sábado, 4 de marzo de 2017

Se hacen oír desde dentro. Religión y democracia otra vez

Nadie reconoce su propia voz la primera vez que la oye grabada. Cuando hablamos, además de por el aire, nuestra voz nos llega al oído interno desde dentro, propagada a través de los huesos y ciertos tejidos de la cabeza. Nos llega con resonancias bajas que por el aire se pierden y así la oímos con más cuerpo. Nuestra voz grabada nos parece desangelada y nos decepciona. En este caso lo que nos llega de dentro mejora las cosas. Pero no siempre es así. Cuando una ciudad es destruida, lo que emerge de su interior son las ratas y la basura. Cuando se retira la carne de nuestras manos al morir, se dejan ver más la uñas, como si siguieran creciendo. Mucha gente repudió el dichoso autobús de los fachas de Hazteoír e hicieron votos por que no se considerase delito lo que es carcundia y estupidez, es decir, parte del precio que cuesta la libertad de expresión. Pero muchas de estas reflexiones llegaron con cierta inocencia, cuando creen que grupos tan mohosos y tan de churre son restos de otras épocas en sus últimos castañeteos. En realidad la voz de esos que quieren hacer oír su odio y que de buena gana no nos dejarían hacernos oír a los demás no es murmullo residual que venga de fuera. Es parte de esas resonancias internas que nos llegan desde las entretelas de nuestra sociedad. Y no siempre lo que viene de dentro es grato.
El odio es pudoroso y no quiere ser reconocido como odio. Por eso no se suele expresar denigrando directamente al grupo odiado, sino poniendo en valor y protegiendo a quienes están fuera de él, para que la agresión pase por legítima y desamparada defensa. Steve Bannon no menosprecia a los negros ni Trump odia a los mexicanos. El primero protege a los blancos y el segundo vela por los norteamericanos. Y Hazteoír sólo protege la familia católica. Dicen. Nunca entendí de qué manera la estructura familiar de mi casa, más vista que el tebeo, puede verse alterada porque alguno de mis vecinos tenga con otra persona de su sexo el mismo tipo de apaños que tengo yo con mi mujer. No defienden mi casa. Odian a mis vecinos. El partido que gobierna en España declaró de utilidad pública a esta asociación precisamente por su odio hacia grupos reconocibles de nuestros compatriotas y por la actividad que busca su segregación. A sus manifestaciones acude José María Aznar y algunos de los que gobernaron con él y siguen en libertad sin cargos. Esa misma fibra de odio impregna la actividad más visible de la Iglesia y se extiende a los colegios que el propio Estado les concierta y les paga. La del autocar no es una voz residual de otros tiempos ni que venga de «desiertos remotos» o «lejanas montañas». Puede ser estridente que esta vez llevaran el veneno a la puerta de los colegios, pero lo que oímos esta semana es un componente habitual del tono de nuestra sociedad, de ese que llega desde dentro.
Los sistemas de análisis de la opinión pública son muy sofisticados y muy eficaces. Uno de ellos es el que consiste en formar los llamados grupos de debate, donde se juntan personas elegidas por su interés estadístico con un profesional que sacará temas de discusión y moderará la conversación. Una de las formas de sacar todo el jugo de lo que realmente hay en la mente y el alma de la gente es que algunos de esos grupos sean de gente homogénea en su pensamiento. Es cuando mejor se despachan y más a fondo llegan de lo que sienten. Si alguien cree que llamar odio al autobús o a buena parte de la actividad de la Iglesia es destemplado, traten de imaginar por un momento a diez o veinte personas de las que podrían verse en manifestaciones antiabortistas o contra el matrimonio homosexual. Traten de imaginarlos a solas despachándose a gusto en la comodidad de la complicidad y la coincidencia. Es seguro que su imaginación los llevó hasta el lenguaje grueso del menosprecio y el odio.
Este autobús nos obliga a recordarnos el abecé de la libertad de expresión. Sabemos que tal derecho comporta la obligación de oír a indeseables y también sabemos que ese derecho tiene el límite al menos de proteger a los más vulnerables. No parece que se pueda decir o hacer cualquier cosa a la puerta de un colegio. Pero nos obliga también a recordarnos lo fina y resbaladiza que es la lámina en que se mueve la conducta civilizada y políticamente democrática con las religiones. Es evidente que el encaje de la emoción religiosa en la democracia es ineludible, pero delicado. La conducta inducida por la religión es en buena parte compulsiva y emotiva. Esto no es malo. Es bueno que parte de nuestra conducta sea así, que nos partamos el alma por un hijo sin que la razón intervenga o que el sentimiento nacional movilice ciertos resortes de altruismo compulsivo. Pero quien está en el trance de la compulsión o emoción nos provoca una sensación compleja sobre su persona y conducta, en parte de debilidad y en parte de trascendencia que nos induce un respeto o tolerancia especial con respecto a quienes no están en esa situación. Si alguien declina comer el filete que le ofrecemos porque contraviene su religión o porque es vegano, sentimos ese impulso de respeto que no sentiríamos si otra persona hace el mismo rechazo simplemente porque no le gusta o no le apetece. La religión o el veganismo hace que sintamos su conducta debida a razones más trascendentes que el momento y que sintamos también esa conducta como una debilidad en el sujeto, como si no tuviera libertad para hacer otra cosa y esa falta de opción lo disculpara. Por lo mismo, la intuición nos dice que la quiebra emocional que un creyente siente cuando se mancillan sus símbolos es mayor que la que sentiría un militante si se hiciera escarnio de los de su partido político. A la vez todos intuimos que ese respeto puede convertirse en una trinchera de impunidad para agredir la condición de otras personas y su conducta, como si el hecho mismo de discutir contra quien habla desde un credo compulsivo fuera por definición una de esas mancillas agresivas contra su credo. Por eso digo que la lámina de la corrección es fina.
El respeto debido a un credo religioso es del mismo paño que el respeto que debemos a la familia de alguien o a su país. Se puede sentir legítimo daño porque se escarnezca a nuestro hijo, a nuestro país o, por qué no, a nuestro credo religioso. Pero el bien de nuestros hijos no hace respetable el nepotismo, el robo y la corrupción en su favor; el bien de la patria no puede ser la razón de bombardeos preventivos, muros u otros oprobios; y el respeto a la religión, por ese punto compulsivo que lo asemeja a la emoción familiar o nacional, no puede dar dignidad natural a odios ni a actividades políticas partidarias que se quieren hacer pasar por pastorales aprovechando la vulnerabilidad de la (buena) fe de los creyentes.

Es evidente que algo pasa en las democracias, algo hay en nuestro modelo que está en retroceso. Como la carne de las manos tras la muerte, la retracción de nuestro tipo de organización social y democrática está dejando al descubierto interioridades feas y conviene no dejar de afianzar conclusiones y convencimientos al hilo de incidentes como el del autobús. Lo que más resiste de las ciudades destruidas cuando se van cayendo son las ratas y la porquería. Lo que más resistirá en nuestras sociedades si permitimos su desmoronamiento son los credos compulsivos en su versión menos amable, como las uñas de los muertos. En España el problema es algo más intenso que en otros sitios, porque tras la muerte de Franco aceptamos sin querer que la historia se hiciera perezosa y un régimen se superpusiera al anterior con indolencia, sin hacer las debidas limpiezas. Tenemos mucha basura histórica en nuestro interior lista para coger forma a poco que la convivencia se retraiga. Estamos entrando en esta crisis rara y de nuevo siglo de las democracias sin haber limpiado los restos del pasado anterior a la democracia cuyo modelo declina. Y hay que decirlo claro y hacerse oír.

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