sábado, 26 de agosto de 2017

El pacto antiterrorista y otras cosas inconvenientes

Las afinidades son provechosas si no se llevan más allá de sus límites. La afirmación es tautológica, porque lo único que puede haber fuera de los límites de la afinidad es la disensión. Por eso, cuando se quiere llevar más allá de su límite, en vez de afianzarse la afinidad y agrandarse la complicidad, nos damos de bruces con el desencuentro y hasta con el conflicto. Como casi todo el mundo, tengo amigos muy queridos. Pero no me planto en casa de ninguno de ellos todos los días a comer obligándole a una sobredosis de mi compañía. Cuando se fuerza la afinidad, no la acentuamos sino que nos salimos de ella. No creo que nadie se alegrase de la muerte de Rita Barberá. Todas sus andanzas delincuentes quedan pequeñas ante la severidad de la muerte. Seguramente todos los políticos compartían el piadoso descanse en paz con que acompañamos la gravedad de un momento así. Y hasta ahí llega la unidad y la afinidad. Pretender un pequeño homenaje a Rita Barberá en el Parlamento fue forzar esa afinidad. Lo de menos es que Unidos Podemos se ausentara en el minuto de silencio que se le dedicó. Podían haberse aguantado, como cualquier amigo mío podría aguantarse con la pertinacia de mis visitas diarias para comer. Pero estamos ya en la desavenencia, no en la unidad.
En España hay nostalgia de unidad y pactos de estado. Cuesta entender que hay más armonía en acuerdos limitados a lo que realmente se comparte que en pactos nacionales donde no hay unidad de criterio y acción. En algunos casos ese acuerdo reducido es un mal menor. Y en otros sencillamente no es ni siquiera un mal. En el caso del terrorismo hay dos evidencias meridianas: que hay un espacio muy relevante que todos comparten y que no hay unidad suficiente como para que haya un pacto de Estado en el que todos se reconozcan. De esto último se desprende que un pacto de Estado contra el terrorismo tiene más posibilidades de crispar las diferencias que de profundizar en lo compartido, como siempre que se fuerzan las afinidades.
Lo que se comparte en el caso del terrorismo es lo obvio y lo necesario. Ningún partido quiere bombas, disparos ni crímenes absurdos. Todos harán lo que se requiera para evitar este tipo de violencia. Y ningún partido relevante quiere negociar, ceder o condicionar decisiones políticas por las exigencias de grupos armados. Esto es lo fundamental y lo que garantiza que podamos esperar que la gestión de cada gobierno continúe la actividad del gobierno anterior sin quiebras. No es necesario un pacto de Estado para esto, como no lo es para que cada gobierno continúe cada carretera del anterior y no se dedique a dinamitar las autopistas que se hicieron antes. Pero no hay unidad de criterio en otros aspectos.
No puede haber un pacto de Estado si uno de los firmantes está dispuesto a utilizar el impacto emocional de la actividad terrorista contra los otros firmantes. El impacto de una tragedia terrorista es uno de los momentos en que el PP nos recuerda su condición de centauro, con cabeza humana y democrática, pero con el cuerpo del caballo de la leyenda del general Pavía entrando en las Cortes y el olor a choto del franquismo mal lavado que lleva encima. En la época de Aznar se llegó a límites mostrencos. Cada día se acusaba con desparpajo a Zapatero de complicidad con ETA y se gritaba en todos los foros que el PSOE humillaba e insultaba a las víctimas. Se dijo que la matanza del 11M había sido urdida por la policía, ETA y mandos socialistas para echar al PP del poder. Estaban dispuestos a dejar en libertad a los asesinos islamistas con tal de sacar adelante aquella patraña enloquecida. En momentos que deberían simbolizar cierta unidad nacional, como fueron los actos del décimo aniversario del atentado y los que rodearon la coronación de Felipe VI, se llamó a Rouco Varela para que oficiase sus homilías. Aparte de la inadecuación de encapsular en formato religioso momentos de Estado como estos, la bocaza de aquel arzobispo extremista volvió a extender aquella halitosis que Aznar había esparcido con el 11 M. Ningún pacto antiterrorista debía firmarse que no incluyera la condena explícita de todo esto y el compromiso inquebrantable de no acercarse a estas bajezas.
Pasó el tiempo. El 12 de marzo de 2004 Rajoy se declaró moralmente convencido de que ETA había cometido el 11 M, con la implicación de que debería dejarse en libertad a los asesinos. Pero, como digo, pasó el tiempo. En 2015 Rajoy echó pelillos a la mar y sacó adelante el pacto antiyihadista que está en vigor. El PP ni rectificó ni renunció a aquellas prácticas. Es cierto que con lo de Barcelona no se llegó a los límites enloquecidos de Aznar. Pero el ministro Zoido, algunos dirigentes del PP, algunos púlpitos y cadenas vinculadas a los púlpitos y la prensa relacionada con el PP, con algún exabrupto pero sobre todo con lluvia fina pertinaz, ya va sembrando la culpabilidad de los independentistas, de los Mossos y de Ada Colau. Zoido no quiere acciones humanitarias porque crean efecto llamada y con la misma simpleza quiere llenar España de maceteros que hagan de espantapájaros de terroristas. Se sigue utilizando el terrorismo para ajustar las cuentas en los debates políticos. Hasta para la Gürtel le sirve al señor Maíllo la tragedia de Barcelona. Los atentados apretaron al PP y está saliendo por sus poros esa xenofobia y ese radicalismo católico que lleva en sus tripas bajas. Y aún es agosto. Pronto desembarcarán sus señorías y oiremos más.
Como digo, no hace falta ningún pacto para garantizar lo fundamental, que es que se haga lo posible para contener el terrorismo. Y se está haciendo con éxito. La mortalidad que consigue el terrorismo es muy baja, a pesar del impacto emocional. Pero nadie debería firmar un pacto antiterrorista, mientras un partido vea en cada muerto, además de una tragedia, una oportunidad política. De hecho, el pacto antiyihadista, no la lucha antiterrorista sino el pacto en sí, sólo está sirviendo para encarcelar a titiriteros e inventarse terroristas desquiciando entradas de Twitter. En la configuración de fuerzas que aún se mantiene en España, el PSOE debería ser consciente de que él marca la frontera del sistema. Por ejemplo, la Monarquía está fuera del debate político mientras el PSOE no se ponga en contra. El PSOE firma pactos antiterroristas porque cree en abstracto que se necesita unidad nacional al respecto, pero sin mirar si realmente hay unidad nacional y hasta dónde llega. El no hacer instrumento del terrorismo en otras pendencias políticas es una condición tan obvia como la de no hacer cesiones a los terroristas cuando amenazan. Si no se está de acuerdo en cosas así, y no se está, el pacto es forzar el consenso más allá de sus límites y convalida prácticas inadmisibles bajo el paraguas de un fingido consenso nacional. El oportunismo político es lo que nos toca estos días, pero la posición que España debería llevar a foros internacionales sobre la financiación del terrorismo procedente del Golfo tampoco se recoge en el pacto antiyihadista porque tampoco hay acuerdo en cómo tratar este tema. El pacto acaba reduciéndose a limitar nuestras libertades y provocar juicios y denuncias enloquecidos por delitos estúpidos. El PSOE debe poner con fuerza este tipo de condiciones aunque bloqueen un gran pacto nacional, que de todas formas no es necesario para lo fundamental. Es la manera de sacar con aspereza del consenso nacional el oportunismo insufrible con la tragedia terrorista.

