sábado, 30 de septiembre de 2017

Símbolos como tijeras

Los símbolos son una alucinación o una distracción, según se mire. En cualquier especie una señal tiene que ver con lo que realmente está pasando. El animal que recibe el chillido de aviso de depredador echa a correr, sacas las púas, se pone de color verde o huele mal, hace lo que sea que tenga que hacer para ponerse a salvo. No puede elegir no hacerlo porque la señal de depredador sólo llega porque hay un depredador. Nuestros símbolos, sin embargo, nos hacen experimentar cosas que no están pasando y desarrollar conductas para lo que no sucede. Con símbolos puedo provocar asco y vómitos diciendo cosas guarras o puedo provocar compasión y hasta llanto contando cosas tristes. Sin que en la situación real haya nada asqueroso ni triste la gente puede reaccionar con asco y con llanto. Así son los símbolos, una distracción de lo que realmente pasa, y una alucinación que nos hace reaccionar a lo que no está sucediendo, como si hubiéramos fumado un psicotrópico. Pero claro, ser una especie distraída es lo que nos permite trascender cada situación y tener la cabeza poblada con más cosas que las cuatro paredes que vemos en cada momento. Y ser una especie alucinada es lo que nos permite desarrollar conductas eficientes sin necesidad de experimentar ni razonar lo que se requiere para saber que son eficientes. Una catástrofe que mate de golpe a mil personas en Guadalajara me conmoverá y movilizará para ayudar y para exigir al Gobierno que ampare la zona, a pesar de que nunca estuve en Guadalajara y no creo conocer a nadie de allí. Esta bondad imprescindible no viene de mi experiencia. Viene de los mapas, banderas y palabras que desde niño a mí y a los alcarreños nos hacen sentir la alucinación de que su espacio y el nuestro es un único espacio que nos guarece y que ellos y nosotros somos una misma gente que nos apoyamos. Los sentimientos diferenciales con la gente que no derivan de la experiencia directa con ella son una alucinación simbólica, la patria es una alucinación simbólica.
Pero el mismo mecanismo por el que me conmocionarían mil muertos alcarreños me tiene desmovilizado con respecto a los miles de muertos de Somalia o Sudán por la injusticia insuperable de la hambruna. Los símbolos que me hacen sentir cierto territorio como propio me hacen sentir el resto como ajeno y, con enorme facilidad, como hostil. La alucinación simbólica se necesita para que la conducta colectiva sea eficaz de la única manera en que la conducta colectiva lo es: de manera irracional. El único altruismo colectivo garantizado es el altruismo de grupo compulsivo movido por los símbolos, aquel que se muestra en su envés como indiferencia y hostilidad potencial hacia fuera del grupo. Necesitamos los símbolos como necesitamos los coches, los objetos punzantes y hasta los explosivos. Nos hacen falta para tareas de cierta magnitud, pero son armas, cosas con las que se puede herir o matar. Estos días en que se exhiben banderas y se repite el nombre de patrias nadie debería olvidar que son armas lo que se está exhibiendo, cosas diseñadas para que la conducta colectiva sea compulsiva e irracional, para bien y para mal. Y por cierto, como los cuchillos y los medicamentos, deberían dejarlos fuera del alcance de los niños.
La inanidad intelectual y moral de Puigdemont, Artur Mas y otros comparsas es evidente. También es evidente qué lejos está el torrente independentista de cualquier aliento democrático. No sólo pretenden zanjar una cuestión de enorme trascendencia por mayoría simple y no cualificada. Es que pretenden zanjarla por mayoría simple de una minoría que vote si esa minoría no es ridícula, sin especificar en qué porcentaje empieza la ridiculez. No importa que la acción policial esté dificultando materialmente la votación. En el planteamiento independentista está proclamar la independencia, aunque sea la opción de una minoría de la población. El afán de imposición es tan visible y la hipertrofia de símbolos patrios es tan burda que es legítimo pensar que no recurren a la fuerza porque no la tienen. Pero yo no soy catalán. Y en este llamado choque de trenes me tienen que permitir que me puncen más los símbolos propios que los ajenos y que me duela más España que Cataluña.
Andy Clark decía que el lenguaje era como unas tijeras. Una parte de las tijeras enseña cuál es su función y la otra muestra cómo es el que las maneja. Es filosa por un lado porque están hechas para cortar. Y tiene dos agujeros por el otro porque quien las maneja tiene dedos. Por eso tiene razón Jabois en que las banderas, como el lenguaje y las tijeras, además de simbolizar lo que simbolizan definen a sus usuarios. La parte de esta historia que más me atañe es la que tiene que ver con la bandera de España y con su nombre y lo que la exhibición de una cosa y otra dice de quienes las exhiben. Las banderas nacionales señalan edificios oficiales y, cuando el país está reconciliado con su memoria, no es raro que simplemente intensifiquen la complicidad colectiva en actos festivos, como ocurre con nuestra bandera asturiana. El lenguaje es un artefacto eficaz para decir cosas e informar, pero lo usamos muchas veces para la mera cháchara, para el mero ejercer y retener relaciones amistosas, como los chimpancés usan el aseo mutuo para renovar y sostener afectos. Por eso las banderas a veces se usan en fiestas o se ponen en el coche, como cháchara invisible con el grupo al que pertenecemos. Pero España no tuvo suerte con sus símbolos, sin duda porque se lo buscó. Almudena Grandes decía hace poco que intentar construir una democracia sin condenar la dictadura franquista y sin reivindicar la democracia republicana era edificar sobre mentiras y materiales endebles. La bandera rojigualda tiene su historia, pero siempre la conocimos como una bandera asociada con Franco y con ideología conservadora. Salvo quizá en el fútbol, no es una bandera con la que se haga cháchara. O señala edificios oficiales o directamente se exhibe con ostentación y con mensaje, como se ostenta en España la bandera y se grita el nombre de España: casi siempre contra otros españoles. Los concejales conservadores de Gijón tronaron cuando Albert Plá dijo que le daba asco ser español. Y lo cierto es que a mí siempre me avergonzaron más los que vociferan su orgullo de ser español y los que agitan su bandera con fanfarronería ruidosa. La transición no acertó con los símbolos nacionales, que sólo pueden funcionar con sordina y en voz baja. Cuando las banderas de España se juntan y el nombre de España se hace coral, lo que simbolizan es una versión reseca y amojamada de España, como si el exceso simbólico le sorbiera los jugos y dejara la idea de España reducida a un duro pellejo de vaca como el Llano de Juan Rulfo. Sentí esas banderas callejeras que acompañaban la salida de la Guardia Civil hacia Cataluña y esos gritos de «¡A por ellos!» como una injuria, como una caricatura casposa y analfabeta de mi país. Nunca reprocharemos lo suficiente al PP haber agitado agravios territoriales espurios y mezquinos hasta llegar a esta situación en la que Cataluña sólo grita disparates y alisa cerebros infantiles y de España sólo se oyen ya los que dicen «a por ellos» y repiten el nombre de España echando espumarajos y raspando la costra más dura de la historia.

