premios. El próximo año habrá más incendios, volverán los Premios Princesa, habrá menos gente y la que haya tendrá un año más. Y quedarán un par de estatuas, algunos paneles con citas ilustres de premiados y cosas así. Cada vez más recuerdos y menos gente.

miércoles, 18 de octubre de 2017

La nación y otras grietas

Cataluña no está siendo una crecida que nos ahogue. Está siendo un desagüe que nos reseca, como se resecan los pantanos cuando no llueve. En tiempos de retirada de aguas, en los pantanos se hacen visibles las casas de los antiguos pueblos anegados para el embalse y todo lo que normalmente parece que no está porque lo cubre el agua. Alguien parece haber sacado el tapón del desagüe nacional en Cataluña y a medida que baja el nivel de la convivencia se empiezan a hacer visibles en color imágenes de patrioterismo rancio y franquista que sólo conocíamos en blanco y negro. Ahí estaban, sólo se necesitaba resecar y agrietar la convivencia para que emerjan como emergen los pueblos fantasmas de los embalses. Las cosas que salen a la luz después de estar sumergidas salen como babadas y reblandecidas, y así los mismos gritos y vivas pueden enredar su aplauso con el Cara al Sol o con un discurso de Borrell. No es que esas banderas tan ostentadas y esa españolidad tan paseada sean a su manera equidistantes entre la falange y Borrell. Es que son coherentes, con esa coherencia que Unamuno atribuía a los rebaños. Nos acercamos al grado de agitación y barbarie que el nacionalismo catalán con buen criterio quería provocar, porque su fiesta requiere rebaños que oscilen entre la mansurronería y el griterío sin fases intermedias de circunspección y racionalidad. Porque con nacionalismo hemos topado. A los nacionalistas siempre les gustó decir que todos somos nacionalistas. Ellos dicen que lo son y dicen cuál es su nación, y dicen que quienes se les oponen siempre lo hacen por nacionalistas de otra nación y por antagonismo nacional. Pero se equivocan. Todos tenemos una patria, en el sentido de que somos extranjeros fuera de ella. Pero no somos todos nacionalistas. Ni mucho menos.
Mala cosa son los idearios montados sobre emociones o principios compartidos. Discutir o contrastarse con otros a partir de principios compartidos es siempre agresivo y casi siempre sectario. Si el que lleva a su hijo a un colegio privado da como argumento que es que para él la prioridad es el bien de su hijo, parece lógico que el que lo lleva a uno público se sienta atacado. Contrastarse a partir de un valor compartido es negarle al otro ese valor. Por eso dan tan mala espina las organizaciones de defensa de la familia o de la vida; o los partidos nacionalistas. Es normal querer a la familia y sentir como un beneficio que la gente tenga vínculos familiares. Sobreactuar sobre lo obvio es síntoma de no tener mucho que decir o de tener mucho que ocultar. Una organización que se defina por su defensa de la familia atribuye a aquellos con quienes se contrasta la carencia de ese valor. Como se trata de un valor básico, parece que se está luchando en la frontera misma de la civilización, que se trata de una batalla que hace irrelevante cualquier otro debate. Lo mismo si el valor es el bien de la nación. No puedo hacerme el humano sin fronteras y negarme la importancia que tendría para mí que un país extranjero bombardease Córdoba, como no podría dejar de prestar atención a que entrase gangrena en un pie. Todos sabemos que hay un país que es el nuestro. Definirse por la defensa, construcción o intereses de ese país es vociferar una obviedad y, de nuevo, es negarle a nuestros discrepantes un valor básico, cuya defensa es condición previa de cualquier otra cosa. La única forma de percibir que los demás no están defendiendo a la familia o al país es tener un versión muy estricta (recordemos que etimológicamente «estricta» y «estrecha» es la misma palabra) de lo que es la familia o de lo que es el país. Por eso decía que mala cosas son los idearios montados sobre emociones o valores compartidos, porque vienen al mundo teñidos de sectarismo y, como de emociones se trata, de cierta irracionalidad. Por eso quienes vociferan la obviedad de la familia creen que la atacan las mujeres que abortan, las parejas del mismo sexo, o quienes pretenden la igualdad de derechos. En eso consiste su sectarismo y de ese sectarismo está teñido el nacionalismo. Aún recuerdo cuando Eguíbar decía que comprendía que hubiera vascos que se sintieran españoles y que ya tenían ahí al lado su patria ya hecha, que dejen a quienes se sintieran vascos hacer la suya aquí (por el País Vasco). En qué cabeza cabe que pudieran compartir espacio y país quienes piensan distinto, parecía querer decir. Por eso suenan tan mal las palabras referidas a lo más querido cuando se pronuncian como etiqueta ideológica: familia, nación, libertad. Qué mal suena la libertad cuando se pregona en sociedades libres, en el impuro y normal sentido de la expresión. Siempre se quiere ocultar o distraer de algo.
Y por eso todos tenemos patria, pero no todos somos nacionalistas. Se está repitiendo mucho estos días la cantinela de que la Generalitat está rompiendo el pacto convivencia que nos dimos y que nos trajo una prosperidad nunca antes tenida en España. No es la Generalitat la primera quiebra de ese pacto. Se nos está diciendo que los ricos no pueden pagar tantos impuestos porque llevarían su dinero a otra parte; que ahora las empresas se deslocalizan muy fácilmente y que también se van con sus puestos de trabajo a otro sitio; que esa prosperidad nunca antes tenida en España estaba por encima de nuestras posibilidades, que hay que trabajar más por menos dinero y los jóvenes por ningún dinero; que la sanidad no es sostenible y que hay que pagar; que la enseñanza pública es un dogma y que es ineficiente; que las universidades tienen que ser apéndices de empresas que no gastan un duro en ellas; que no se puede pretender que todo el mundo lleve a sus hijos a un máster y tenga un pisito en la playa; que hay que trabajar en la vejez, que el sistema no aguanta. Y tantas otras cosas. Ahí empezaron las grietas que desagregan a países como España y los dejan en la intemperie de emociones negativas, que oscilan entre la perplejidad, la indignación y el desconsuelo, listos para ser incendiados por el primer pirómano. La emoción nacional es de las más movilizadoras, porque la nación es la máxima estructura protectora y la caja de todas las certezas. El día que Artur Mas tuvo que usar un helicóptero porque no lo dejaba salir una muchedumbre indignada por los derechos que le recortaba debió comprender que la única marea que anegaba el juicio de la gente era la de la nación y a ello se aplicó. El PP llevaba envuelto en la bandera desde su nacimiento y echar sal a cierto resquemor anticatalán siempre le fue provechoso para empequeñecer la corrupción, la politización de la justicia o los recortes sociales. El extremo sectarismo con que el independentismo catalán llevó adelante su juego provocó que Cataluña se llenara de senyeras donde antes había puños clamando a Mas por sus derechos; y que España se llenara de rojigualdas y llamamientos de ilustres de los ochenta y noventa que no habían aparecido, ni las banderas ni los ilustres, cuando se nos decía que aquella prosperidad y relativa justicia social que nos había traído el régimen del 78 quedaba derogada.