Y al César lo que es del César. No me hace gracia la medalla de oro del Parlament a los Mossos, que sólo hicieron lo que tenían que hacer. Siento también el olor del oportunismo político independentista. Y además noto en los nacionalistas el tufo del arrobo patriotero ante los uniformados. Todos aceptamos de buen grado a los cuerpos armados, su función y su dignidad. Pero a algunos nos tocó entrar en clase cada día al son de marchas militares, recordamos la sobreactuación ante los uniformes y sabemos de qué está hecha esa baba.

domingo, 20 de agosto de 2017

Antes y después del acto terrorista

Estos son días adecuados para recordarnos algunas verdades. Los sistemas de seguridad están funcionando, el terrorismo está debidamente contenido y consigue un número muy pequeño de víctimas. El número de muertos en accidentes de tráfico no nos intimida y seguimos saliendo en coche y viajando. Y hacemos bien. Aunque cada muerte sea una tragedia y aunque el esfuerzo por que no muera nadie no deba conocer descanso ni horario, los números dicen en su frialdad que hacemos bien en seguir viajando. Los números de muertes por terrorismo son mucho más bajos y por eso hacemos bien también en querer nuestras libertades y seguir con nuestras vidas. Muertes tan absurdas y tan sin sentido sólo pueden producir repugnancia y, por qué no, rabia o algún pariente menor del odio. No pasa nada porque lo odioso provoque furia, momentánea y concentrada en un suceso. La rabia momentánea es menos deterioro que la indiferencia al dolor en la que León Gieco pedía a Dios no caer nunca. La mezcla de piedad y cólera es una reacción natural a una brutalidad de tal fiereza. Pero ni siquiera la compasión por el daño y el ansia de justicia deben distraernos de lo fundamental: en el sentido estratégico de la expresión, vivimos básicamente en paz, el terrorismo está contenido y provoca un daño mínimo, aunque trágico. No es momento de reacciones histéricas, cambios de leyes, recortes de libertades o mezquinas rentas políticas. El sistema está funcionando.
El superior impacto psicológico del terrorismo con respecto a cualquier otro factor de mortalidad se debe a dos factores: la maldad y el miedo. Las muertes en carretera o por golpes de calor no suceden por acciones odiosas de nadie y por eso no producen odio. La maldad del terrorismo sí añade repugnancia y ansia de justicia a la pura tragedia. El miedo está relacionado con la maldad. Las muertes de tráfico no resultan de actos planificados, son azarosos y por eso siempre parecen cosas que les pasan a los demás, no a nosotros. Un solo muerto por terrorismo, sin embargo, es suficiente para sentir que nos podrían matar, porque es efecto de un acto perverso y consciente y siempre tememos más al hombre del saco que a los elementos. Por eso es humano sentir miedo. Pero también es humano razonar, tomar los datos con las manos, pesarlos, contarlos y medirlos y quedarse con lo fundamental: el sistema está funcionando, la vida en libertad contiene eficazmente al terrorismo. Las instituciones y la convivencia deben ser las propias de tiempos de paz, porque estamos en tiempos de paz. La paz amenazada es la social, la que resulta de la injusticia y la merma de derechos, pero no esa paz que se opone al estado de guerra. Estos ataques terroristas esporádicos, por mucho que duelan, son cucharillas intentando socavar una cordillera, y cuanto menos alimentemos miedos y rabias puntuales, más débiles serán.