En estos momentos, en que ya sólo se oye lo más vocinglero, es imposible no ser percibido como equidistante, salvo que uno sea de los vociferantes. Pero sentimentalmente uno no es de todas partes. Como dije, no soy catalán, la irritación que provoca el independentismo puede que sea más intensa intelectualmente, pero lo que más me hiere es lo mío, los símbolos maltrechos que dejó la transición en uno de sus mayores fracasos. El 12 de octubre no habrá clase porque será la fiesta nacional. Y habrá más banderas que nunca que harán más que nunca lo que siempre hacen: simbolizar el espacio que me guarece y el pueblo en el que me confundo reseco, simplón y malencarado. Y a cada uno le duele más lo suyo.

miércoles, 27 de septiembre de 2017

PSOE, Ada Colau y los matices

Ada Colau repite que el problema catalán, y la política en general, no es una cuestión de blanco y negro, que en los matices suelen estar las soluciones políticas. Yo no diría tanto. Los matices, eso que hace que Carmena no sea lo mismo que Pablo Iglesias ni Adriana Lastra lo mismo que Ángel Gabilondo, son los poros de la política, las aberturas por las que la convivencia respira y se renueva. Pero en política, como en la vida, hay de todo. Hay bacterias anaeróbicas que sólo viven donde no haya oxígeno. Y no faltan políticos, simples como bacterias, que viven mejor donde el aire es irrespirable, sin poros ni matices. Son de blanco y negro, no sólo porque no entienden matices, sino porque sus ideas vienen de cuando no había televisión en color. Quién iba a decir que sería Ada Colau la que pidiera templanza y moderación. Los políticos y prensa anaeróbicos claman contra ambigüedades y tibiezas y llaman ambigüedad a todo lo que no sea un bramido. A eso se aplicó Rivera en el Parlamento. Como un muñeco manejado por ventrílocuos, movió los labios pidiendo un rugido en apoyo del Gobierno, que la política sobre el problema catalán se redujera a una prolongada onomatopeya. El frente de batalla de Rivera no es la corrupción, como es evidente, sino la versión más reducida del sistema. Los que ponen voz a los labios de Rivera quieren que las fuerzas que puedan entrar en un gobierno se diferencien lo menos posible y que sea antisistema todo lo demás. Es lo que quiere la derecha política y aledaños y también la parte vieja del PSOE, no la parte vieja por histórica, sino la vieja por antañona.
Rivera entonó el mantra eterno del PP: todos con el Gobierno, no es momento de diferencias. El PP crispa la crisis económica, agita el terrorismo yihadista o inventa el de una ETA inexistente, desquicia los problemas territoriales de España o delira causas venezolanas que amenazan a nuestro país. España siempre está al límite, son siempre momentos graves de blanco y negro. Y la unidad siempre consiste en olvidar Gürtel y martillazos sobre ordenadores requeridos por el juez, en dejar a un lado decenas de miles de millones retirados de nuestros bolsillos para rescatar bancos de desmanes impunes, en dejar para otro momento leyes mordaza o recortes sanitarios y educativos. El PP pretende que en momentos críticos, y este lo es, se orillen las diferencias. Pero la unidad que busca es que los demás cedan y callen. Cuando se busca unidad, hay que proponer y escuchar. No se puede pedir unidad ante las bravatas de un independentismo descerebrado al tiempo que se sigue actuando como un grupo delincuente organizado y se mantienen líneas políticas extremistas. El PP siempre agitó resentemiento hacia Cataluña porque es el tipo de barullo con el que camuflan intenciones y tropelías y con el que meten a una izquierda desnortada en berenjenales conceptuales de naciones y estados con el que no son capaces de recitar qué naciones hay en España de un tirón sin tartamudear. Esa antipatía hacia Cataluña nace de esa caspa añeja que el PP se empeña en rascar del fondo de la historia como quien rebaña el socarrat de una paella, pero también de los pésimos embajadores que tuvo Cataluña muchas veces. Baste recordar los momentos en que los empresarios de los cavas comparaban las intervenciones de Carod Rovira con el pedrisco y las heladas.
