sábado, 25 de febrero de 2017

El Duque empalmado y la infanta lela (es la Monarquía, estúpidos)

No se sabe si fue el juez Castro, las magistradas que dictaron sentencia, el presunto fiscal Horras o una conjunción de los astros, pero en el caso Nóos alguien juega fatal a las siete y media. En este juego de cartas hay que aproximarse al valor de siete y media. El que pasa de esa cantidad pierde. El que se queda demasiado por debajo será rebasado por rivales que se acerquen más al valor de referencia. Es el juego de quedarse corto o pasarse. Y en el caso de la Infanta y el sedicente Duque empalmado se pasaron y se quedaron cortos. Para las personas cabales sólo había dos desenlaces satisfactorios. Hubiera sido satisfactorio que la instrucción y la sentencia nos hubieran convencido de que la pareja es inocente, sencillamente porque no es un plato de buen gusto confirmar que la Jefatura del Estado es terreno fértil para el delito. Pero la sentencia se pasó de siete y media. Eludible o no, que sean seis o doce, que haya años de cárcel para el Duque hace que expresiones tan feas como estafa, fraude, malversación o similares queden sentadas como descriptivas del cotarro monárquico; porque en nombre del Rey se estafó, se defraudó y se malversó. El otro desenlace satisfactorio hubiera sido el de una condena enérgica y ejemplar. Como digo, no es agradable que anide el delito en la Jefatura del Estado, pero es tranquilizador que la ley y el estado de derecho sean robustos y una condena tan delicada acreditaría esa robustez y la certeza de la igualdad ante la ley. Y aquí la sentencia quedó muy por debajo de siete y media. El grueso de la defensa de la Infanta fue «no sé» y «no me consta». Poco testimonio es ese para quien, por su representación, habla al juez, pero también al pueblo. «No sé» y «no me consta» no llega a ser mínimamente respetuoso con la nación y la libertad sin fianza de Urdangarín aleja el asunto mucho más de las siete y media y del sentido común. Sólo el codicioso Miquel Roca está que no se lo cree, en éxtasis y más empalmado que un duque.
«No soy consciente de tener ninguna cuenta secreta. No soy consciente de haber defraudado a Hacienda.» «No dispongo de esos documentos.» «No recuerdo en absoluto.» «No tengo ninguna noticia.» Esta fue en 1994 la defensa de Mariano Rubio, el Gobernador del Banco de España que trapicheó con cuentas opacas en Suiza para defraudar a Hacienda. A la gente le causó semejante discurso el mismo estupor que cuando dice la Infanta que no sabe nada, pero a mediados de los noventa, al menos para la gente con sangre roja, esa defensa no valía y aquel príncipe de la beautiful people acabó en Alcalá Meco. Mucho avanzó la corrupción y mucho retrocedió el derecho desde entonces. La Infanta tiene un estatus remunerado en el aparato del Estado debido sólo a su apellido, como todo en la Monarquía. Pero al menos el Rey tiene atribuidas funciones de Estado, aunque sólo sea firmar las leyes. El papel de una Infanta consiste literalmente en ser vos quien sois y en estar ahí. La defensa se basó en asegurar que la vida de la Infanta es literalmente esa, ser quien es y estar ahí, que no sabe y que no le consta nada, que es como un geranio en la Zarzuela, para quien quiera ver en ella algún valor ornamental, o una parásita sin impurezas, para quien no le conceda tal valor. Y el aparato, esa morralla de políticos, banqueros, empresarios e informadores que forman el llamado establishment, pretende que la nación asuma que un jugador de balonmano que se casa con el geranio apareció por la Zarzuela, crujió los nudillos y empezó a robar a dos manos y que todo se le ocurrió a él solito porque allí nadie hacía esas cosas. Pero la realidad es que lo que tenga de parasitario la Infanta no la hace parecer lela e inocente. Y las malversaciones del Duque parecen sólo salpicaduras de un pozo negro mucho más caudaloso.
El incidente de la Infanta que no sabía y el Duque que se empalmaba de verse servidor del pueblo porque se servía del pueblo sin límites, como aquel Big Boy de Dick Tracy, pone de manera irritante en primer plano la corrupción y la Monarquía, ambos con dimensiones ya de problema de Estado. Algunos analistas dicen que llevamos el catastrofismo en las venas, que en España funcionan bien las cosas básicas y que la corrupción, por ejemplo, no tiene dimensiones mayores que en otros países. Puede que haya algo de eso. Pero hay una regla que funciona siempre. Cuanto más rigor se nos aplique más rigor exigimos. Podemos gruñir si el árbitro pasa por algo un penalti a nuestro favor. Pero si nos acababan de pitar uno en contra, no gruñimos, nos indignamos y apretamos los puños mirando al cielo. Y la regla tiene un envés. Cuanto más rigor apliques más rigor te exigirán, por razones obvias. En España, y no en todos los países, se nos aplicaron medidas extremas y rápidas. Como al son de unas campanadas negras, se nos cayó buena parte del salario, se perdieron empleos y hasta hogares, se pusieron en cuestión los servicios públicos y una generación se quedó sin sitio. Por eso la corrupción que no cesa y la complicidad de los dos partidos principales en mantener canonjías e impunidad para los inmorales se hicieron insoportables, probablemente en parte por ese estado emocional de exigencia de rigor cuando el rigor que se nos aplica en algunos casos llegó a ser rigor mortis. Y los excesos de la Casa Real están haciendo visibles los entramados políticos, judiciales y empresariales que nutren y protegen a estas bandas y también su papel en la sociedad española.
La Monarquía en sí misma tiene un sustento racional muy débil: por más valor simbólico que se le quiera dar, rechina con la inteligencia y la historia que el Jefe del Estado lo sea por linaje y no por sufragio. En España tiene además la debilidad añadida de que nunca se legitimó por votación que sea esa la forma de Estado que queremos. La votación de la Constitución no sirve porque diluía la Monarquía en la aceptación de la democracia. Pero a esas debilidades se suma el comportamiento y actividades de Juan Carlos I. La rotura de cadera de Botswana le produjo a la nación el espasmo nasal y cerebral que se produce cuando nos pasamos con el wasabi o la mostaza. De repente, desapareció la indolencia y pensamos con claridad en la conducta del monarca y su papel. Los palmeros de la Monarquía dejaron de insistir en el papel benefactor del Rey con nuestras empresas cuando el crujido de la cadera les hizo ver que lo que llevaban años ponderando era la descripción literal de un traficante y un comisionista. Tuvieron que aforarlo a toda prisa antes de que le lloviesen denuncias y se pudiera investigar cuánto dinero tiene, dónde lo tiene y cómo lo ganó. A estas alturas, aparte de saber ya que le estuvimos pagando sus puteríos mayores y menores, sabemos que el entramado monárquico tiene un papel relevante en esa corrupción que el rigor que padecemos nos hace sentir intolerable. Y estamos viendo cómo los resortes del régimen se disparan con estridencia para seguir encubriendo ese lodazal. Como digo, Urdangarín es sólo una salpicadura. Él sólo pasaba por allí. Y a los españoles nos siguen tratando como decía Ortega: como gente «mansurrona y lanar».

Se nos hizo percibir a la Monarquía como un manto protector, al Rey como una figura que asegura que el país no se descompondrá, sea cual sea el barullo que armemos. Se nos hizo sentir que sin Rey tendríamos un cierto tipo de orfandad tendente al descontrol. Pero ese mismo mecanismo psicológico nos enajena («aliena») de nuestra nación. Puede que una Jefatura de Estado elegida nos hiciera sentir más nuestro el país y nos diera la moral que nos falta. La Monarquía hoy es como un roto en una bolsa que intentáramos llenar de agua. Por él se nos va buena parte de nuestra energía y capacidad de regeneración. El aparato que se ensucia para proteger el jardín de las delicias borbónico se inutiliza por eso mismo para imponer ese rigor que nuestra moral exige. Una vez más: Delenda est Monarchia.

jueves, 23 de febrero de 2017

El roce de las palabras. Verdad y post-verdad

 (Malcolm, hablando por teléfono) —No dijo “imprevisible”. —[…] —Ya, puede que le oyeras decirlo, pero no lo dijo, y eso es un hecho. (Armando Iannuci, In the loop).
Durante décadas estuvimos confundidos con Fernández Villa y él era el que tenía claro el negocio. Cuando nosotros lo tuvimos claro también, resulta que es él el que entra en estado de confusión y no puede declarar ante un juez. Un juez quiere la verdad y no vale la declaración de un sujeto que la tiene confusa y que sólo puede hablar de la realidad confundiéndose. Mientras tanto el mundo acelera su entrada en la post–verdad y Trump anuncia a la prensa que los hechos verdaderos los carga el diablo y que hay “realidades alternativas” en las que basará sus decisiones. Es de temer que cualquier día llamen a declarar a Fernández Villa, no porque haya mejorado esa dolencia neurológica que padece desde que lo pillaron, sino porque la extensión de post–verdades y realidades alternativas están haciendo confusa la realidad misma y la están poniendo a su medida. Un daño cognitivo que produzca confusión es justo lo que se necesita para hablar con precisión de una realidad confusa a la que sólo nos ajustamos confundiéndonos.
O eso dicen. El diccionario Oxford declaró a la post–verdad palabra del año y no es para menos. Pero antes de ponernos intensos debemos saber que una expresión nueva y de uso generalizado y súbito, de esas que aparecen de golpe en los medios y en los escaparates como un sarpullido o un campo de setas, rara vez dice algo nuevo. Lo normal es que esa nueva expresión sea una de dos cosas. Puede ser uno de esos eufemismos parásitos que usan los que mandan para confundir a la ley y a nuestro buen juicio: así, las “entregas extraordinarias”, con las que Bush hacía desaparecer a detenidos en países que hacían de inodoro; el “subsidio de vacaciones”, con el que el ABC denigraba una parte del salario de los funcionarios; las “operaciones aéreas”, que a quienes estaban debajo les parecían bombardeos; o incluso la “relación inadecuada” de Clinton con Lewinsky, con la que no vamos a llenarnos la boca de detalles. Pero también puede ser una etiqueta nueva para empaquetar cosas que estaban a granel en el conocimiento común, y que ya eran sabidas: “metrosexual”, “inteligencia emocional”, “hípster”, “procrastinador”… Estas etiquetas sirven para que alguien pase como innovación lo que simplemente es apañar y rebañar lo que ya estaba ahí un poco disperso, y así venda algunos libros y viaje un poco dando conferencias. La cosa esta de la post–verdad quiere ser sobre todo lo segundo, aunque seguramente es las dos cosas. La costumbre nos tiene que hacer sospechar que este neologismo sea uno de esos intentos de vender un fenómeno nuevo en el que no hay novedad o hay poca.
Lo de la post–verdad en esencia consiste en que los hechos que nos constan afecten poco a lo que aceptamos como real. Casi nada: para determinar lo que es verdad los hechos son lo de menos. Esto quiere decir, y ahí va otra palabra que quiere aparentar novedad, que el “relato” tiene más fuerza que los hechos reales en la percepción de lo que es verdad. El relato consiste en algún tipo de coherencia registrada entre hechos reales, supuestos y ficticios que encaja bien con el estado emocional (de frustración, esperanza, reproche, indignación, conformidad, ...) del público. A veces no hace falta negar los hechos. Basta encapsularlos en una historia que encaje con nuestro ánimo o con actitudes que no queremos abandonar para que aceptemos una realidad opuesta a los hechos. Así, Rajoy no necesita negar que un documento demuestra que cobró dinero delincuente. Él dijo desde su plasma que desde los veintipocos era registrador de la propiedad y se ganaba ya muy bien la vida. Así que en verdad hay un documento que demuestra que cobraba dinero ilegal y en verdad ya vivía bien desde muy joven: luego es inocente. La clave es construir un relato extenso y con un punto de intimidad sincera que ahogue al hecho irrefutable. Si el relato es lo bastante amplio, el hecho probado es una parte pequeña que, sin ser falsa, parece irrelevante y hasta desvalida. Así el hecho real no invalida el relato.