No perder la cabeza no es resignarse a vivir con un monstruo intolerable. Hay que batallar contra el terrorismo, como se hace con las enfermedades, los accidentes de tráfico y cualquier otra fuente de mortalidad o daño. Para contener al terrorismo tienen que funcionar los sistemas de seguridad en caliente y al día para que los daños sean pequeños. Pero también se necesitan acciones, necesariamente variadas y lentas de resultados, para que el fenómeno se extinga. Igual que las enfermedades son un mal, pero también una amenaza de plaga si no se contienen, así un terrorismo suficientemente reprimido lleva en sí una amenaza de caos si no es debidamente enfrentado. El terrorismo se combate atacando sus causas y aquí suele haber un pico emocional distorsionador. La furia que provoca un acto tan despiadado es tal que no queremos mitigar la maldad y la culpa del asesino. Cuando relacionamos su conducta con causas, rápidamente parece que atenuamos su culpa y pasamos el peso a la maldad del sistema. Evidentemente no es así. La culpa de un robo la tiene el ladrón, pero eso no impide entender que cuanta más pobreza haya en un espacio, más delincuencia habrá en él.
En el terrorismo siempre hay tres pilares: financiación, frustración colectiva e ideología radical, política o religiosa. El sentido común dicta que hay que actuar en los tres frentes para ir consiguiendo resultados con el tiempo. Un grupo terrorista como el Estado Islámico no llega más allá de lo que le permita su financiación. Y la financiación apunta al Golfo, es decir, a una zona especialmente opaca y difícil de entender para nosotros, sobre la que además la información tiende a ser sesgada y regulada por intereses también complejos. Hace unos meses estalló un conflicto diplomático entre Qatar y los demás países del Golfo por el supuesto apoyo de este país a fuerzas responsables de este terrorismo. En ese conflicto laten otros problemas que no tienen que ver con esto, sino con el equilibrio de fuerzas de la zona y el impacto estratégico del gas líquido que comercializa Qatar. Lo cierto es que este país y Arabia figuran en muchos análisis como espacios en que se alimenta lo que acaban siendo ataques ciegos en otros sitios y la opinión pública no percibe qué hace la diplomacia de su país al respecto. Como mínimo, hay oscuridad.
La frustración colectiva y la ideología se dan la mano. Se necesita una ideología para que la conducta de los activistas sea ordenada, jerárquica y orientada a un fin superior que les haga sentir legítimos los actos violentos. Pero esas ideologías enloquecidas no prenden más que en colectividades desesperanzadas, en el caso más normal por condiciones objetivas de pobreza. Las ideologías perversas deben ser atajadas pedagógica y dialécticamente cuando aparecen en púlpitos de toda ralea o en la mismísima presidencia de los EEUU. Y el sentido común sugiere que la frustración colectiva debe atajarse fuera de nuestro espacio y también dentro de él, porque no hay que ignorar que, al menos en Londres, los ataques son ejecutados por población ya asentada por varias generaciones. Si no hay actuaciones a gran escala sobre las condiciones de vida sobre todo de África, aunque no sólo, ni la inmigración masiva ni los brotes de violencia organizada se podrán contener. Pero también, y esto nos queda más cerca y deberíamos sentirlo como más abarcable, hay que actuar sobre las situaciones que se dan dentro de nuestros países. Cada vez hay más mezcla étnica, cultural y religiosa en nuestras sociedades. La segregación social fue injusta siempre. Ni cuando en EEUU, hasta el último cuarto del siglo pasado, practicaba aquel principio racial de «iguales pero separados», ni cuando se separa, con un principio parecido, a niños y niñas en centros de estudio diferentes se está haciendo algo justo. Nunca se separan grupos humanos con intención sincera de llevarlos al mismo sitio. Pero ahora la segregación es algo más que injusta. Es además peligrosa. Separar a grupos humanos en sistemas de convivencia separados es dejar fuera del sistema a los grupos que no sean el dominante. Eso ocurrió siempre, pero ahora esos grupos quedan expuestos a liderazgos políticos o religiosos espurios y potencialmente peligrosos. La integración debe ser una prioridad de Estado que debería ser debidamente atendida desde el sistema educativo, la principal herramienta para evitar la segregación. El terrorismo es sólo un límite mostrenco de los males de una sociedad sin la debida integración de los grupos que la componen.

