lunes, 29 de agosto de 2016

Rivera se consume. Y la moral pública

A mí las palabras acumuladas en el diccionario siempre me recordaron a los espermatozoides de aquella película de Woody Allen, como una especie de paracaidistas preparadas para saltar cuando alguien las pronuncie y lanzarse a un destino desconocido. Leí libros de lenguaje que tenían la mala costumbre de insinuar que las palabras aparecen en las frases con el significado que tienen en el diccionario, y que sólo después algo llamado contexto estira, encoge o especifica esa idea que llevan consigo. Como si las palabras fueran las reinas y fuera el contexto el que las trabajase. Como digo, a mí se me parecen más a los espermatozoides asustados de Woody Allen. Cuando saltan, lo hacen llevando consigo un concepto muy débil y apenas esbozado, porque ya hay un contexto, ellas son las recién llegadas y tienen que acomodarse a lo que hay como mejor puedan, y para eso es mejor saltar más ligeras de equipaje conceptual de lo que dice el diccionario. Eso sí, a base de dejarse malear por los contextos, las ideas van cogiendo holgura dentro de las palabras y, a poca mala fe que tenga, digamos un político, pueden bailotear tanto que ya no se sepa qué quieren decir cuando se pronuncian.
El problema no es el destrozo que hagan en las palabras, que siempre tiene arreglo, sino el que hacen en la moral, porque es la moral lo que se busca retorcer creando estrés en las palabras. Este es un episodio al que ya estamos acostumbrados, el que los representantes públicos hagan lo que les da la real gana nombrando sus actos con las palabras que les salen de sus reales asesores. ¿Se acuerdan de la «prisión permanente revisable» incluida en aquel pacto que firmó Pedro Sánchez con el PP? ¿Y de la «afloración extraordinaria de activos ocultos» de Montoro? Esta manida manipulación del lenguaje incluye en sí misma la mentira, pero es más perniciosa que la mentira. La mentira deja intacta la moral. La moral dice que es injusto que un gobierno le quite derechos y asistencia a la población, mientras autoriza a los ricos a no pagar sus impuestos. Si el gobierno hace eso y lo niega, miente, pero al menos el bien y el mal no se movió de su sitio: el gobierno niega haber hecho la injusticia, pero la idea de dónde está la injusticia quedó a salvo. Con la ingeniería lingüística la cosa empeora. El hecho injusto no se niega ni se oculta. Sólo se busca una manera de asociarlo con palabras inocentes, con lo que además de la mentira en sí misma, tenemos afectada la moralidad pública porque no es el hecho lo que se niega, sino su condición de injusto. No se entiende que algo sea justo porque sea conforme con ciertos valores, sino porque hay una manera «limpia» de nombrarlo.
Ahora le tocó el turno a esa tragedia nacional que es la corrupción: el saqueo de dinero público, el derroche desmesurado, el nepotismo y las estructuras parásitas a cargo del Estado. Abert Rivera quiere pactos con el PP. Es lo primero que se le ocurre a un centrista, pactar y que diga González de él en El País que es una persona responsable. Le pasó a Pedro Sánchez en su día con lo de la prisión permanente revisable. Como las encuestas decían que el PP era extrema derecha, Podemos extrema izquierda y PSOE centro, ejerció de centrista buscando pactos. La cuestión es que ni entonces ni ahora Rajoy quiere pactos con nadie. A estas alturas Rajoy ya no sabe pactar, ni el PP puede pactar. No se puede retirar la corrupción del PP ni su extremismo ideológico, porque sería como deshuesarlo. Así que cuando a algún político le da por el centro y se pone a pactar con quien ni sabe ni puede pactar, hay que estresar el lenguaje, encajar los mismos hechos en distintas palabras y dejar la moral pública hecha unos zorros, en los dos sentidos. En el sentido del avance de la inmoralidad y en el sentido del avance del desánimo. Ahora ni Caunedo ni Baltar tienen que ver con la corrupción, después del último meneo al diccionario. Ahora a Rivera le resulta inaceptable un político que diga que el País Vasco es una nación, pero aceptable uno que cambie puestos con sueldo público por favores sexuales (¿cómo será ese tipo de escena exactamente? ¿Andaría Baltar con una gabardina por la Diputación como dicen que se hacía en los parques o ahora se hará de otra manera?).
Pero no hay que cebarse con Rivera. Cuando dijo que no se había formado Ciudadanos para acabar apoyando a un Gobierno de Rajoy no creo que mintiera. Lo que ocurre es que con tanto decir que no era el candidato del Íbex llegó a creérselo y a pensar que podía ponerse gallito. Llegado el caso, está haciendo lo que quienes tiene detrás le dicen que tiene que hacer y Rajoy, más experto en fontanería que él, le está concediendo lo que necesita concederle: nada. Rivera intenta parecer un interlocutor, poniendo fechas y dando ultimátums, pero en realidad Rajoy no se tomó nunca en serio su resistencia. Rivera utiliza un lenguaje de diálogo y entendimiento, pero se trata siempre de que se entiendan los buenos, es decir, de subrayar la frontera con los malos. El papel de Rivera en la situación política actual es repasar y acentuar bien las líneas que separan a los independentistas de los que no lo son y a Podemos de todo lo demás. Lo que queda, según él, en el lado bueno es la Constitución, la unidad de España y el rechazo al terrorismo. Como si el terrorismo no conmoviera a todo el mundo, como si querer modificar la Constitución fuera un alegato contra el sistema constitucional y como si sólo él quisiera la unidad de España y no hubiera incluso entendimientos posibles con independentistas dentro de esa unidad (como hay, por ejemplo, entendimientos con republicanos dentro de un sistema monárquico).

