lunes, 25 de diciembre de 2017

El relato

Se hacen enojosas las expresiones medio cultas que de golpe se ponen de moda y se repiten para dar apariencia de altura a los discursos, como la del «relato». Desde el 1 de octubre se viene repitiendo que los independentistas ganaron la batalla del «relato». Quizá en la siguiente palada de palabras que la RAE meta en el diccionario incorporen esta acepción metafórica. Lo enojoso de estas palabras es que es difícil evitar sumarse al desparrame de su repetición, con el precio de tener que recordar lo que quieren decir para no sumarse a su vaciedad. El relato, políticamente hablando, es una narración coherente de los hechos públicos y de la conducta propia en ellos basada en principios que trasciendan una cosa y la otra. Es decir, el relato es una explicación de lo que ocurrió y de lo que nosotros anduvimos haciendo y diciendo. El relato es como el currículum vitae. No andamos cada día por ahí recitándolo (salvo algún que otro plasta), pero hay que tenerlo siempre listo. Ni puedes llegar a una oferta de trabajo con el currículum a medio hacer, ni te pueden pillar unas elecciones en Cataluña convocadas desde el trono del 155 sin tu relato en regla.
El relato es como los cuchillos y las banderas. Es necesario pero puede cortar. La mejor manera de mentir con desvergüenza es poder ahogar un hecho cualquiera en un relato que lo disuelva como una pequeñez. La coherencia da más verosimilitud que los hechos. Sólo así se puede decir que la expresión M. Rajoy en un papel que habla de dinero robado no es lo que parece. Los relatos en Cataluña incluyeron frases enigmáticas. ¿Qué es eso de mayoría silenciosa? ¿Y qué significa que la gente es más importante que la ley? Supongo que poniendo las palabras «mayoría» y «gente» unos y otros querían dar sabor democrático a su desvarío.
Rajoy tiene un relato complicado. Empezó con dejadez, dejando que el asunto catalán se pudriera. Después metió en los juzgados todo lo que pasaba. El 1 de octubre convirtió a Puigdemont en un político internacional con aquella actuación policial desmedida e innecesaria. Lo del 155 fue siempre discutible, pese al desenfreno patriotero desnortado de los independentistas. Pero lo divertido del 155 no fue que su aplicación. Lo gracioso fue que creyeron que era la solución final y que de golpe todas las Españas eran suyas. Los peperos empezaron a vender banderas nacionales por todas partes henchidos de orgullo patrio. Mequetrefes del tres al cuarto se pavoneaban por los pasillos de las instituciones manchegas o navarras diciendo que están en la mira del 155, que tenían amigos muy arriba. Pobres. Qué dirán esos politicastros de baratillo cuando mañana se rían de ellos. Porque ahora los amigotes del Gobierno se quedaron sin cartuchos. ¿Qué van a hacer ahora con la siguiente bravata de Puigdemont? ¿Le van a aplicar otra vez el 155 y gobernar con la legitimidad de sus cuatro diputados? ¿O va a convocar otra vez elecciones? Rebosaban tanta victoria con el 155 que el PP puso al frente a su garganta más profunda y vozarrón más cavernario, al que limpiaba Badalona, al grito de «a por ellos». España rota por Cataluña, Cataluña rota por dentro, España en evidencia ante el mundo y el PP barrido de Cataluña como un despojo. A ver qué relato construyen con estos materiales.
Puigdemont está feliz de la única manera en que ahora se puede estar feliz en la política catalana: por un día y por las calamidades del contrario. Su relato de perseguido político por los restos franquistas del estado opresor español siempre fue fácil. Con un partido en el Gobierno nacido del franquismo y que no renegó de él, era lógico que no llegara del Gobierno central un discurso nacional y antifranquista más robusto. Puigdemont no tiene que variar su relato, ni ante Europa, ni ante España, ni ante sus mal avenidos socios independentistas. Estará ensayando un «ja soc aquí» de resonancias históricas.