En realidad no hay nada nuevo que decir en fechas como estas. Con el terrorismo cada uno debe hacer su parte. A los individuos de a pie nos toca sobreponernos al miedo, al odio sin control y a la ansiedad. Nos toca sin más interiorizar la realidad de que los anticuerpos del sistema funcionan y que el daño es muy limitado. Y nos toca exigir a nuestros dirigentes claridad y ética en lo que toca a la financiación del fenómeno, justicia interior y justicia exterior. Como digo, nada nuevo. Es lo de siempre.

sábado, 12 de agosto de 2017

Venezuela y nosotros, cuncta Hispania et omnes Hispani

Se dice que una mentira muchas veces repetida acababa pareciendo verdad. Y tan cierto es esto como su inversa. Una verdad demasiadas veces repetidas acaba pareciendo una medio verdad que oculta algo. Lo de Venezuela nos recuerda además que si algo necesita cualquier conocimiento es saber dónde poner aquellas cajas negras de Skinner, es decir, saber cuándo el análisis enreda y cuándo desenreda. Si pensamos en la presencia de Venezuela en la actualidad española, posiblemente lo mejor sea no enredar. A simple vista el tratamiento informativo de Venezuela es raro. Cada periódico dirá que es verdadero lo que publica y ahí no vamos a entrar. Pero es una verdad demasiadas veces repetida. No hay día que Maduro no sea lo más importante de la actualidad española. Y eso es raro. Llevamos un par de años oyendo las mismas verdades sobre Venezuela a diario. Verdades tan desmesuradamente repetidas a simple vista parecen verdades a medias, propaganda insincera. Decir que algo es propaganda no es negar su veracidad, sino la franqueza de sus propósitos. Cuando Reagan pregonaba la falta de libertad de los sistemas del Este decía algo verdadero, pero era propaganda.
A simple vista es rara, no sólo la frecuencia, sino también la fijación con Venezuela. Ninguna de las verdades que se están diciendo sobre Venezuela son exclusivas de este país, ni son más graves en él que en otros. La tortura, la violencia paramilitar, la corrupción institucional y la pobreza creciente es mucho más evidente en Guatemala que en Venezuela, por ejemplo (y sólo por ejemplo; en Latinoamérica hay donde elegir). La violencia sobre las mujeres allí tiene cifras de cacería. Lo raro no es que se publique que la ONU acuse a Venezuela de torturas. Lo raro es que la tortura de Venezuela sea cuatro días seguidos la principal noticia de España; y además sólo la de Venezuela, cuando la lista de países acusados por la ONU es larga y a veces bien cercana.
Otra rareza de la información es la certeza abrumadora que derrocha la prensa. En el llamado «Caracazo» del año 89 la represión ordenada por Carlos Andrés Pérez contra los manifestantes mató a cientos de venezolanos. Había empezado un período en que irían perdiendo derechos y salario en proporciones que aquí no podemos imaginar, mientras la corrupción se desataba sin límites. Las oligarquías venezolanas se enriquecían y controlaban de tal manera los recursos del país que la democracia era un cascarón vacío. Cualquiera de nosotros debería comprender contra qué se levantó Chávez. Y cualquiera de nosotros debería percibir los ramalazos autocráticos, caudillistas y, sí, populistas, que mostró desde el principio («está lloviendo pueblo»). A la vez, cualquiera debería ver que una parte de la crispación de Venezuela es la hostilidad de las oligarquías que pelean por sus ganancias y que, en medio de la tensión, se acentuaba ese caudillismo chavista, todo ello con un armazón formal democrático que en Venezuela se conserva más que en otros países de la zona. A nadie se le oculta el vínculo de la oposición con aquellas oligarquías. Y España se llena de lumbreras con las ideas clarísimas y contundentes sobre semejante enjambre. Qué rara tanta certeza.
La presencia rara y oscura, puramente propagandística, de Venezuela en la actualidad informativa de España viene de una tormenta perfecta con al menos tres frentes. En primer lugar, despliegan gran actividad personajes influyentes que tienen intereses allí, o median por ellos, principalmente Felipe González y el tentáculo correspondiente de PRISA. La complicidad del ex-presidente con Carlos Andrés Pérez era estrechísima. Quiso ejercer de abogado de Leopoldo López por la democracia, decía, pero los menos despistados quizá recuerden que se opuso a la extradición de Pinochet porque hacía 150 años que España no administraba justicia en las colonias. González, y no Pablo Iglesias, es quien tendría que explicar sus negocios y relaciones venezolanas. No es, desde luego, el único interesado, pero sí el más influyente. En segundo lugar, había un cierto vínculo entre la cúpula de Podemos y el chavismo. El desembarco de Podemos fue una conmoción que provocó un estallido histérico de propaganda adversa. El propio PSOE se apuntó a ese frente, igualando su discurso con el del PP y siguiendo la pauta que marcó González relacionando al nuevo partido con la revolución bolivariana. Lo cierto es que tal vínculo se exageró hasta la estupidez. Poco pintaron los entonces veinteañeros fundadores de Podemos en la escalada y maneras de Chávez. Fue mucho más intenso, más personal y más político el lazo de Felipe González con Fidel Castro. Y hacen como que no oyen que Iglesias está suscribiendo las actuaciones de Zapatero y pidiendo que Maduro dialogue con la oposición. Y el tercer elemento de la tormenta perfecta tiene que ver con los métodos de la derecha española. La democracia contiene inherentemente la discusión de distintas posibilidades entre las que el electorado acaba eligiendo. Pero toda democracia tiene un límite en lo que está dispuesta a discutir o a aceptar. El PP siempre quiso tener alguno de esos límites, un elemento de urgencia y excepción, en la política cotidiana para conseguir dos objetivos: que cualquier alternativa sea antiespañola y que haya siempre un elemento de distracción sobre lo que ellos hacen. El terrorismo les sirvió durante mucho tiempo. Recordemos la zafiedad con que acusaban a Zapatero de complicidad con ETA. La propaganda convierte a Venezuela en ese elemento a partir del cual no se puede discutir ni elegir. Ahí está el señor Tirado, diciendo la bobada de que el pacto del PSOE con Podemos convierte a Castilla – La Mancha en sucursal de Venezuela; como cuando decían que Zapatero iba a entregar Navarra a los terroristas. El tufo autoritario de estas prácticas es más denso que el que despedía Chávez desde el principio. Y más en un partido que ni condena la dictadura franquista, ni deja de homenajear su recuerdo, ni manifiesta una mínima humanidad hacia las víctimas de aquel horror.

Intereses empresariales, ataque a Podemos y táctica autoritaria y de distracción de la derecha, esa es la tormenta perfecta que convierte a Venezuela en pura propaganda. Ya es doloroso de qué se nos quiere distraer en España: paro, salarios de pobreza, merma de derechos, corrupción y corrosión de las instituciones. Pero más doloroso es pensar en el sufrimiento real de Venezuela y la manera irrespetuosa e insensible con que nuestros politicastros se frotan las manos para sacar provecho propagandístico de ese sufrimiento. Las delirantes excursiones electorales a Venezuela, aparte de su bajísimo nivel político, mostraron también la baja talla moral de quienes mostraron tal falta de respeto a un país en dificultades. España es el nombre de todos los españoles tomados como un todo, pero también de los españoles tomados como una clase distributiva referida a cada uno de nosotros (lo que en latín se distinguía con cunctus y omnis). Como totalidad y país, es triste que España sea uno de los agentes que empuja a Venezuela a una guerra civil. Como clase distributiva, cada español debería conmoverse ante este drama y repudiar la grosería con que se convierte en propaganda de tan baja ralea una situación tan incendiaria. Como país deberíamos ser mejor de lo que estamos siendo. Como individuos, sólo deberíamos exigirnos humanidad y compostura.