La entrevista de Évole con Puigdemont mostró lo que ya se sabía: que el nacionalismo no tiene más nutriente que el rugido colectivo y que cuando singularizamos una voz lo que se oye son insustancialidades. Lo mismo hubiera ocurrido si el mismo periodista hubiera singularizado alguna de esas voces enfundadas en la rojigualda. Como los pantanos cuando se quedan sin agua, a medida que la convivencia se reseca se hacen visibles las cicatrices de la historia. Cuando muchas rojigualdas se juntan para expresar orgullo patrio, en el murmullo acaban resonando los ecos del Cara al Sol y las cloacas del fascismo rebosan y derraman su fetidez. El dibujo de tanta bandera desafiante, tanto nacionalista buscando el caos para pescar repúblicas en río revuelto y tanto patriota sacando pecho contra esos traidores de ahí al lado es también un dibujo que nuestra historia autoriza a temer. El Rey decidió ser parte del rebaño y rugir como un rumiante más. Nadie lo cita ya ni lo menciona porque su intervención lo borró como institución. Las voces más sensatas y los actos enérgicos mejor dirigidos vinieron desde fuera de España. Hace poco recordó Enric Juliana la metáfora de los pingüinos yugoslavos para adaptarla a este enredo. En esencia, parece que todo esto asusta a mucha gente, pero entristecer, lo que se dice tristeza profunda por la simiente de rencor que ya se plantó sin remedio, por la basura que salió de las alcantarillas y que ya está ahí apestando las calles, por el fárrago emocional que no deja ver el estado de nuestros servicios y de la moralidad pública, esa tristeza, es sólo cosa de los pingüinos, de aquellos para los que la patria es un sobreentendido que ni entra en sus razonamientos ni es una emoción que le embote el juicio. Y ahora entramos en territorio 155. Mal hábitat para los pingüinos.