En esta crisis desatada por el desbordamiento de un independentismo sin orden ni concierto, nunca hubo iniciativa ni liderazgo nacional o moral. Ningún ateo puede ser tan cretino de no admitir cuándo hay un conflicto religioso sólo porque él sea ateo. Y ninguno de los que no tenemos un ideario poblado de naciones o pueblos debe caer en la cortedad de no entender cuándo hay un problema de identidad nacional, como el de Cataluña y el País Vasco. Es de sentido común que se requiere una propuesta política que modifique la relación de Cataluña con el Estado. Las actuaciones judiciales y policiales de esta semana son preocupantes. No se trata de su legalidad o ilegalidad. El simbolismo demoledor de la Guardia Civil requisando papeletas, propaganda y urnas o entrando en la Generalitat no puede ser TODA la respuesta que España tenga para Cataluña. Ni siquiera los más convencidos de la necesidad de la actuación policial pueden negar en serio que la intervención del Estado tiene que hacerse en nombre y defensa de algo, de alguna propuesta que pretenda llegar a algún entendimiento. Nadie puede creer que la situación actual es estable y que es la solución única que se puede ofrecer a Cataluña.
Fue afortunado que el PSOE no acudiera al cierre en blanco y negro que Rivera pedía por boca de ganso. El PSOE seguirá corriendo el riesgo de disolverse en el partido conservador como otros partidos socialdemócratas, si sigue aceptando la ortodoxia que marca el partido conservador. El PSOE no debe apoyar al PP en la cuestión catalana, simplemente porque no es verdad que estén de acuerdo en lo fundamental. Lo fundamental no es la unidad del Estado. Eso es una obviedad. Salvo los independentistas, todos quieren la unidad del Estado y el PSOE no necesita ningún certificado del PP que lo acredite. El PSOE nunca aceptó que el problema catalán fuera sólo legal. Sostuvo que se requiere política e incluso cambios constitucionales. El PSOE nunca participó de la demagogia anticatalana que siempre agitó el PP precisamente contra él. Tampoco es imaginable que el PSOE conceda liderazgo moral al PP. A todos nos rechinan los oídos oyendo estos días oyendo al señor Catalá hablando de democracia y entendimiento, precisamente él, que puso las oficinas del Ministerio de Justicia al servicio de bandas corruptas; o al señor Hernando pidiendo a Ana Pastor que no tolere insultos en la Cámara, él, que insultaba a quienes querían enterrar a sus muertos, en nombre del partido que llamaba pederastas y terroristas a Podemos. ¿En qué es en lo que está de acuerdo el PSOE con el PP, que no sea lo obvio? Es el PP el que tiene que cambiar de forma y hasta de ministros para acercarse al PSOE. Ada Cola está diciendo tres cosas: que no quiere la independencia de Cataluña; que quiere un referéndum pactado y con garantías; y que en la cuestión del referéndum ya se están mezclando cuestiones de derechos y libertades. El PSOE no tiene por qué estar de acuerdo con estos tres puntos, pero el discurso que hilan se parece más al suyo que el del PP. El PSOE no quiere que lo vean con Podemos o Colau y se arrima al PP como si necesitara esa compañía para acreditar sentido de estado y responsabilidad. Ya lo hizo con leyes de seguridad o inútiles pactos antiterroristas. Siempre cerró filas con el PP sin que el PP concediera lo mínimo, ni siquiera dejar de delinquir o proteger a los delincuentes. Hasta le regaló la Presidencia a Rajoy.

