domingo, 8 de mayo de 2016

El TTIP: repaso de algunas lecciones

El TTIP es un murmullo sordo que no logra entrar en la política española y europea, como no consigue nuestra atención alguien nos tira de la chaqueta con insistencia para decirnos algo y lo ignoramos porque no queremos distraernos del grupo. La reciente filtración de Greenpeace nos recuerda que debería tener nuestra atención no sólo si lo que dice el TTIP es bueno, sino si puede ser bueno cualquier tratado de este tipo diga lo que diga. Es ociosa la cuestión de si todo lo que hacen los dictadores es necesariamente malo o si a veces hacen alguna cosa buena. Es ociosa la cuestión por irrelevante: nunca es aceptable que se haga nada desde una dictadura. De la misma manera, deberíamos pensar si hay tratado trasatlántico de comercio e inversión que nos pueda servir, cualquiera que sea su contenido.
El dinero y los negocios se van pareciendo a esas pandillas de despedidas de solteros que entran en los locales imponiendo su juerga y sus reglas, dando por hecho que las normas del local o las de sus clientes no son de aplicación por donde ellos pasan. Con aquel intento de Eurovegas, el señor Sheldon Adelson nos mostró, a modo de aperitivo, de qué va eso de los tratados trasatlánticos. A Adelson le estorbaban las leyes de este pequeño local nacional nuestro. Demasiados derechos, demasiada preocupación por la salud, demasiados miramientos por el origen del dinero. Demasiado engorro. Le parecía evidente que su negocio tenía prioridad sobre las leyes del país.
El TTIP, cualquier TTIP, es la expresión extrema de todo lo que hay de amenazante en la globalización. La democracia se basa en un juego cruzado de responsabilidades que, en última instancia, descansa en el pueblo. En democracia el tamaño sí importa, importa algo parecido al espacio e importan los tiempos. Importa el espacio porque la democracia se debilita cuando el espacio en el que se toman las decisiones de más alcance es mayor que el espacio en el que se ejerce la soberanía. El pueblo español puede fortalecer o hacer caer a un gobierno con su voto. En eso consiste la responsabilidad característica de la democracia. Pero tiene un control muy débil de las decisiones que se toman en la UE. En eso consiste el déficit democrático de la UE: las instancias donde se deciden asuntos importantes son muy lejanas y hay demasiada complejidad institucional entre el voto del ciudadano y ellas. La relación entre lo que votamos y lo que sucede se parece a aquellos pasatiempos en los que aparecía una palanca, una maraña de poleas, cables y engranajes y, al final, un gancho que sujetaba un paquete y la pregunta era si subiría o bajaría el paquete si dabas a la palanca hacia abajo. Podríamos ahora repetir el pasatiempo intentando averiguar si tal voto hace subir o bajar la cuota pesquera española o el tiempo de cotización para tener una pensión. La ceguera es recíproca. Los que toman las decisiones no ven a la gente ni el hilo que media entre su voto y su gestión, de tan enredado que está en el aparataje intermedio. Vista la gente a suficiente distancia, Harry Lime, el personaje de El tercer hombre, le preguntaba a su amigo si realmente sentía compasión si alguno de aquellos puntitos que se movían por la acera dejara de moverse. El armazón democrático de Europa está mal diseñado y seguro que en los últimos tiempos muchos estamos echando de menos que nuestra opinión pueda fortalecer o defenestrar determinadas políticas.
La cuestión es que si el ámbito espacial en el que se toman las decisiones ni siquiera es un ámbito político, sino que es un ámbito de negocio y relación comercial, no hay forma de que haya un control democrático de los sucesos. Como todo estaría subordinado al tipo de relación económica que se haya determinado, lo que se vota en las elecciones sería sólo la calderilla residual que los gobiernos puedan controlar.
Y, como decíamos, también importan los tiempos, tanto en lo que se refiere a la extensión como a los ritmos. Aunque se sometiera a un referéndum la aceptación o no del TTIP, de cualquier TTIP, las consecuencias serían para muchas décadas y el acto puntual en el tiempo de un referéndum no sanciona eficazmente consecuencias tan extensas y tan poco visibles en el momento de la votación. El voto siempre tiene una carga emocional y las emociones siempre son de radio corto en el tiempo. Es inimaginable que en las elecciones de junio afecte en lo más mínimo la posición de cada partido sobre el TTIP, a pesar de que la gente pueda comprender racionalmente su importancia. Los ritmos económicos y los políticos hace tiempo que están desacompasados. Como señala Martín Caparrós, en la bolsa de Chicago una cosecha de soja puede cambiar de dueños y precios muchas veces antes siquiera de haber sido plantada y sin que hayan intervenido agentes que sepan nada de soja ni de cultivos. En algún sitio habrá granjeros que no entiendan qué derrumbó los precios de sus cultivos y en otros sitios habrá gente que no sepa por qué ya no pueden pagar lo que necesitan para comer. El dinero y las operaciones financieras son muy rápidas y ni se relacionan con legislaturas o lapsos políticos de ningún tipo, ni con espacio alguno de soberanía. El condicionar aspectos esenciales de las leyes de los países soberanos por tratados de la envergadura del TTIP es siempre una forma de absolutismo, porque no hay posibilidad de control democrático de las consecuencias legislativas. Reconocer defectos al TTIP e imaginar otro tratado “bueno” que abra oportunidades es tan ocioso como imaginar cómo podría ser buena una dictadura. No hay forma aceptable de hacer un TTIP.
Decía que este tipo de tratados era la versión más amenazante de la globalización. La globalización de la que hablan las multinacionales es la intemperie. Hablan de derribar barreras cuando lo que se derriban son las casas que nos guarecen. La imagen más pura de esa globalización sería la de una ciudad después de un terremoto, sin barreras entre las familias, todos en el espacio global bien juntos, todos a la intemperie. Los espacios de soberanía no son esos diques hostiles que nos separan, sino esos espacios que nos protegen porque en ellos podemos decidir cómo tratar a los enfermos o a los parados y qué garantías de convivencia y protección darnos. Las relaciones entre los estados han de ser como las que se dan espontáneamente entre las personas: justo hasta donde conviene y se quiere.
El TTIP nos está recordando también la endogamia de nuestros representantes. Hasta ahora su posición sobre el tratado y su complicidad con la opacidad del proceso no está marcada por la reflexión ni por planteamientos políticos. Está marcada por el hueco que quieren ocupar en el sistema, el nicho en el que se pueden dedicar a ser europarlamentarios o lo que sea. El PP lo abrazará con entusiasmo sin leerlo y el PSOE se dedicará a no ser sospechoso de salirse del sistema y seguirá en su línea de poli bueno del sistema haciendo como que pone reparos. Saben que no tiene incidencia electoral y que sólo está en juego su ecosistema personal.

Quién sabe si este TTIP es el inicio de la oscuridad o una vacuna del tipo del 23F. Era casi inevitable que hubiera alguna intentona golpista y fue una suerte que fuera tan chapucera y acabase siendo eso, una vacuna que impidiera un golpe mejor preparado. El secretismo del TTIP es tan grotesco y es tan cristalina sin embargo la evidencia de que las multinacionales sí están al día y están poniendo y quitando párrafos, que quizá consigan agudizar un escrutinio desconfiado y hostil del público que mueva a los gobiernos a para este monstruo. Y a lo mejor acaba siendo una vacuna para parar por un tiempo a todos estos Sheldon Adelson y mandarlos con sus chinflos de despedida de soltero a globalizar a su casa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario