domingo, 28 de mayo de 2017

Censura a la cúpula de Ferraz. Asturias espera

Galeano cuenta la historia de unos niños que observaban a un escultor ante un bloque grande de piedra. Tiempo después ven al mismo escultor terminando el cincelado de un gran caballo. Uno de los niños le pregunta asombrado: «¿Cómo supo que dentro de aquella piedra había un caballo?» A primeros de 2015 Pedro Sánchez estaba mareado. Las encuestas ponían a Podemos en cabeza y su empuje hacía al PSOE poco más que un colorante del PP. El CIS decía que se percibía a Podemos como extrema izquierda, al PP como extrema derecha y al PSOE como centro. Sánchez empezó a derrochar sensatez y nada más sensato y centrista que pactar. Durante unas semanas quiso pactarlo todo. Algunas de las leyes de seguridad que recortaron las libertades en España fueron acordadas con Pedro Sánchez para evitar el terrorismo y desmadres públicos, como aquellos rodeos al Congreso y aquellos escraches. Y hasta hizo fintas tan notables como firmar la ley que incluía la cadena perpetua con el compromiso de derogarla cuando él gobernase. Dos años después vuelve hecho un cabal hombre de izquierdas. Como el niño de Galeano, apetece preguntar a Felipe González, Susana Díaz, Cebrián y el clan Gestora: ¿Cómo supieron que dentro de aquel personaje había un líder? Porque ellos esculpieron al actual Pedro Sánchez. Y, para que no sean todo flores, cabe también la pregunta inversa: ¿Qué diablos les hizo pensar que dentro de Susana Díaz había una líder?
Lo del PSOE no fueron unas primarias normales en las que una mayoría gana a una minoría y no deberían gestionarlo así. Fue una condena explícita de esa cadena de infortunios que aún cuesta creer. Cuando Sánchez podía haber formado un gobierno de izquierdas, rugieron desafinados los barones y baronesa regionales. Cebrián y González amenazaron. Los zombis del partido salieron a aullar sin dejar de estar muertos. Todo el que pintaba algo en el PSOE le puso los palos que pudo a las ruedas de Sánchez para que no fuera Presidente. Si alguien olvidó los detalles, que recuerde a Patxi López diciendo «vaya espectáculo que estamos dando». Tras las nuevas elecciones, los gritones regionales y el resto del sursuncorda se propusieron que Rajoy fuera Presidente con el mismo empeño que habían puesto en evitar que lo fuera Sánchez. Y además querían que fuera Sánchez el que se comiera el marrón de la abstención. Ante su negativa, con un movimiento coral maniobrero y zafio ejecutado sin contemplaciones ni precauciones echan a Sánchez. Se nombra una gestora títere de Susana Díaz, ponen a Rajoy en la Moncloa y dilatan la interinidad como necesitaba la sultana para que la gente olvidase su papel. El PP gobierna a sus anchas, su Congreso es un guateque despreocupado y la prensa de derechas echa flores todos los días a Javier Fernández y su gestora colaboracionista (¡pues no llamaban «conciertos» a sus discursos de tan dulces que les sonaban!). Llegaron las primarias y Susana Díaz pasó Despeñaperros para mostrarse al ancho mundo. Nunca se vio candidatura más arropada por ningún aparato ni más baba mediática. El problema fue ese: que Díaz se mostró. Sin ideas, sin análisis, sin proyecto, como quien está de paso en un trámite. Sólo gritos de tómbola y adagios sonrojantes.
La militancia emitió una censura en toda regla a todo este desvarío muñido en las atahonas del aparato por aprendices de brujo que no ven más allá de sus narices. Si hacemos una pirámide de cuatro pisos, poniendo en el superior a la cúpula del PSOE, en el siguiente a la militancia, en el penúltimo a los votantes y en el más bajo a todos los interesados en el PSOE que le atribuyen un papel importante aunque no lo voten, según vamos de arriba hacia abajo aumenta la antipatía, bien ganada, hacia Susana Díaz. Quién pensó que era la baza para recuperar a los de la planta baja.
Ahora cada cual debe hacer lo que le toca. Los activistas de la abstención deberían dimitir inmediatamente. Todos. Hasta Hernando entiende esto. Todos los barones y la baronesa deberían aceptar la gravedad de sus decisiones, la violencia de su golpe de mano y la censura explícita del partido real. Y Sánchez tiene que hacer lo suyo. Llega con cicatrices y con el aura del guerrero que no se rindió, aguantó el cautiverio y siguió en la brecha. Por eso mismo corre el peligro de creer que tenía razón en todo. Hace sólo dos años él también hizo piña con el PP y diluyó al PSOE en las políticas liberales. Cree que llega cargado de razones y no tuvo razón cuando buscó el apoyo de Podemos negándole a la vez papel como interlocutor. Pedro Sánchez se equivoca gravemente si encara su relación con Podemos poniendo su investidura fallida como una herida más de guerra, porque las vueltas y revueltas a las anteriores elecciones paralizarán cualquier diálogo útil. Ya dio pésimas señales en esta cuestión Adriana Lastra, que no tiene más virtud política conocida que la habitual en estos tiempos: estar ahí, y que sea tu camarilla la que gane.
La militancia y el aparato del PSOE tienen también que hacer lo suyo. Lo principal es asumir que no hay más partido de gobierno que el PP y que no hay gobierno alternativo imaginable que no tenga el ingrediente de un acuerdo del PSOE con Podemos. Un resultado electoral de 80 o 90 diputados no es ya un fracaso. Ese es el tamaño del PSOE. Quien lleve las riendas tiene que ser alguien que pueda tener encuentros y desencuentros con Podemos. Si Podemos es un tabú, como lo es para Susana Díaz y Felipe González, nunca gobernará nadie que no sea el PP. Sánchez habrá leído sin duda el infame editorial de El País al día siguiente de las primarias y debería leerlo la militancia. Si hasta Sánchez es comparable a Trump, Brexit y Le Pen, ya saben qué valor tiene que esa misma gente llame antisistema y bolivariano a Podemos. Ya saben qué idea tienen de la democracia si ni siquiera cabe Sánchez en el país. Y ya saben lo que seguirán tramando.

