lunes, 27 de marzo de 2017

Atentados. Nuestra seguridad y nuestra versión "Kitsch"

La sal refuerza los sabores de las cosas y su contraste. Una vez te acostumbras, comer sin ella se parece a comer con una pinza en la nariz. Nada sabe a nada. Es cuestión de umbrales. Si estiras una prenda no volverá a su forma anterior. Si tus papilas se acostumbran a la sal, dan de sí y no encontrarán sabores vivos cuando se la quites. Algo parecido pasa a veces con nuestro razonamiento y creo que es de lo que se dolía estos días Bernard-Henry Lévy. Sin nuestra ración de indignación, las neuronas encargadas de la actualidad, estiradas y deformadas de tanto procesar mediocridad y podredumbre, no dan forma al pensamiento. «¡Ah, la maliciosa excitación con la que acechamos cada nueva infamia de nuestros políticos electos y candidatos!», dice el ensayista francés. Igual que llevamos la lengua a la parte inflamada de la encía una y otra vez recreándonos en el daño, así parece que buscamos «la nueva infamia de nuestros políticos» para recrearnos en nuestra indignación. En el razonamiento, en vez de chispazos neuronales, parece que se mueven piedras puntiagudas dentro de la cabeza. En cierta ocasión un amigo me pidió que hiciera yo la cuenta de unas consumiciones. «Ya sabes que yo al pensar hago mucho ruido», decía. Y realmente algo de hormigonera tienen nuestros cerebros al echar un ojo a la actualidad.
Claro que no es culpa nuestra. Nuestra mente tuvo que procesar demasiada basura y ahora, dada de sí, necesita estridencias para funcionar con alguna claridad. Cuestión de umbrales. El problema es que la destemplanza es un estilo como cualquier otro de ver y vivir ciertos problemas, pero hay otros que reclaman sosiego y conducta de ciclo largo para no desenfocar lo fundamental. Los problemas de seguridad y, en el límite los de terrorismo, son de este tipo. La seguridad es como esos termómetros públicos que hay por las calles. Cuando uno repara en ellos, es que algo desagradable está pasando, por calor o por frío. Y cuando algo pasa con la seguridad, por calor o por frío, acuden pulsiones emocionales negativas (ira y miedo, sobre todo) que reclaman actuaciones al vuelo. Si el terrorismo nos sobrecoge y no se prohíben cosas o se bombardea algo, parece que van ganando. Esta semana tuvimos doble ración. Por un lado, en el Parlamento se discute la ley mordaza. Por otro lado, en Londres se repitió un acto de locura ya conocido de otras veces.
A la seguridad tiende a pasarle como a los símbolos nacionales y hasta el nombre de la patria. Cuando se sobreactúan no es para protegernos de algún peligro exterior, sino para ajustar cuentas en el interior. Rara vez se repite o se vocifera el nombre de España o se ondea con ostentación su bandera que no sea contra españoles. La ley mordaza se hizo al hilo de las llamativas protestas de principios de legislatura contra las medidas de Rajoy. Convirtió en delito cada forma de protesta y legalizó cada desmán policial. No buscó la seguridad de la gente, sino la comodidad y hasta la impunidad del gobierno. La ley antiyihadista no nos protege del terrorismo. La obviedad de que la vigilancia policial debe extenderse a las redes no reclamaba una nueva ley. Y la nueva ley sólo está persiguiendo tuiteros graciosos o sin gracia, titiriteros irrelevantes y chascarrillos de poca monta. Es un ajuste de cuentas interno e ideológico.
El miedo y la ira por el crimen reclaman más seguridad, porque parece que el aumento en la seguridad no cambia lo esencial del tipo de sociedad. Pero con una seguridad sobredimensionada, una sociedad se parece a la que fue tanto como los girasoles de Van Gogh a cuadros de floripondios insustanciales, un drama de Shakespeare a un culebrón de sobremesa o la música barroca a la música de ambiente en el baño de un restaurante. El exceso de seguridad siempre borra los grises entre el poder y la ciudadanía de a pie, diluyendo esos espacios de participación, iniciativa o protesta con los que intervienen en los asuntos públicos quienes no están en el poder y aplazando cualquier disconformidad por la urgencia de algún riesgo inminente. La seguridad hipertrofiada reclama conductas individuales y colectivas previsibles y fácilmente identificables, estructuras que sean repetición de cosas claras y ordenadas, familias de hombre y mujer con dos hijos, sin mezcolanzas raras, gente de aspecto familiar que no inquiete. Por eso decía que una sociedad presa de una seguridad desmedida se parece tanto a la que fue como el arte auténtico a sus degeneraciones kitsch. Porque en eso consiste lo kitsch, en copias de mal gusto basadas en la repetición de lo más obvio, seguro y simplón de lo que se pretende reproducir. La sociedad obsesionada por la seguridad no quiere contrapesos al poder, discusiones acaloradas, disidencias ni diferencias. Son una copia kitsch de las sociedades libres, como en tiempos los domingos por la tarde eran una versión degradada del ocio. Las sociedades que sacan de quicio los riesgos e hipertrofian la seguridad incuban intolerancia, xenofobia y demás ramplonerías extremistas porque camuflan esos impulsos en una aparente precaución justificada o en un aparente amor por lo que se quiere proteger (como el cargante personaje de Mary Donovan en El puente de los espías).
Por eso los adoradores de la seguridad magnifican los peligros y reclaman una «unidad» que nunca va a acompañada de cesiones propias y siempre es una especie de examen o ajuste de cuentas hacia dentro. Esperanza Aguirre hizo groseramente evidente la nostalgia de ETA que tienen los más autoritarios, que echan de menos una palanca de ira y miedo con la que impulsar sus ajustes de cuentas (y pasar revista de españolidad y limpieza de crimen a Carmena, Pablo Iglesias, Zapatero o quien haga falta) y su sociedad kitsch de orden sin claroscuros ni sorpresas. Son de lamentar todos los análisis que buscan ver una guerra en curso en cada algarada terrorista y que identifican a grupos humanos como la avanzadilla bárbara que anuncia la caída de Roma. La historia nos enseña eso o lo contrario, según qué queramos buscar en ella. Lo malo del paso del tiempo es que la historia cada vez es más larga y tiene más cosas, con lo que cada vez cada cual puede buscar el precedente que le apetezca para justificar su análisis (siento estar pensando en Pérez Reverte, porque no creo que su intención sea alarmista y xenófoba, pero a esos afanes se suman los efectos reales).