El PSOE debe entender que, si él cierra filas con el PP, quedan naturalizados en el sistema la corrupción y la radicalidad ideológica. Si él se niega a esa lógica del blanco y negro, hace patente a la población que la corrupción y extremismo del PP son el problema para los grandes acuerdos de Estado. No debemos olvidar que no es el independentismo el primer gran desafío y la primera gran quiebra del consenso social en el que nos habíamos instalado. No olvidemos las decenas de miles de millones de euros enterrados en la banca, las privaciones de derechos, las enseñanzas universitarias cada vez más lejanas, la atención sanitaria cada vez más amenazada o los dependientes cada vez más abandonados. Hay más quiebra del sistema en el PP que en Podemos. Todas las quiebras del sistema por la derecha se expresan como reformas que hay que meditar. Sin embargo, no la quiebra, sino el mero mantenimiento del sistema por la parte izquierda, la de la igualdad, protección y servicios públicos, se señala como populismo antisistema. Por su posición, el PSOE marca la forma y límites del sistema. Su desorientación lo desorienta todo. Y mucha gente buscará en otros partidos los matices que no vea en el PSOE. Algunos necesitamos aire para respirar.

lunes, 11 de septiembre de 2017

Cataluña en la sociedad ciberpunk

—¡Que se encasille! —tal es el grito del bárbaro—. Y ellos, los bárbaros, que aparecen encasillados y formando bandas, hordas o montoneras, no tienen, en realidad, verdadera disciplina, pues no lo es la del rebaño. (M. de Unamuno, Inquietudes y meditaciones).
A estas alturas ya no hay nada matizado que decir de Cataluña que no nos convierta en el tonto útil de alguna posición necia. Hubo un tiempo en que podía uno decir que un referéndum no era una buena manera de zanjar las diferencias políticas y que sólo debe llegarse a eso por un fracaso de entendimiento reconocido. El referéndum es democrático, desde luego, pero es una manera democrática de dejarnos por imposibles los unos a los otros, salvo que sea para convalidar alguna decisión trascendente de los representantes. Pero ahora las pejigueras a la calidad democrática de un referéndum convierten a uno en el tonto útil de los autoritarios que leen el artículo 155 soñando con tanques o de quienes predican la unidad patria con recuerdos babosos de sus paseos por Barcelona, lisonjas condescendientes a Cataluña o lecciones insustanciales de una historia mal digerida.
También hubo un tiempo en que se podía decir que Cataluña ya no tiene más salida democrática y pacífica que un referéndum de independencia. Ciertamente el referéndum tiene mucho de fracaso. En vez de un marco respirable para todos, se alcanza el punto en que sólo se puede decidir qué mitad de la población se queda con Cataluña. Pero cuando el fracaso de la convivencia es un hecho, lo peor que se puede hacer es dejar el problema en carne viva. Es difícil imaginar una salida estable y pacífica para Cataluña que no incluya algún referéndum en algún momento. Pero de nuevo, a estas alturas ya no hay forma matizada ni reflexiva de aceptar un referéndum sin ser el tonto útil del desvarío que padecimos esta semana. Es difícil creer que alguien en su sano juicio piense que un referéndum en el estado de cosas actual tenga algo que ver con la democracia, que piense que el dichoso 1-O será un día de convivencia en que se irá a votar libremente, sin presiones y con garantías, con la curiosa regla de que una mayoría de votos de entre una minoría de votantes sería expresión popular soberana de independencia. Como digo, ya no hay manera saludable de defender un referéndum que no nos haga el tonto útil del