PSOE y Comunes arrastran los vicios de la izquierda con la cuestión nacionalista y a ellos les añade cada uno otros de su cosecha. La izquierda española no es nacionalista, ni falta que hace. La palabra nación y derivados circula en sus discursos como un grupo en la papilla, de esos que hacen toser. Hay dos cosas que no consigo entender. Una es por qué no especifican de una vez lo que es un estado federal, lo proponen y proponen los cambios constitucionales que se requieran, sin hacer caso de las demagogias caciquiles que les lleguen de la derecha y del socialismo rociero. Y la otra es por qué creen que una idea descentralizada del Estado y un respeto a los nacionalismos les obliga a incluir en su ideario alguna viruta de nacionalismo. Una cosa es respetar a los católicos y otra sentirse obligado a ser un poco católico. El nacionalismo, como la religión, es una fe de algunos, con más oscuros que claros en su historia, que la izquierda no tiene que asimilar ni en todo ni en parte. A partir de la mala digestión de conceptos de fe ajenos, los discursos no se hacen moderados ni equidistantes. Se hacen erráticos y confusos. Y la gente, como Bacon, tiende a preferir el error a la confusión.
Esto enlaza con la pretendida moderación de los Comunes y Podemos. Para tener relato, hay que tener un hilo reconocible y, en cada momento, fijar unas prioridades de las que después se pueda responder. Capaldi decía que si la puerta de un despacho está cerrada y se oyen gritos del interior hay un conflicto de principios: el principio de socorrer al que está en peligro choca con el principio de respetar las instalaciones y no andar rompiendo puertas. Pero uno prevalece sobre el otro. En cada momento debemos fijar la prioridad de los principios que son de aplicación y no pretender que en cada momento todos nuestros principios sean reconocibles, como si en cada lance tuviéramos que dejar claro que no somos del Madrid ni del Barça, como decía Errejón. Al final, lo que nos hará reconocibles será la secuencia y su coherencia, el relato. No se puede participar en un referéndum votando nulo, para después poder decir a la vez que el referéndum es un derecho y que el referéndum no valió. La tibieza sólo es indicio de racionalidad cuando es aparente y en realidad no es tibieza sino una firmeza por encima de pulsiones coyunturales. Cuando la tibieza es sólo tibieza, es falta de discurso. Y luego no hay relato posible.
El PSOE dijo que iba a pedir la reprobación de la Vicepresidenta por el desaguisado del 1 de octubre. Luego, abrumados por la desmesura independentista y por el qué dirán, retiran la iniciativa. Y ahora llega el momento del relato. Ahora hubieran podido decir cómodamente que el asunto catalán se hizo internacional el 1 de octubre y que, en nombre de España, ellos reprobaron a la responsable de ejecutar aquel sinsentido. Y que a la vez apoyaron al Gobierno en el 155. Y que quieren un Estado Federal. Eso da para un relato. Ese empacho de sentido de estado que le da al PSOE cada poco lo deja tan sin relato como al resto de la socialdemocracia europea.
 C’s tiene un relato claro, pero que le costará mantener. Vende unidad nacional y diálogo. A ver cómo conjuga esas dos cosas en Cataluña ahora. De todas formas, su victoria es un síntoma de cómo están las cosas. Triunfaron las posturas más excluyentes, los que sólo quieren la república y los que de españolistas se pasan a más españolazos que nadie.

Y perdemos todos. Algunas cifras van saliendo. Resulta que el gasto social en los países intervenidos por la troika, Grecia y Portugal, es porcentualmente mayor que en España. Resulta que España se salvó del rescate, porque nuestros gobernantes fueron más inmisericordes y más injustos. La desgracia es que el enredo catalán no nos deja centrar la atención en lo que está pasando de verdad.

lunes, 18 de diciembre de 2017

Hojas de rábano para atolondrados (post-causas y otras distracciones)

Hace cinco años el embajador Wert presentó la ley de educación que había perpetrado su Ministerio (y que sigue viento en popa; Rubalcaba no quería sacarle las muelas al PP de verdad). Yo tuve entonces un recuerdo para Deep blue sea, una película en la que al final los protagonistas tenían que escapar de un tiburón nadando veinte metros hacia la superficie. Soltaron en el agua chalecos salvavidas y bombas de oxígeno para que el barullo de burbujas y movimiento distrajera al tiburón y ellos pudieran nadar mientras el depredador daba dentelladas a los señuelos. Así era Wert. Soltaba provocaciones zafias, como aquello de españolizar a los catalanes y enredar en las lenguas cooficiales, y mientras el progrerío daba dentelladas a las hojas como un tiburón despistado, el rábano quedaba bien enterrado y a salvo de titulares de primera página. Y seguimos afanándonos en las hojas para todo.
Recordémoslo una vez más. Los servicios básicos que configuran la sociedad prevista en la Constitución están desmantelándose. La educación, la sanidad y la dependencia están recortándose y desplazándose al sector privado o a su desaparición. Las pensiones están en entredicho: trabajar hasta más tarde y necesitar planes privados es eliminar las pensiones. El sistema judicial está zarandeado todos los días por el Gobierno, y el partido que lo mantiene está estructuralmente implicado en delitos continuados. Estamos en una importante campaña electoral. Y nadie menciona ninguno de estos rábanos. Se habla de si vendrá o no Puigdemont; de identidades y de si España es una y trina o tres en una; de si Rivera es más 155 que nadie; de independentistas y unionistas, de constitucionalistas y de no constitucionalistas (qué querrá decir eso; fuera de la Manada y aledaños ¿hay alguien que no quiera una constitución?). Estas lindezas caen en la sociedad como salvavidas de colores y botellas de oxígeno soltando burbujas que marean y distraen a los españoles. Querida Concha pone y quita jueces para proteger a los delincuentes del PP, sigue sin desvelarse la identidad del tal M. Rajoy que cobraba dinero robado, los destrozos de la ley Wert tienen el campo abierto, la hucha de las pensiones es saqueada sin disimulo, los sueldos no dan para vivir, las eléctricas nos sangran y siguen llenas de ex-ministros y se agolpa la gente en los pasillos de los hospitales. Y ni en campaña electoral se habla en serio de nada de esto. Una vez Ángel Gallota desplegó su impagable capacidad de síntesis con una pregunta cruel en la red social. Siendo estos los tiempos en que menos derechos tienen los trabajadores, ¿sabe alguien el nombre del Secretario General de UGT sin mirar en Google? Así de distraídos andamos, dando dentelladas a señuelos.
No es Cataluña el único señuelo. Últimamente se están volviendo muy activas las post – causas, para tomar el rábano de ciertas injusticias por las hojas. La actitud inmovilista ante ciertas infamias es difícil de mantener si se quiere parecer civilizado. El esquema es siempre parecido. Esas situaciones de ofensa dan lugar a protestas. Se presenta el discurso contestatario como una ortodoxia progre postmoderna de corrección política cargante. Después nos concentramos en los excesos anecdóticos de la protesta, reales o inventados, y nos hacemos críticos de los críticos, dando a nuestro discurso un toque de incorrección, como de rebeldía ante tanto cura de izquierdas coñazo, siempre con un baño vintage («es que ahora ya no se puede ni …», «coño, antes por lo menos hacíamos …»), para que parezca una reflexión sobre la decadencia por encima de las modas. La incorrección dispara réplicas airadas en la red social y así queda desplazado el punto de la polémica en las anécdotas de la protesta y no en la situación injusta en sí. Es una forma de ponerse contra los que protestan infamias, pero no desde la trinchera de la infamia, sino como viniendo de vuelta. Y así acabamos dando dentelladas a señuelos y tomando las hojas y no el rábano.