Vivimos en un mundo con infamias y guerras. El terrorismo es apenas la salpicadura de violencia que nos alcanza de toda esa ignominia. Es una estupidez poner sordina al dolor y repulsa de atentados como el de Londres o París por la violencia, más continuada y mortal, que se padece en otras partes del mundo. A veces la misma cantidad de infamia cabe en cosas de distinto tamaño. Sabemos que los números pares son la mitad de todos los números enteros, pero sabemos también que son infinitos, porque el tamaño del conjunto mayor no quita su infinitud al conjunto menor. La crueldad extrema de guerras en África y la maldad insuperable de las hambrunas no empequeñecen ni el dolor ni la vileza de estas salpicaduras terroristas que nos llegan. Dicho esto, debe entenderse lo siguiente: una sociedad con un problema evidente de terrorismo sigue siendo básicamente una sociedad en paz. La gente de vida sedentaria que hace una hora de gimnasia al día, por la intensidad de esa hora, muchas veces pierde la perspectiva de que una vida sedentaria con una hora de ejercicio sigue siendo una vida sedentaria y tiene que moderar la comida. Así la intensidad de la perversidad terrorista muchas veces nos distrae de que una sociedad con ese problema sigue siendo una sociedad en paz. No debe entonces magnificar histéricamente el problema, sacar de quicio la seguridad y hacerse una versión kitsch de sí misma. Quiten ya esa ley mordaza que nos insulta y dejen de pasar lista de quién firma ese pacto antiyihadista que sólo persigue titiriteros. En esto no debemos pensar devorando infamias y rumiando indignación y debemos buscar siempre la versión original de una sociedad libre.