No sólo sainete no sólo catalán

Sus fluidos corporales dan lugar al nacimiento de mestizos. Porque la verdad es la autodeterminación del cosmos y es oscuro como la guadaña que siega la cosecha. (Embajador de Marte, Mars attacks!).
El momento clave del discurso de Puigdemont me dejó con el entrecejo fruncido un rato, como queda un rato la sonrisa después de reído un chiste, por la pura inercia que retiene el gesto sin que nada le esté a uno haciendo pensar o reír. Hace años (bastantes años) no sé qué nos hizo dudar a dos amigos y a mí en la playa del Sardinero de si seríamos capaces de completar un salto mortal desde un alto de un metro hasta la arena. Dos caímos de pie porque vimos rápido que Dios no nos llamaba por ese camino. El otro, más pertinaz e indeciso, creyó más tiempo en sus posibilidades, cayó de bruces y se levantó masticando arena. Puigdemont llegó al momento del salto con todo el impulso de la CUP y la aritmética parlamentaria, de la gigantesca y muy relevante movilización del 1-O, del ensimismamiento y tontuna nacionalista, del asombro local e internacional por la violencia macarra del mismo 1-O, de la borrachera de senyera y patria, de su lugar en la historia y su destino en lo universal, de agravios y horas de procés y asentimientos. Y llegó con el freno de ese otro cincuenta por ciento de catalanes, de empresas y dinero que hacen el equipaje, de severos editoriales internacionales, de restos flotantes de CiU que temen y advierten, de juzgados a la espera y de llamadas y mensajes de la UE, sobre todo, esas llamadas y esos mensajes que median anunciando que no mediarán y no tolerarán. Puigdemont, como mi amigo pertinaz o indeciso, apuró el salto y salió con la boca llena de palabras extraviadas que nos dejaron a todos con el ceño fruncido y el sentido común pidiendo justicia. Las veces que vi la repetición me pareció ver al embajador de Marte llegando a la Tierra hablando de mestizos y guadañas sin sentido o con sentido de otros mundos.
Decía Bergson que sólo los humanos ríen, pero también sólo de lo humano, o lo que se le puede asimilar, nos reímos. Y añadía que los humanos se hacen risibles y ridículos cuando pierden su condición humana y se asemejan a mecanismos sin gobierno racional, como cuando resbalamos y caemos en un charco o nos caga una gaviota, que parecemos un objeto inanimado derrumbándose sin control o un poste recibiendo guano. España, y no sólo Puigdemont, está manifestando esa pérdida de compostura característica de la ridiculez, de lo humano que momentáneamente parece una cosa. Las cargas del 1-O, cuyas consecuencias aún no se evaluaron debidamente, mostró al mundo el problema catalán como un conflicto dramático, violento y potencialmente bélico. Y el mundo nos devolvió la imagen del problema catalán caricaturizado por el efecto que en el mundo habían hecho aquellas cargas uniformadas sin sentido. Así que el momento del discurso de Puigdemont se cargó de expectación, temores y trascendencia. El galimatías abstruso de un Puigdemont en descomposición; un gobierno preguntando oficialmente que qué diablos había dicho de la independencia, mientras la ministra de defensa juntaba en una misma frase las palabras «ejército», «intervención» y «Cataluña»; y Puigdemont sin responder porque era él el que esperaba respuesta, que resulta que aquel abracadabra era una propuesta; todo ello es la imagen de un país cayendo de culo en un charco o recibiendo una cagada en la coronilla. Pero lo ridículo no siempre hace gracia. A veces sonroja. Se hizo evidente ya desde el principio que Pablo Casado, aquella ocurrencia que el PP lanzó al ruedo como réplica chusca de Pablo Iglesias y Garzón, era poco más que el tonto del pueblo. Pero el desparpajo con el que este personaje alude a cómo acabó Companys, que acabar lo que se dice acabar acabó torturado y fusilado, e ilegalizar partidos independentistas da muestras de que, efectivamente, en las atahonas del PP todo esto debe hacerles gracia. El 1-O dos millones de catalanes hicieron colas de horas, en muchos casos con riesgos, para votar en un referéndum ilegal. Aquello no fue un referéndum, pero sí una movilización abrumadora que no se alcanza en toda Europa por ninguna causa política o social. Fue una expresión contundente de la gravedad de un problema que los ateos de creencias patrióticas y los ayunos de embelesos de banderas sólo podemos mirar de lejos, pero no cometer la estupidez de ignorar. Las cargas policiales tensaron el desvarío independentista hasta las puertas del conflicto. España entera está más crispada, hay mucha gente dispuesta a discutir o encararse con el vecino. Lo de esta semana fue ridículo, pero no tiene gracia.