Un caso sonoro de post-causa se da con los temas de igualdad de sexo y el feminismo. La desigualdad de hombres y mujeres es evidente y la infamia de los asesinatos de mujeres es insuperable. Nadie se va a poner en la trinchera del machismo primario más que los brutos que siguen fuera de los zoológicos. Lo que se hace es adornar de todas las formas posibles la idea básica de que las feministas también se pasan. Se retuercen los hechos para que las posiciones de igualdad se reduzcan a corrección política de cartón piedra. Se toma lo más bobo que diga la última boba o directamente se distorsiona lo que diga cualquiera, se hace uno el rebelde y el ofendido por la bobada del bobo o la distorsión ad hoc, se dice la incorrección post-machista, y así acabamos discutiendo de masculinos genéricos, arrobas o anécdotas insustanciales de alguien que quitó un anuncio, mientras brechas salariales y brechas en las cabezas siguen tozudas sin dar señales de cambio. Nadie deja de conmoverse por el asesinato de una mujer y menos de muchas mujeres. La post-causa no quiere estar en la trinchera de la infamia, pero trata el conflicto como algo intelectualmente obvio y hace como que el análisis hay que centrarlo en si no nos estaremos pasando con tanta justicia. Así pueden políticos recalcar que la violencia de una mujer contra un hombre es también violencia, que no nos pasemos. O puede un conocido novelista decir que no hay una violencia genérica machista, porque no actúan coordinadamente ni reclutan adeptos; como si la violencia terrorista fuera el único tipo de violencia que responda a un patrón colectivo que requiere represión de conductas previas al crimen en sí. Como no es terrorismo, es delincuencia común de la de toda la vida. Y ahora enredémonos en el concepto de violencia genérica y en si las mujeres también matan. Y que sigan muriendo mientras tomamos las hojas del rábano.
Hay más post-causas. Todos vemos que los jóvenes no pueden aspirar a un trabajo del que puedan vivir. Se tienen que ir de España por miles o quedarse por miles y por años en los domicilios paternos. Nadie va a negar la dureza de esa injusticia. Pero empiezan a chorrear por los periódicos reportajes que quieren parecer dosieres de investigación sobre los millennials, siempre con ese toque vintage, que es que «ahora» los criamos blanditos e irresolutos, que no saben moverse, que se lo dimos todo hecho, la dichosa milonga de cada generación a la siguiente. La cuestión no es por qué veinteañeros y treintañeros no pueden vivir de su trabajo; ni por qué a los cuarenta la gente sigue buscando formación de inserción; ni por qué las empresas del Ibex pagan salarios más bajos y tributan cada vez menos en España. La cuestión es que también los millennials se pasan de comodones y de momias. Y ya tenemos la polémica espuria que nos distrae de lo sustancial. Los servicios públicos se colapsan, cada vez hay menos plantillas, la gente está peor atendida. Pero luego llueven los artículos sobre lo mal seleccionados que están los funcionarios y cuánto más eficaces son los sistema de poner a dedo que de contraste de méritos. Los servicios se colapsan, pero es que se pasan con tanto funcionario tan estable. Así nos enfurruñamos por cómo deberían ser las oposiciones y no por que nos estén quitando los servicios que necesitamos. Y cuando gente desesperada se manifiesta, las post-causas no niegan la injusticia, pobrecitos, pero los artículos son sobre aquella farola que rompieron o aquella cajera a la que empujaron y que tampoco hay que pasarse y que cuáles son los límites.

Deberíamos ir dejando de dar dentelladas al circo de Puigdemont y de rugir a los bobos que «incendian» las redes con simplezas de pedernal. Nuestros oligarcas dan por hecho nuestro atolondramiento y que no distinguimos el rábano de las hojas. Y puede que acabe habiendo algún puñetazo en la mesa. Para empezar; porque, claro, habrá quien se pase.