Otras veces, la mayoría, se puede mentir directamente y negar el hecho real con la mayor frescura. Donald Trump dijo que en su toma de posesión hubo más gente que en ninguna otra toma de posesión. Da igual lo que digan las imágenes, es como él dice. También dijo que las votaciones de determinados sitios fueron fraudulentas, y eso es verdad porque él lo vale. Aznar sigue diciendo sin empacho que el 11M fue obra de ETA con la ayuda de la policía. Y Rajoy dice con lozanía que con su gobierno hubo más becas y más médicos. Todos estos casos parecen mentiras de las de toda la vida. Y son mentiras de toda la vida, pero no mentiras corrientes. Incluso cuando son los políticos los que mienten, lo normal es intentar que la mentira parezca verdad y que no nos pillen la falsedad. Lo interesante de estas mentiras post–verdaderas es que no se intenta que parezca verosímil, se miente sin precaución. La clave de la post–verdad está en el aparato emocional, no en el racional. No hay que esforzarse en que la mentira parezca verdad metiéndose en vericuetos argumentales. Hay que hacer que lo que se dice “se sienta” verdadero, así estemos diciendo que es negra una pared blanca. Una obra de arte de este tipo de discurso fue la aparición del denostado Jordi Pujol en el Parlament. Queda para el recuerdo aquella frase despechada: “No he sido un político corrupto, nunca he cobrado por hacer favores políticos”, seguida del silencio de todo el parlament con la mirada baja. La dijo con énfasis, con un dolor masticable hecho de toda una vida dedicada a Cataluña, con reproche a quienes se atreven a llevarlo de la oreja a ese Parlament que él hizo con sus propias manos. No tuvo que discutir los hechos, sólo negarlos y envolverlos en teatralidad catalanista.
Como digo, nada de esto es nuevo. Los choques de razón y emoción son conocidos desde hace tiempo y también se sabía de sobra que la empatía es más poderosa que la argumentación. Ningún publicista pretendió que la gente se tragase que un desodorante te hace ligar. Se trata sólo de que el tono emocional sea armónico con nuestros deseos, miedos o lo que sea. Recuerdo cuando Esperanza Aguirre quería que la final Barça – Athetic se jugara a puerta cerrada, porque se suponía que la hinchada de los dos equipos iba a agraviar a los símbolos nacionales. Le llovieron refutaciones y chirigotas. Pero el molde emocional de su intervención (orientada por todos esos asesores que le pagamos) estaba hecho de rebeldía (“alguien tiene que decirlo”), humildad (“ya sé que no me haréis caso”), valentía, espontaneidad, franqueza, energía y claridad. No importa lo mema que fuera su protesta, la horma emocional tenía algo más vigoroso que la coherencia argumental: empatía.
Lo único que tal vez sea nuevo es el impacto de la red social. El Algoritmo (cuando hablamos de Facebook, escríbase con mayúsculas por realismo) se encarga de que lo que veamos sea lo que más nos gusta ver y lo que más relevancia nos dé. La complicidad y cómo le gusta ser visto a cada uno disparan el valor del relato sobre los hechos e incrementan ese poder de la empatía sobre la argumentación. Pero sólo es cuestión de grados, no hace falta una palabra nueva para esto. La verdad de lo que se dice consiste en la manera en que nuestras palabras se rocen con los hechos. Pero lo que comunican, sobre todo en la comunicación pública, es su roce con los hechos y su roce con las emociones básicas de la gente. Si saco la mano por la ventanilla de un coche en marcha, el hecho real que estoy palpando con mi mano es que hay algo fluido y sedoso fuera del coche. Cuando se para el coche, el mismo tacto me dice que no hay nada. Los hechos son escurridizos y por ello el roce de las palabras con ellos siempre es resbaladizo. Pero tienen que rozar hechos palpables en algún sentido y hasta rebozarse de ellos. Debería ser la condición para que alguien tuviera crédito. El roce armónico con las emociones del público tiene mucho que ver con la eficacia con que se transmiten las verdades y con la resistencia o complicidad con que el público las acepta. Pero si no lleva disueltas verdades y opiniones francas, el envoltorio en sí es distracción y manipulación.