El papel de Rivera está siendo, en definitiva, el de cizañar y hacer lo posible para que crezca el desencuentro. Lo que sí podía aportar es ese soplo tan necesario de limpieza y regeneración. Pero ni tiene votos, ni tiene bases, ni tiene estructura para que el PP se lo pueda tomar en serio. Y, como por encima de todo quiere pintar algo y ser centrista y pactar, pues su soplo regeneracionista se queda en un avance más de la inmoralidad y la impunidad. Para solucionar el contraste grosero entre lo que está haciendo y lo que decía en las campañas, está ahora dialogando con el mejor maestro. Que te pillen en una mentira es siempre un momento de tensión. Puedes concentrar la atención en el estado emocional en sí mismo y presentar tu agobio personal como un precio doloroso que estás pagando por una responsabilidad superior asumida. Rajoy mintió todos los días y presentaba cada mentira como un acto de responsabilidad, seguro que Rivera aprenderá mientras se lo desayuna Rajoy. Mientras se lo desayuna a él, a la moralidad pública y al aliento de la nación.

domingo, 21 de agosto de 2016

Verdad y satisfacción en tiempos de derrumbe del periodismo

Probablemente uno de los momentos más recordados de Juego de Tronos sea el del combate de Víbora (príncipe Oberyn) con Montaña (Sir Gregor Clegane). Lo que nos importa de ese combate es que era parte de un juicio formal. Un contendiente luchaba por la acusación y otro por la defensa y se entendía que los dioses no permitirían perder al justo, por lo que el resultado del combate determinaba si era culpable o inocente el acusado. Así de simple: el más fuerte tiene razón. Cosas de Juego de Tronos. Syriza llegó al poder en Grecia bramando contra los gobiernos anteriores y enfrentándose a las condiciones que la Troika le imponía para el pago de la deuda. Syriza quería una cosa y los mandamases de Europa querían otra. Los mandamases fueron más fuertes y Syriza tuvo que hacer lo que le mandaron. En aquel julio de 2015 los partidos «clásicos» propalaron a voces que se había demostrado quién tenía razón. Resulta que no eran cosas de Juego de Tronos. Si la Troika era más fuerte, entonces tenía razón, no iban los dioses a dar la fuerza al injusto. La evolución del PSOE entre enero y julio de aquel año es digna de la famosa serie. En enero felicitó al pueblo griego y proclamaba, contra el PP, que la victoria de Syriza era el principio del fin de las políticas de austeridad en Europa. En junio, habiendo los dioses mostrado su criterio, proclamaba, con el PP y contra Podemos, que el final de la austeridad era demagogia y populismo. Los dioses le habían mostrado el camino y el verdadero enemigo. Y a partir de ahí, cuando en Grecia se hace la política que la UE exigía y Syriza no quería, se presentan los estragos de esa política como lo que Syriza quería y lo que Podemos haría aquí si le dejaran. Y es el que el baile de la verdad y los hechos es movidito.
En 2011 Elsa Fornero rompió a llorar cuando anunciaba a Italia las medidas de austeridad que el Gobierno iba a tomar. Poco después, en 2012 Rajoy anuncia en el hemiciclo más o menos lo mismo. Pero, en vez de llorar, cada frase era respondida con aplausos entusiastas por los miembros del PP y Rajoy decía eufórico entre vítores que «harían más, mucho más». Cuando dijo que iba a bajar la ayuda a los parados, Andrea Fabra ya no pudo más y gritó, transida de fe y como en trance, «que se jodan». No se trata de que lo que hacía llorar a Fornero hiciera troncharse de risa a la bancada del PP. Es que Elsa Fornero y Rajoy no decían lo mismo, decían lo contrario. Los hechos eran los mismos, pero decían lo contrario. Obviamente, uno de los dos mentía.
Por supuesto que la lista de mentiras en la vida pública es interminable y no es un fenómeno nuevo. La más dolorosa y la más conmovedora por su alevosía y por su carga de insensibilidad fue aquella teoría de la conspiración que pretendía dejar sueltos a los autores del horror del 11 M, fingiendo que aquellos crímenes eran de ETA y delirando que nuestra policía era cómplice. La patraña se montaba sobre patrañas: ETA quería apartar al PP del poder porque era el único que le hacía frente, Zapatero era medio simpatizante de la banda y la policía era socialista. Y aún hoy mantienen la infamia los interesados: Aznar, Zaplana, Rouco Varela, … Inolvidable fue también aquella mentira, otra vez de Aznar, que promovió una guerra y que nos metió en ella. Y hay muchas otras menores, por coyunturales. ¿Qué fue de aquella investigación que iba a hacer el parlamento venezolano de la financiación de Podemos? La prensa que lo propaló ya no dice nada y uno anda perdido en este asunto.
Pero creo que hay dos novedades en este baile de los hechos y las verdades. Una es que ahora todos colaboramos con la difusión de las mentiras. Y la otra es que ahora no hay periodismo que nos proteja de la divulgación de las mentiras. Sin complicaciones filosóficas, y en el sentido más normal del término, la verdad es la conformidad de lo que uno dice con lo que ocurre. Si digo que es jueves, y es jueves, mis palabras son concordes con los hechos y son verdaderas. Subrayo la palabra «conformidad» (o sinónimos como «consonancia» o «concordancia»), porque lo que nos provoca el cosquilleo de haber oído una verdad es la conformidad, encaje o buena armonía entre dos cosas. En el caso más honesto, ese encaje es entre lo que dicen las palabras y los hechos que ocurren. Pero no necesariamente. Con que haya conformidad y armonía, ya hay cosquilleo. Y muchas veces la conformidad es entre lo que las palabras dicen y el estado emocional de quien escucha, no los hechos. Para complicar más las cosas, esa conformidad o roce placentero puede ser de baja intensidad, incluso el puro contacto. Si estamos en Moscú y vemos en el informativo una imagen de la playa de Gijón, los que seamos de la villa nos miraríamos inmediatamente con complicidad. Si alguien nos dice que se murió su padre, le pondríamos la mano en el hombro. Ese contacto leve es un esbozo de la experiencia subjetiva de la verdad, ese roce o conformidad entre dos cosas que produce satisfacción o consuelo. Un poco más que el mero contacto, pero no mucho más, es el «me gusta» que ponemos en Facebook, que indica sintonía y conformidad entre lo que alguien dijo y nuestro ánimo. Y por ahí se cuelan frases disconformes con los hechos, pero conformes con los estados emocionales. Son falsedades que armonizan bien con nuestro ánimo y provocan ese cosquilleo fraudulento que no viene del buen roce de las palabras con los hechos. Esa reacción placentera provoca el «me gusta» con el que colaboramos a sentar como hechos cosas falsas o especulativas. Si, por ejemplo, leemos que Michel Moore dice que Donald Trump no sabe cómo salir de la campaña, porque realmente quería agitar pero no ser Presidente y mucho menos perder las elecciones, el cuerpo nos pide divulgar ese dato. En realidad, sólo es algo que dicen que dijo Moore y ni siquiera sabemos en qué se basa, pero encaja tan bien con la emoción que nos suscita Trump, que en los primeros segundos sonreímos y, con el mismo pronto que nos hace sonreír, el dedo se va al «me gusta», compartimos y divulgamos. Los algoritmos de Facebook se encargan de poner ante nuestros ojos lo más afín a nosotros y hacernos sentir continuamente ese cosquilleo de la conformidad, tan satisfactorio cuando la conformidad es con los hechos como cuando es con nuestro ánimo.
La segunda novedad ya es sabida. En el periodismo se perdió un porcentaje altísimo de puestos de trabajo, nadie sabe cómo hacer negocio con la prensa digital (los ingresos por publicidad son para Google y Facebook), los profesionales son más precarios y tienen la presión del número de marcas digitales que dejen los lectores. El empuje de la red social hace que cada vez la prensa tenga cada vez menos reparos en difundir cualquier cosa y la baja o nula rentabilidad de los medios hace que cada vez sean menos independientes. El adelgazamiento de la profesión periodística que media entre la gente y los hechos es como si perdiéramos a los docentes que median entre la gente y el conocimiento o a los médicos que median entre la gente y las artes curativas. Una desgracia.

Nunca la mentira continuada fue tan impune como ahora, nunca fue más fácil instalar en la vida pública mentiras continuas y nunca fueron tan burdas y cerriles estas mentiras. Sin el debido y honesto tratamiento informativo profesional que convierte a los hechos brutos en noticias divulgadas, nuestros estados emocionales se enfrentan indefensos y como sin piel a todo tipo de patrañas, campañas de cucharón y simplezas. Pensar en unas terceras elecciones me da tanta dentera como morder un bocadillo de hielo con pan duro, pero no por los gastos ni la fatiga de los mensajes de propaganda. Lo que más aspereza me da es aguantar otra vez viajes de Rivera a Venezuela, cifras manipuladas de economía, chismes de portera sobre Errejón o Garzón, lecciones de historia tuneada de Felipe González o llamamientos de Cebrián llenos de alcanfor a la altura de miras y al espíritu de la transición. Menudo coñazo.

martes, 16 de agosto de 2016

País a jirones

Para hacer frente a la crisis no era necesario que la nota de Religión contara para entrar en Medicina. Tampoco era necesario que Gallardón pusiera tasas que nos expulsaran de la administración de justicia. La crisis no obligaba a convertir en delito la libertad de expresión ni a que Jorge Fernández fabricase historias y pruebas falsas contra rivales políticos o que recibiese a Rodrigo Rato en el ministerio para lo contrario. La gestión de una crisis no tiene por qué incluir coches de lujo aparecidos de repente en los garajes de Ana Mato ni que José Manuel Soria arremeta con impuestos contra la energía solar (a saber quién de su interés estará en alguna compañía energética, o en qué cuál aparecerá él mismo cualquier día de estos). Ninguna crisis obliga a que todo Cristo tenga cuentas delincuentes en Panamá; la evasión fiscal nunca fue una medida eficaz contra el déficit.
La cortedad de los políticos para formar gobierno es evidente. Pero es que la situación política es muy difícil de gestionar. El PP es el partido más votado y a la vez el principal problema para que España se normalice políticamente y se vertebre como un país normal. Tomó medidas extremistas puramente ideológicas y, como organización, fue el ecosistema en el que se dieron y protegieron los mayores saqueos que conocemos de las arcas públicas. Ni muestran intención de moderar ideológicamente las leyes más radicales ni ofrecen una mínima disposición a la transparencia y la regeneración. Seguramente no pueden. El PP es el partido de las oportunidades, donde tras vociferar unos pocos años se consiguen embajadas en la India y todo tipo de chollos. Tratar de quitar del PP las malas prácticas éticas puede parecerse a intentar hacer una versión de King Kong “sin la parte esa del mono”.
El PP tiene que formar gobierno pero es difícil pactar con él porque ni quiere moderarse ni puede limpiarse. Los votos expresan resignación o miedo, pero no inocencia, y ningún partido quiere zambullirse en la sentina de Alí Babá. No sólo es la poca altura de los actuales políticos de cabecera. Es que sencillamente una mayoría notable del país y de los escaños que lo representan están contra el partido más votado. Aunque Rajoy consiguiera investirse porque Felipe y Cebrián le dieran una colleja al cabo Sánchez, no habría un gobierno con capacidad, por ejemplo, para sacar unos presupuestos. Pero es que este país nuestro es una masa invertebrada difícil de coger con las manos sin que se nos escurra por un sitio y otro. La propia situación de Cataluña, en su gravedad, nos ayuda a intuir esta cuestión: no hay algo parecido a un proyecto colectivo que ofrecer a los catalanes. Lo único que podemos hacer con ellos es lo que se está haciendo: la vía negativa, intentar que se asocie la independencia con el desamparo y la soledad. No es que no se pueda hacer nada. Se puede hacer todo y razonablemente rápido. Una colectividad necesita, para actuar como tal, unas líneas que marquen una trayectoria hacia delante y una memoria que la haga reconocerse a sí misma como unidad. Todos somos muy distintos de como éramos de niños o de adolescentes. La memoria es la que da continuidad y coherencia a las piezas temporales y nos hace sentir nuestra niñez y nuestra vida adulta como una vida y no como una acumulación inconexa de vidas a granel. España necesita tocar algunas piezas para que tengamos una sensación clara de conjunto. Veamos algunas.
Nunca hubo un debate serio y explícito sobre la Iglesia, su papel y su financiación. Deberíamos saber claramente cuánto dinero público va de verdad a esta institución, contando todos los sumandos y todas las partidas que se cuelan por aquí y por allá. Los obispos y todas las administraciones socialistas dijeron siempre que el Estado ahorra dinero financiando a la Iglesia. ¿Será mucho pedir que alguien nos lo explique, que nos diga cuánto da y en qué tendría que gastar de más si no lo diera? Lo que se ve a simple vista es que en países tan religiosos como EEUU ni hay Concordato, ni financiación mastodóntica, ni los obispos hacen de registradores de la propiedad; que la Iglesia destina más dinero a costosos canales ultraderechistas que a Cáritas (en la que pone mucho más dinero el Estado que la Iglesia); que Rouco Varela vive en un lujoso piso de más de un millón de euros, sin que nadie nos explique qué encuentros en la tercera fase lo justifican; que ni ese ni ningún inmueble paga el IBI que soportamos los demás. A lo mejor todo tiene una explicación, pero me llena de desconfianza que nadie la dé. No olvidemos, además, que la educación es uno de los principales intereses de la Iglesia y que esto hace imposible que pueda haber un sistema educativo estable en España. La relación entre la Iglesia y el PP es prácticamente orgánica y las exigencias de la Iglesia en educación son extremistas e imposibles de encajar como parte de una situación estable.
Nadie entiende cómo se gestiona en España la energía y las comunicaciones, de las que tantas cosas dependen. Sólo sabemos que cuestan muy caras, que los recibos son incomprensibles, que las compañías están llenas de antiguos ministros y presidentes. Tenemos nuestra imaginación llena de mitos y realidades de tantas opacidades que se mantienen. Es un secreto oficial si hubo un banquero que favoreciera el 23F. Juan Carlos I sigue viviendo como un rey sin que podamos saber cuánto dinero tiene ni cómo lo ganó. Mientras la que fue su corte huele a podrido, a él se le aforó con una prisa histérica. Las apariciones del colombiano señor González, seguidas siempre por la línea editorial de El País, sugieren una situación extravagante, como de bibliotecarios de monasterio medieval custodios y guardianes de secretos que no nos conviene saber, porque nos liamos.
La investigación en España no está en sus líneas de futuro ni de presente. No hace falta profundizar mucho en la cuestión, sólo observar lo que está a simple vista. Con la crisis se cortaron de manera inmisericorde presupuestos y organismos. Pero no olvidemos lo que ocurría en los años de presunta bonanza, cuando llovían dineros para proyectos. Nuestros postgraduados se integraban en equipos y proyectos multinacionales con eficacia y con el mismo éxito que sus iguales europeos. Pero en España la mayoría de aquellos cualificadísimos científicos y científicas llegaban casi a los cuarenta años encadenando becas de proyectos, sin que la mayoría de las veces cuajaran plantillas punteras. El ladrillo velaba por todos. En tiempos de bonanza, una vez más, que inventen ellos.

Tenemos que poner claridad y orden en las relaciones con la Iglesia, porque hay demasiado dinero en ese juego como para que sea todo tan misterioso. Tenemos que definir la gestión de los sectores estratégicos y lijarlos bien de tanto mamón. Tenemos que definir una línea estable de educación, desparasitando el debate de los intereses mandones de los obispos y de los intereses espurios de empresas y bancos miopes que sólo quieren especialistas de usar y tirar. Y tenemos que levantar todos esos secretos que nos impiden tener una memoria colectiva mínimamente funcional. Caiga quien caiga. Es lo mínimo para que percibamos con claridad nuestra forma y aspecto como país, para que tengamos un ente claro que ofrecer a los catalanes y para que pueda haber una patria nítida en la mente a cuyo interés se sientan debidos los políticos en candelero. Hasta entonces, con un partido ganador envuelto en escándalos y extremismos, con líderes que se mueven a golpe de berrinche y tactismo de segunda b y con un país  informe al que apelar como interés superior, no podemos esperar más que lo que estamos viendo. Y no podemos limar asperezas sin decírnoslas, aunque raspen.or r Ӕ倀ࢇǀ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽criminales de guerra, se investigar