domingo, 19 de marzo de 2017

La socialdemocracia en el álgebra política

En algunas operaciones algebraicas hay un número neutro, que deja intacto al número que opere con él; y un número absorbente, que es él el que permanece siempre intacto, sea cual sea el número que opere con él. El número 1 es el neutro de la multiplicación y el 0 el absorbente, por ejemplo. Un lenguaje apropiado para algunos lances actuales. Las elecciones de Holanda subrayan dos tendencias que no deberían despacharse con simplezas: la desconfianza hacia la política europea y el hundimiento de la socialdemocracia. Las dos pulsiones se perciben en más países. Las dos son incómodas y para las dos se propone la misma simpleza: es el populismo, ese peligro confuso que crea desafección con Europa y que asfixia las propuestas ilustradas y equilibradas de la socialdemocracia. Lo mismo da Le Pen que Tsipras: si se duelen de Europa y se desesperan del partido socialdemócrata de turno son lo mismo. No hay oposición a la política europea, por la derecha o por la izquierda, que no sea manifestación de ese populismo tan proteico. Y no hay hartazgo izquierdista de la socialdemocracia que no caiga en ese batiburrillo. Como si no hubiera pensamiento civilizado que pudiera ser desacorde con la política europea y no hubiera actitud progresista sensata que oponer a la práctica de los partidos socialdemócratas. Una consecuencia no menor de la confusión es que se oscurece lo que son algunas cosas que deberían estar siempre claras: el partido holandés que alarmó a toda Europa no es populista, es un partido fascista. Eso es lo relevante y lo que en Europa debe emitir resonancias históricas nítidas. La etiqueta de populista es pura propaganda para untar la palabra de veneno y tenerla lista como arma para otras pendencias aprovechando que de puro vacía se puede aplicar a cualquier cosa. Cuando oigamos la palabra «populista» o sus derivados tenemos muchas posibilidades de estar escuchando a un tombolero.
La socialdemocracia no pasa apuros por incompetencia, sino por irrelevancia. Los tiempos del dinero se mueven a distinto ritmo que los ritmos electorales en que cabe la soberanía popular. Los procesos de globalización se mueven también ámbitos distintos de aquel en el que se viene ejerciendo esa soberanía, el estado–nación. Cada vez más decisiones se toman en ámbitos ajenos a los que la gente puede sancionar con su voto y en plazos imposibles para cualquier escrutinio democrático. Un seguimiento somero de la actualidad deja ver que cada vez hay podemos elegir menos aspectos de la forma en que nos gobiernan. O lo que es lo mismo, aquellos a quienes podemos votar tienen menos margen para hacer unas cosas u otras. La democracia se redujo y así decayeron derechos y bienestar. Los partidos conservadores se encuentran cómodos en esa sociedad más estratificada que siempre buscaron. Los partidos socialdemócratas están más desorientados. Su ideario choca con estas tendencias, pero están demasiado asentados en instituciones y en nichos oligárquicos como para incubar la rebeldía a la que debería incitar su propia ideología. El juego de complicidades y enredos de estos partidos que estuvieron muchas veces en la pomada hace que arrastren demasiada morralla consigo como para transmitir los mensajes o actitudes ideológicamente coherentes. Se mantienen cómplices dentro de este sistema más despótico y menos igualitario, con lo que se desfiguran como partidos socialdemócratas.
Eso los convierte en el elemento neutro de cualquier combinación de partidos, en España de manera especialmente acusada. Una parte del PSOE teme que el entendimiento con el PP los diluya en él y deje todo el campo a Podemos. Otra parte teme entenderse con Podemos, porque esta fuerza podría «fagocitarlos». Da la sensación de que PP con PSOE da PP; y que PSOE con Podemos da Podemos. Siempre como el 1 de la multiplicación. Por eso hay tanta injerencia interesada en estas primarias, sobre todo ahora que Susana Díaz anunció que anunciaría su candidatura (otra bobada propagandística de cucharón). Los periódicos y columnistas conservadores elevan a Díaz a la categoría de necesidad histórica. El País, activamente involucrado en las cosas internas del PSOE con tanto entusiasmo como falta de profesionalidad, babea artículos y editoriales sobre la candidata y guarda silencio sobre el soldado Sánchez. A Patxi López no hace falta silenciarlo, él mismo es inaudible. Los medios más progresistas se despachan en críticas o rechiflas contra Susana Díaz y cruzan los dedos por Pedro Sánchez. Todo depende de qué pretenda cada cual multiplicar por 1, si al PP o a Podemos.
Al PSOE le cuesta hacer oír un discurso propio que no se disuelva tan fácil en discursos ajenos por esta falta de identidad de los socialdemócratas, que tienen un sistema que proteger que ya no es el sistema que toleraba sus ideas; un pasado y unos asentamientos en pesebres del sistema de los que no pueden desprenderse; y, como contrapunto, una ideología sentida por la militancia que choca con la deriva de ese sistema. A poco que se le presione desde su propio credo socialdemócrata (por ejemplo cuando Podemos plantea que la televisión pública deje de emitir misas y no digamos si les diera por achuchar con la enseñanza concertada o la corrupción de la monarquía) el PSOE se retuerce como aquel personaje de Cortázar que intentaba ponerse un jersey que se le enredaba y tras contorsiones angustiosas y enloquecidas dejaba de controlar las partes de su cuerpo y podía ser atacado por su propia mano. Entre un sistema que se encoge y deja fuera su ideario, unas prácticas que lo ligan a las canonjías y miserias de ese sistema y un pasado que lo cubre de ruido y confusión, al PSOE y a los socialdemócratas europeos les pueden atacar sus propias ideas como le puede atacar a uno su propia mano en una confusión límite.