Y a todo esto Javier Fernández sigue ejerciendo de «mudu», como si no tuviera nada que decir. Y tiene mucho. Él no fue capaz de conseguir apoyos en Asturias para gobernar. Dio la orden de dejar al PP en la alcaldía de Oviedo y cogió un buen berrinche cuando Podemos regaló sus concejales al candidato socialista, supuestamente compañero suyo de partido. Fue uno de esos barones que pusieron arena en los engranajes para que Sánchez no formara un gobierno de izquierdas. Fue el presidente de la gestora, el hacedor de la abstención y posterior desleimiento parlamentario del PSOE, gestionó el proceso a las órdenes de Susana Díaz. Su amor y compaña con el PP en calidad de gestor interino, tan celebrado en la prensa conservadora, tuvo su repercusión en la política llariega. Cherines dijo explícitamente que apoyaría cualquier presupuesto suyo que tuviera concesiones en el impuesto de sucesiones. Tanta bondad sólo es posible si es indicada desde arriba. Él fue la imagen de lo que los militantes censuraron ásperamente, y en Asturias más que en la media. No se puede obviar que la sacudida de Ferraz hace cosquillas en los pies de la política asturiana. Un presidente con menos de un tercio del parlamento, con un apoyo coyuntural de la derecha basado en una complicidad nacional que se quebró y que está en aplastante minoría en la militancia asturiana debería dimitir sin demora. Sería sólo un gesto. Nuestro estatuto impide que pueda ser Presidente alguien que no sea parlamentario, por lo que no hay dónde rascar. Ni el PSOE puede mantener ya la conchabanza con la derecha, ni hay quien pueda reconducir un pacto con la izquierda, ni hay mayoría posible que no pase por el PSOE. Por eso lo de Ferraz hace cosquillas en los pies a la política asturiana. No pretendía decir que fuera algo agradable.

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