extravío y la estupidez. El PP mantuvo desde el principio un argumento singularmente necio: es ilegal cualquier camino que incluya la posibilidad de que Cataluña se independice. Esto es tan cierto como que no había forma legal de derogar la Ley de Principios del Movimiento Nacional. Reducir la cuestión catalana a una cuestión de respeto a la ley es una memez, pero ya ni siquiera podemos decir esto sin ser el tonto útil del esperpento parlamentario vivido estos días. Una cosa es que el problema catalán no sea un problema legal sino político y otra distinta que desaparezca cualquier principio de legalidad reconocible. ¿En qué cabeza cabe que puede el parlamento catalán aprobar una ley con mayor rango que la Constitución? ¿Cómo pueden creer que la futura república puede dar la doble nacionalidad, catalana y española, a sus ciudadanos, deliran acaso que un estado es soberano para determinar quiénes tienen la nacionalidad de otro estado? ¿Creen que el gobierno español podría dar la nacionalidad española y americana a sus habitantes? ¿De verdad fantasean con que el Barça podrá elegir la liga en la que juegue, piensan que la continuidad del Barça en la Liga española es una decisión del gobierno catalán o del club?
No quiero imaginar una España sin Cataluña. Pero me consolaría la sensación de que el independentismo tiene detrás un plan inteligente. En lugar de eso, el procés cada vez se parece más a un rabo de lagartija agitándose en espasmos reflejos. Es la hora de los bárbaros de Unamuno, de encasillarse. Las posiciones unionistas y templadas de Ada Colau o Pablo Iglesias ahora ya son señaladas como ambiguas y cómplices. Según nos acercamos al 1-O cogen decibelios las bobadas y el bramido. Pedro Sánchez ve a ojo unas tres naciones en España. Adriana Lastra ya había visto un Reino y un Principado como ejemplo de armonía de gobiernos. Susana Díaz, que no pierde ocasión de esparcir mediocridad y alaridos, mezclando churras con merinas, ya soltó la paletada de que nadie es más que Andalucía.
La izquierda siempre se perdió en este marasmo territorial por intentar teorizar sin teoría posible. Los independentistas tienen un concepto sencillo: Cataluña es una nación; los demás yo qué sé. El PP también: no hay más nación que España. La izquierda se empeña en teorizar sobre nación de naciones y otros monstruos conceptuales. A Iglesias, Sánchez y demás se les desmonta su propuesta con una pregunta sencilla: cuántas naciones hay en España. Sólo hay que dejarlos que se expliquen y se ahogan solos. Y todo por empeñarse en fingir que no es obvio lo que es obvio: en España hay problema territorial en el País Vasco y Cataluña. Punto. Hay un problema «nacional» donde la mayoría o mucha población quiere ser independiente. Se puede estar en desacuerdo, pero no ignorar el problema, ni creer que es un problema reciente o pasajero. Cualquier modelo territorial tiene que prever una manera diferenciada de relación con el Estado en los casos catalán y vasco. Ni en Galicia ni en Andalucía pasa nada singular con la cuestión de la identidad nacional y la organización del Estado. Fin de la teoría. No es tan difícil el punto de partida. El PSOE tiene una carga añadida. La derecha siempre quiere un elemento de urgencia nacional que haga antipatrióticos o antisistema los debates. Y el PSOE muerde ese anzuelo sin miramientos. El PSOE no tiene por qué hacer piña con quien llenó España de mesas para recoger firmas contra Cataluña y contra Zapatero y no se retractó nunca. El PSOE no tendría por qué empacharse de sentido de Estado, si el Estado se lo marca el partido que fue descrito en un auto judicial como agrupación criminal.