Una constitución demasiado simbólica

Seguramente somos la única especie con mente simbólica. Esto quiere decir que somos los únicos capaces de asociar por convención una cosa con otra que puede referirse a ella en su ausencia. Esto quiere decir también que somos los únicos capaces de desarrollar conductas para cosas que no están pasando, porque los símbolos nos llevan a ellas. Piénsese en los ruidos y furias que provocan las banderas nacionales o en los terrores que inducen las tumbas, por ejemplo. El poder y rareza de los símbolos en la naturaleza es evidente, para bien y para mal. Cualquier cosa puede convertirse en símbolo de algo, sobre todo si se pone empeño en ello. Somos capaces de convertir en símbolo un trapo con colores, una línea curva o toda una Constitución, ley de leyes. Y eso no está mal, no seríamos nosotros si eso no fuera así. Pero no debemos distraernos de lo que estamos haciendo, ni del trato desigual que damos al símbolo y a la cosa simbolizada.
Cuando una cosa es simbolizada parece real y presente: una nación, una transición política, la universidad, la paz, el amor, Nike, … Cualquier día Aznar crea un símbolo para su apellido y parecerá que existe ese linaje, como parece que Nike es un estilo y unas maneras. Por eso decía antes que esto era para bien y para mal. A veces nos conviene simbolizar realidades porque los símbolos las hacen más presentes en nuestro ánimo y nos hace bien su presencia. Pero otras veces son patrañas que otros consiguen inyectarnos con los símbolos para inducirnos conductas, es decir, para mangonearnos. Sobran los ejemplos.
La cosa simbolizada, por tanto, parece hacerse más real. Pero al símbolo en sí también le pasan cosas. Cuando una persona, una cosa o una Constitución se hacen símbolos, se hacen trascendentes, ya no se limitan a ser lo que eran porque ahora llevan la mente y el ánimo de los demás a otra parte: Marilyn Monroe, la Pasionaria, Mandela, Hitler, … (Puigdemont lo intenta). Esto hace que el símbolo sea, en cierto sentido, más de lo que era. Pero también menos. El símbolo tiende a reducirse a ser símbolo, se seca todo lo que era antes y sólo retenemos el aspecto que lo hace símbolo de otra cosa. Para que Marilyn Monroe llegara a ser una sex symbol tenía que ser bella y provocativa en un grado tal que llegara a simbolizar el deseo y la atracción. Pero a partir de ese momento seguramente le costaría ser otra cosa que sex symbol. Y a la Pasionaria le costaría ser otra cosa que aquello que nos trae al ánimo la lucha y la renuncia en tiempos de impiedad. Y además ocurre que, cuando algo se hace simbólico, deja de importar su pureza. Morder una manzana requiere hincar los dientes y arrancar un tajo de esa fruta. Pero si el acto de morder la manzana es un símbolo con el que queremos mostrar a alguien que la manzana es comestible y que está buena, ya no hace falta que hinquemos los dientes de verdad y arranquemos un trozo de manzana. Al ser símbolo nos vale con imitar el acto de morder. Los símbolos son una pantomima para hacer que otro piense en algo particular. Juan Carlos I pudo, por ejemplo, ser un símbolo de la superación de la dictadura y el paso a la concordia igual que un bocado sólo fingido puede ser el símbolo de que la manzana está buena. En cuanto símbolos, no hace falta que sea de verdad. Todo es un juego. Y los juegos son cosas muy serias.
En España la convivencia tiene averías. Es evidente la desagregación social y territorial. Al acumularse anomalías y generalizarse la sensación de injusticias de distintos pelajes, la gente empieza a desconfiar de las reglas que están regulando el juego del tablero. Y empieza a desconfiar de quienes dirigen el juego. A partir de 2012 y durante dos o tres años la llamada clase política sufrió la mayor erosión de imagen y crédito de la democracia. Las cosas se calmaron hasta cierto punto, pero sólo hasta cierto punto. Es todo un síntoma que nadie crea en la honestidad del partido que sin embargo gana las elecciones. Aunque se haya calmado la cólera por las evidentes injusticias en la gestación y gestión de la crisis, el malestar social se mantiene. Y la convivencia territorial se daña hasta el punto de que los partidos tienen dificultades internas para armonizar las posturas de los militantes de distintos territorios. Así que los ojos siguen volviéndose hacia las reglas que mueven el juego en el tablero: hacia la Constitución.
Pero la Constitución era un símbolo. Como todo en el caso de los símbolos, esto es bueno y malo a la vez. Es cierto que fue el esfuerzo de entendimiento colectivo mayor de los que se habían hecho y es cierto que se inició un período desacostumbrado de paz interna (paz, no victoria como en tiempos de Franco). Como muchas veces en los símbolos, lo simbolizado parece más real. La situación geográfica de España y el contexto internacional tenían más que ver con nuestra paz interna que la Constitución. Y esa paz tuvo ingredientes de olvidos e impunidades que siguen royendo la convivencia. Pero tiene su parte buena colocar en nuestra mente todo eso de que empezó la paz entre nosotros y que somos libres.
Pero también crecieron esas malas hierbas que crecen en las construcciones simbólicas. Se asoció la Constitución con la paz, la prosperidad, la unidad nacional y la Corona. Igual que atacando una bandera, por ejemplo española, atacas lo que simboliza, por ejemplo España, atacando la Constitución atacas lo que simboliza: nuestra unidad y el período más próspero de nuestra historia. Se utiliza el símbolo para inocular falsedades y manipular. Y además se reduce el símbolo a lo que se quiere que simbolice. Nadie percibe que obligar a que la gente trabaje más años y a que se haga planes privados de pensiones sea un ataque a la Constitución; ni que vaciar la hucha de las pensiones sea un desafío constitucional. Nadie discute los pagos sanitarios y los recortes en dependencia y educación como contrarios a la Constitución y al «espíritu de la transición». Nadie parece querer asociar la Constitución con que los derechos básicos sean amparados y garantizados por el estado, aunque el texto constitucional da para ello. En cuanto la Constitución se hace símbolo de unidad nacional y prosperidad, deja de ser todo lo demás.
Pero además, en cuanto la propaganda recarga el carácter de símbolo de la Constitución, le pasa como al acto de morder una manzana cuando es sólo símbolo de que la manzana está buena: que no hace falta que sea de verdad. Antes del famoso desafío independentista, ya se habían puesto patas arriba los derechos fundamentales establecidos en la ley de leyes. No hay más derechos que los que se puedan financiar, dijeron, y en un país endeudado por juegas bancarias no es sostenible tanto derecho para todo el mundo. Cuanto más símbolo sea, menos en serio hace falta tomarla. Antes del desafío independentista ya se habían quebrado los acuerdos en los que se basaba nuestra convivencia de manera arrolladora. Pero los interesados ya habían hecho a la Constitución símbolo de lo que querían que traguemos. La propaganda sólo habla de la Constitución («las normas que nos dimos entre todos») cuando se critica a la clase política como grupo por sus irritantes regalías, se ataca la unidad nacional o se pretende discutir el coste de la Iglesia o el papel de la Monarquía. Pero no cuando se recorta la educación, cuando una ley ataca la libertad de expresión o la Iglesia inmatricula inmuebles a sus anchas.

La Constitución del 78 tiene cierto carácter simbólico, sin duda. Incluso derogada debe ser respetada como un símbolo nacional. Pero exagerar su carga simbólica hace que se reduzca a lo que los propagandistas quieren y que desaparezca su asociación con otras cosas; siembra la cizaña de que pretender su adaptación es renegar de lo que los propagandistas quieren que simbolice; y se hace una pantomima como cualquier cosa que se haga demasiado simbólica. Uno podría suponer que acometer una reforma de la Constitución donde se pueda discutir de todo sería lo más parecido a juntarnos a hablar de nuestras cosas y ponerlas en orden. Y esos momentos en que se hablan de las cosas comunes son momentos de unidad, no de quebranto. Pero el simbolismo que le cargan a la Constitución hace parecer bélico el hablar de cosas comunes. El fondo de la cuestión sigue siendo el de siempre: proteger a España de los españoles. Ese fondo tan querido por el despotismo.