La reacción autoafirmativa está siendo intelectualmente pobre. Abundan artículos que quieren hacer pasar la desorientación por tolerancia y actitud de diálogo. Y se afanan en aquilatar principios indiscutibles que no son de aplicación, como el valor de la negociación y de la flexibilidad. Si alguien pide socorro desde un despacho cerrado, no se puede pasar de largo y abundar en las razones por las que hay que respetar el mobiliario y no andar rompiendo puertas. No es ese el principio de aplicación. La Comisión Europea dice que el 13% de los españoles que trabajan son pobres (imagínense los muchos que no trabajan); que el 28% de la población está al borde de la pobreza; que los trabajos son tan precarios que, con menos salario, está sin embargo bajando la productividad; que los recortes disminuyeron la protección de la población; y que, con todo, España sigue igual de vulnerable e inestable ante cualquier traspiés de los mercados. Rajoy llama a todo esto reformas y dice que no negociará su modificación. ¿De verdad el principio de aplicación al caso es esa flexibilidad? ¿No piden los hechos un «no» contundente a esta gestión? Mariano Rajoy está dispuesto a ser el elemento absorbente de cualquier combinación y mantenerse idéntico a sí mismo, sea quien sea quien hable con él. Él ganó las elecciones, dice y dicen los guardianes del régimen, y tiene derecho a ser el cero de la multiplicación, de manera que Rivera por Rajoy dé Rajoy y Rivera por PSOE por Rajoy dé Rajoy. Y quien no quiera se ganará editoriales y artículos que los situarán en la trinchera del no y un montón de argumentos de desecho sobre principios obvios que no son de aplicación. El planchazo parlamentario del decreto de la estiba demostró a tanto profeta de los males del populismo que es Rajoy es el que lleva años inflexible, asilvestrado y atrincherado; porque este revés sólo hace visible lo que lleva años sucediendo. Y PSOE y Podemos mejor retenían las palabras que José María Izquierdo dedicó a la izquierda en la SER: «votar unidos unos y otros en ciertas ocasiones no causa sarpullidos, ahogos ni alteraciones graves de la salud. Es más: permite respirar a pleno pulmón.»