Igual que no conviene mezclar temas para inventar legitimidades, tampoco conviene aislarlos y tratarlos sin contexto uno a uno. Está claro que la forma en que se está imponiendo el procés es antidemocrática e incluye la quiebra de principios elementales de convivencia. Pero esto es un suma y sigue. Esta sensación de desagregación, de pérdida de certezas de civilización y reblandecimiento de pilares, esta especie de indignación descabezada que sólo mira para el suelo, no empezó con las juergas de Puigdemont y su banda. Las películas y novelas ciberpunk, tipo Blade Runner o Neuromante, hacen una interesante proyección futurista de la organización social. En ellas las estructuras estatales están desvaídas, la policía es casi una banda más, la población está segregada entre una clase baja de infinitos matices en una existencia caótica y una clase altísima en un mundo ajeno y protegido y las grandes empresas de un tamaño y poder descomunal son las únicas organizaciones reconocibles. Es una caricatura de la sociedad que quieren que interioricemos. Nos están diciendo que no son sostenibles los servicios públicos, que los estados son una traba para la economía y el comercio a lo grande, que la protección social tiene que ser de supervivencia. Nadie podía imaginar que se podían deteriorar de manera tan rápida los salarios, que se podían perder tantos derechos tan rápido, que la clase media quedara confinada a dinosaurios mayores de 55 años que siguen cobrando sueldos de otros tiempos y que las oligarquías dejaran de tener obligaciones de manera tan explícita y declarada. Cuando no hay liderazgos morales, cuando los consensos de convivencia se subvierten de manera tan brutal como se hizo estos años, el atropello de cualquier cosa encuentra terreno fértil. El Gobierno de Cataluña sólo está sumando deterioro al deterioro en una sociedad que se degrada por barrios. Y este nos va a costar caro. Las dos partes tienen la calculadora previendo costes y beneficios de enfrentamientos físicos. Todo indica que de aquí al 1-0 es tiempo de barbarie. Y que después puede empeorar.