La vieja trampa ahora bautizada con ese término de post–verdad es que la satisfacción emocional ahogue el trato de las palabras con los hechos. No hubo sistema totalitario que no disparase estos mecanismos de propaganda. El diccionario de Oxford hace una contribución notable al darle a la post–verdad la medalla a la palabra del año. Los que mandan ahora mandan más que hace unas décadas y la gente puede decidir sobre menos cosas. Nuestro sistema se va haciendo más despótico y este venerable invento léxico que actualiza prácticas ya conocidas es una señal de ello que, gracias al diccionario de Oxford, se hace luminosa y transmite urgencia. Yo llamaría a declarar ya a Fernández Villa. A estas alturas ya no se notaría su confusión.

domingo, 19 de febrero de 2017

La izquierda y la caja negra de Podemos

La política en España está como deshuesada. Hay un partido mayoritario que no tiene crédito. Tiene votos porque la gente tiende a conciliar lo malo con lo inevitable y teme que lo malo pueda empeorar. La izquierda en este momento es más un solar con posibilidades que un edificio. El PSOE es como un rabo de lagartija cortado que se agita sin propósito ni rumbo. Podemos sigue ensimismado donde quiera que esté. Y amplias franjas del electorado de izquierdas no dan muestras de un mínimo compromiso con la situación.
El Congreso del PP fue una foto del PSOE. La gestora dijo que pondría a Rajoy en el gobierno para «crujirlo», «sacarle las muelas» e imponerle iniciativas progresistas. El Congreso del PP no parecía, sin embargo, el de un partido crujido y exprimido. Fue un congreso feliz de un partido en tiempos de bonanza. Rajoy desmiente confiado a la gestora y dice que no modificará sus «reformas». La gestora prolonga hasta el ridículo la acefalia y desorientación del partido por conveniencia Susana Díaz y así el partido sigue en manos de Rajoy. Su portavoz parlamentario dice que cometió un error cuando apoyó el no a Rajoy. El candidato de síntesis, Patxi López, dice que cometió un error cuando apoyó el sí a Rajoy. Pedro Sánchez dice que no es no. Y Susana Díaz prefiere ser el socio menor del PP que ser el socio mayor de Podemos. Cómo no iba a ser un Congreso alegre el del PP.
La caja negra que se menciona en el título a propósito de Podemos no es la famosa caja negra de los aviones. Aunque tampoco estaría tan mal. Todo esto de Vistalegre se parece bastante a un accidente y no estaría de más que hubiera una caja negra a la que recurrir para que todos podamos entender qué pudo pasar para semejante siniestro. Pero no es esa caja negra de la que hablamos, sino la de los psicólogos conductistas. Ellos sabían que tenemos un cerebro donde se cuecen los mecanismos de nuestros actos. Pero la mente no se deja observar, pesar y medir y prefirieron buscar las regularidades del comportamiento sólo a partir de los factores que admitan observación experimental y segura. La caja negra es todo lo que se excluye de la observación y la explicación. Los conductistas pusieron una caja negra en la mente y se fijaron sólo en los estímulos externos y en las respuestas observables. Aunque científicamente sea impugnable, todos seguimos a veces esa pauta por razones prácticas. La mayoría de los que tenemos el carné de conducir tenemos una relación conductista con nuestro coche. No nos interesa en lo más mínimo la mecánica. Sabemos que hay un motor, pero le ponemos una caja negra y nos concentramos en qué tenemos que hacer con qué palanca para que la respuesta del coche sea una u otra.