sábado, 11 de marzo de 2017

El ruido y Podemos

Diré dos cosas desconectadas para luego conectarlas. La primera es que, como cualquiera, siempre intento no sentirme un tonto útil (lo que en la izquierda no es tan fácil). El tonto útil  es el que expresa con alto concepto de sí mismo sus opiniones de manera insobornable, pero no ve cuándo su voz no se oye y sólo se confunde en un griterío ajeno y hace el juego a intereses que no son los suyos. Por ejemplo, cuando apareció la asignatura de Educación para la Ciudadanía, yo arrugué la cara. Me parecía que en las materias básicas se iba con la lengua fuera porque había materias prescindibles y que esta era otro adorno más. La Iglesia desató una campaña contra esta materia en la que pretendió hacer pasar por sesgo ideológico lo que eran contenidos democráticos básicos sobre la igualdad y dignidad de todos; y pretendió que sólo ella tenía legitimidad natural para el adoctrinamiento moral en las aulas. Pura caverna. En tal contexto, hubiera callado mis reticencias sobre la asignatura, porque me hubiera sentido un tonto útil de la oscura campaña eclesiástica. Hubiera sido como aplaudir en el Nou Camp después del 6-1 con todos los culés, pero imaginando que mi aplauso en particular iba para Verratti y no para el Barça.
La segunda cosa es que siempre desconfié de las reacciones viscerales y ruidosas porque las suelo percibir como el rubor de quien se pone colorado: un índice involuntario de algo que querrían ocultar. Por ejemplo, hace un tiempo que aparecen escritos en los que se doblan las desinencias de género (los famosos –os/–as) o se ponen arrobas. No tiene nada de raro que haya escritos en los que se argumente contra esta práctica. Pero, cuando más que argumentar, desenvainan la espada de Alatriste en nombre de todos los oprimidos de la Tierra que heroicamente siguen usando el masculino genérico, tanta indignación me hace sentir que el problema del opinante no era gramatical. Si le lloran los ojos y le salen granos por leer arrobas es que le duele algo más que la gramática.
Dicho esto, ya puedo añadir que a veces me gustaría hablar mal de Podemos en esta columna y no autocensurarme. Me gustaría decir a mis anchas que está bien que una persona normal entre en una tienda y compre jamón de York. Pero si esa persona graba el lance en un vídeo y pone en off una voz diciendo de sí misma que es gente normal comprando jamón de York, todo deja de ser normal. Pero la reacción hacia Podemos tuvo siempre ese desquiciamiento que me lleva a la desconfianza y a la sospecha. La vaguedad del populismo, concepto él mismo confuso y populista, ya permitió asimilar a Podemos con Venezuela, con Trump, con Cuba, con el Brexit, con Le Pen, con Tsipras, con Corea o con Mussolini. No es que unos lo relacionen con Trump y otros con Tsipras; es que un mismo individuo puede estar convencido de todo a la vez. Esta semana Areces mezcló a Podemos con Trump y Vargas Llosa con ETA. Los oigo hablar y me vienen las palabras burlonas de Jep Gambardella: «¡Cuántas certezas, Estefanía!». Con tal desmesura, cuesta distinguir en qué punto lo que uno pueda decir de Podemos se disuelve en este griterío zafio y ajeno.
El contexto ya es de por sí ruidoso. El periodismo fue una profesión muy castigada por despidos y condiciones cada vez más precarias (enseguida pasará con la enseñanza). El deterioro en la forma de tratar y divulgar la información es evidente. Además el Algoritmo de la red social (con mayúscula en señal de respeto) hace que sólo veamos a quienes piensan como nosotros y cuando la gente pasa demasiado tiempo entre iguales, las ideas se convierten en piedras, los razonamientos en rutinas trilladas y las conductas en espasmos. Los grupos de opinión son ahora filosos y cortantes.