Según parece, Puigdemont creía haber lanzado una pelota al tejado de Rajoy con aquel tartamudeo conceptual. Por si acaso, Rajoy se la devuelve preguntando si sí o si no. Puigdemont no puede contestar que no hizo declaración de independencia, porque sería la forma más estúpida de romper todo el tinglado independentista. Pero tampoco puede contestar que sí, porque tendría que explicar entonces por qué no lo dijo alto y claro cuando tenía al mundo entero escuchando y a la prensa del planeta para divulgarlo y por qué dejó con cara de lelos a los suyos, allí delante de todos. Tampoco puede no contestar y subir el ridículo a niveles de Champions. Seguramente, lo único que puede hacer después de que se le escapase el eructo en público es convocar elecciones. Y Rajoy debería pensar en el 155 con algo más que una calculadora electoral. El 155 viene con la sombra del 116, porque pasar de las colas del 1-O a la supresión de las instituciones catalanas no va a ser indoloro ni va a carecer de consecuencias. A Rivera parece divertirle lo del 155 y sorprende su ligereza en este tema. Se ve que los viajes a Venezuela lo educaron después de todo.
Pedro Sánchez consigue momentáneamente una posición reconocible del PSOE, que consiste en poner el foco en un cambio constitucional. Pero no debe ignorar las aspiraciones de los socios que buscan su compañía. Si lee los editoriales que en su día compararon su victoria en el PSOE con la de Trump y con el Brexit, comprenderá que la aspiración de una parte de su partido y del PP y la razón por la que Rivera vino al mundo es que haya un cierre entre el PP, el PSOE y C’s para dejar como antisistema y antipatriota todo lo demás. Esa que Pablo Iglesias llamó triple alianza es un tazón en el que el PSOE puede volver a diluirse. El PSOE no puede controlar lo que haga el PP si hay 155 y tumultos en Cataluña. De repente puede verse, como tantas veces, en el mismo barco de quienes ordenaron las cargas del 1-O que Iceta pidió detener sobre la marcha y que el propio PSOE reprobó explícitamente. Puede volver a engrosar un bulto lleno de impurezas ajenas al PSOE por un mal entendido sentido de Estado que lo lleva a compañías que nunca le dan nada. Que repase lo que sacó el PSOE con aquella altura de miras de poner a Rajoy en la Moncloa. Pablo Iglesias debería hacer fácil su interlocución reforzando lo más constructivo de Sánchez: la reforma constitucional. No tiene por qué renunciar a la idea de un referéndum pactado si es lo que piensa, pero no debería ser ese el foco de su propuesta. No parece que un referéndum pueda ser la salida armónica a la resaca de este extraño ciclo. El momento pide tratar de nuestro sistema territorial y ahí debería tener iniciativa e ideas Unidos Podemos. En contra de lo que algunos creen, Podemos y los Comunes pueden ser un puente muy útil para integrar la emoción nacionalista en un marco estatal estable.

Y nadie recuerda ni cita las palabras del Rey. La atención internacional sobre la Corona es inexistente. El Rey se borró como institución. Fue más un hooligan del PP (y no es la primera vez) que un Jefe de Estado que debería ser el anfitrión de encuentros. Se habla de Borrell, pero no de él. Ni tiene el derecho de terciar en disputas de partidos, ni el parido que parece gustarle es ejemplar como para asociar con él la Jefatura del Estado. Después de lo de la infanta y el duque, podía haber hecho útil a la Monarquía, en vez de ser un actor secundario en el sainete. España debería recuperar la compostura y dejar de ser tan chistosa.