Y me temo que la mayoría tenemos que poner una caja negra en Vistalegre y limitarnos a observar en Podemos sólo lo que esté a nuestro alcance ver y entender. Igual que ignoro deliberadamente, porque me aburre la cuestión, el funcionamiento del motor de mi coche, me incliné intuitivamente a no seguir muy de cerca los previos de Vistalegre por una debilidad y una fortaleza. La debilidad es que las cosas, con los detalles debidamente ampliados, tienden a la fealdad y los partidos políticos sobremanera. La fortaleza es que no estoy seguro el conocimiento fino del quién es quién de Vistalegre sea exactamente información y no ruido, detalles que más bien distraen que aclaran el proceso general. Por un lado, es evidente que no había diferencias programáticas de peso entre las dos cabezas más visibles del accidente. ¿Qué diferencia hay entre Errejón e Iglesias acerca de la enseñanza pública, la financiación de la sanidad o el sistema de pensiones? Que se sepa, ni en eso ni en otras cosas hay diferencias. Sin embargo, es evidente que en Podemos lo relevante casi siempre fue más el cómo que el qué. Podemos trajo pocas novedades en cuanto a aspiraciones e ideología. Lo que trajo sobre todo fueron diagnósticos y maneras organizativas y de participación. Si en esto eran relevantes las diferencias lo veremos en los próximos meses, la caja negra en Vistalegre no penalizará la observación.
Por lo pronto no puede pasarnos inadvertido que, si algo venían demostrando los líderes de Podemos, es que conocen el país mejor que sus rivales. No fueron buenos gestionando los resultados electorales y es cuestión de confianza de cada uno si serían buenos gestionando o no el país. Pero desde luego conocen su respiración. O la conocían. El ensimismamiento de estos meses provoca un inevitable alejamiento del país y la famosa «gente». Pablo Iglesias debería ya haber dado alguna rueda de prensa o tenido alguna intervención conspicua hablando de lo que pasa en España y no de Podemos.
El problema es importante porque es evidente que ni Podemos llega al grueso de esa mitad de votantes que retuvo el PSOE ni el PSOE llega al cuerpo electoral de Podemos. Esto significa que, para bien o para mal, son necesarios los dos porque la desaparición de cualquiera de ellos sólo deja vacío y desconexión. En el caso del PSOE es palmaria la anomalía en la situación política que produce su ausencia. El estado al que lo condujo el apoyo a Rajoy, contra la intención evidente de votantes, militantes y programa, es de dependencia del propio Rajoy, que es el que tiene el botón que da aire o asfixia al PSOE; precisamente el partido que los electores colocaron como referencia de la oposición. Este parlamento no fue el que la gente eligió. Falta el PSOE y eso, hoy por hoy, es una enfermedad. En el caso de Podemos, parece claro que el espacio electoral abierto es de votantes ajenos al PSOE. La importancia de Podemos y la anomalía que supondría su colapso se percibe con claridad en algunos datos del CIS subrayados recientemente por N. Bardio y Carlos Enrique Bayo. Podemos tiene una amplia mayoría en todas las franjas de edad menores de 45 años y sólo le supera el PP, y por poco, entre 45 y 55 años. El vínculo de la juventud y primera madurez con la izquierda, y en algunos casos con el sistema, es a través de Podemos. En cada legislatura desaparecen del censo por la parte alta de edad varios cientos de miles de electores y emergen por la parte baja otros tantos. La situación actual no es estable y en el punto hacia el que se mueve no es imaginable que el PSOE pueda desempeñar el papel de Podemos. Tiene interés también que el nivel medio de estudios sea mayor entre los votantes de Podemos que de otros partidos, lo que excluye que sea una insolvencia rabiosa lo que está en su raíz electoral. Como dije antes, para bien o para mal, la desaparición práctica del PSOE o de Podemos sólo encoge a la izquierda y aleja al cuerpo social de las instituciones. Y los dos están poniendo a prueba a su electorado.