El comunicado de la APM sobre el acoso de Podemos a periodistas llega con el ruido que rodea a los morados. El comunicado me provoca reticencias en la menor, pero también en la mayor; y más aún el estruendo subsiguiente. En la menor, porque suenan mal las palabras acoso y amenaza sin datos. El comunicado insta a los periodistas a «que resistan» y dice que sólo una prensa «sin miedo» puede controlar al poder. ¿Por qué no va a decir Vargas Llosa que Podemos es como ETA? Con tanta vaguedad, el comunicado da pie a todo.
También tengo problemas con la mayor. Es normal y, léase esto con generosidad, bueno que haya malos modos de políticos con la prensa. Alguien de este periódico, con motivo de una cierta disputa política, me dijo que las dos partes le habían reprochado su información. «Algo debemos estar haciendo bien», añadió. Efectivamente, no es que sea bueno que haya destemplanzas y ordinariez. Pero es bueno como síntoma. Es muy saludable que el tratamiento profesional de la información y su divulgación sean una preocupación para los políticos y son esperables las groserías. Como en el caso de los árbitros o los jueces, eso va en el sueldo. ¿Son insultos, mofas tuiteras y ofensas cargantes de lo que estamos hablando? Si es así, es normal que la APM ampare contra vejaciones gratuitas y también que no demos especial importancia al roce. ¿O hablamos de bombas, como sugiere Vargas Llosa? Leyendo el comunicado podemos pensar igual en bocazas maleducados que en activistas violentos. El nombre de Podemos sale en este comunicado siete veces, en una de las cuales se aclara que es el partido encabezado por Pablo Iglesias. Cuando el PP en tromba dijo que a Rita Barberá la había matado la prensa, el comunicado de la APM sólo nombra dos veces al PP y ninguna a Rajoy, a pesar de que aquí, y no en Podemos, sí está el poder.
Todo esto tendría menos importancia si no fuera por la barahúnda informativa que vino después y que entra en esta histeria tan sospechosa sobre Podemos. La APM silenció muchos ataques y acosos a periodistas, pero no todos. Publicó un comunicado hace un año reprobando la actitud de Cebrián hacia la Sexta y Eldiario. En ese comunicado no se habla de insultos. Se habla de despidos y represalias (recuérdese la patada a Ignacio Escobar). Decía Jabois que los insultos o amenazas de groseros maleducados molestan, pero no dan miedo al periodista. Pero la amenaza de despido desde dentro sí da miedo. Las maniobras de Cebrián señaladas por la APM son de las que dan miedo y, por tanto, de las que sí amenazan la libertad de expresión e independencia informativa. Pero ni Areces, ni Vargas Llosa, ni demás predicadores vieron ahí a ETA ni a Trump, ni hubo tanto barullo. Vimos no hace tanto tiempo caer tres directores de periódico en una semana (La Vanguardia, El Mundo y El País). Vimos el giro de línea editorial en El País, tras charlar Cebrián con Soraya. Escuchamos a Esperanza Aguirre tronar contra la Sexta y exigir que les aprieten las tuercas. Pero a la democracia la ponen en peligro algunos tuiteros morados. ¡Desde las tribunas de Cebrián y desde las bancadas del PP! De nuevo, la desmesura sospechosa.

La grosería de los diputados de Podemos, si tal es el caso, merece denuncia, como todo lo que hace chirriar la convivencia, pero en sus términos. Los típicos curas de pueblo eran muy cargantes relacionando todo el rato aspectos menores de la conducta con grandes preceptos (con la Iglesia y los toros me pasó algo parecido; antes de tener moral o ideología sobre ellos, ya me aburrían). Estos plomazos de editoriales y columnas que se están despachando sobre las grandes cosas (libertad, democracia) a propósito de lo que como mucho parece mala educación son como los sermones de los curas de antes, pero con esa exageración que apenas oculta intereses espurios. Dice el tópico que los hablantes de euskera los tacos los dicen en castellano. Un castellano parlante sólo oye retahílas ininteligibles, salpicadas cada tanto por «hostias» o «joder». En la defensa de la información libre la mención a los «políticos» es como un murmullo continuo, en el que sólo chisporrotea, como bichos en una lámpara insecticida o tacos en una cháchara en euskera, el nombre de Podemos. Demasiado ruido. No me fío.