Por otra parte, el electorado de izquierdas ya dio muestras de su volatilidad en las elecciones de mayo. Una parte bien nutrida de este electorado tiende a confundir la exigencia con la falta de compromiso. Romper una relación amorosa porque un sábado uno se aburrió no es ser exigente. El compromiso es la aceptación algún esfuerzo por mantenerse en la posición en que uno está. El dejar de sentirse representado y dejar de votar a la primera de cambio muchas veces tiene más que ver con falta de compromiso que con altura moral. Manuel Rico dijo, con motivo de su despido de la SER, que el hecho de que ahora en los kioscos y en papel sólo haya prensa conservadora tiene muchas causas, algunas de las cuales apuntan a los periodistas. Pero también dejó claro que si desapareció, por ejemplo, Público de los kioscos es porque la gente a la que iba dirigido no lo compraba y no lo apoyó, a diferencia de lo que pasa con los lectores del ABC. Si no aceptan los lectores un pequeño esfuerzo, la prensa que querrían ver desaparece o depende de la financiación de grandes empresas. Y en este último caso, reflexiona Rico, quién va a publicar que El Corte Inglés lleva años sin pagar impuesto de sociedades. Que el PSOE aclare su propuesta y Podemos salga de la madriguera. Y que el electorado de izquierdas mueva el culo sólo un poco.