sábado, 19 de marzo de 2016

Europa y los refugiados. La plenitud de los idiotas

En Grecia llamaban idiota (“idiótes”) más o menos a lo que hoy llamaríamos paletos, sujetos estancados por encerrarse sólo en sus asuntos propios de poca monta, ajenos al conocimiento y la situación social general (o “politiké”, literalmente, “los asuntos de los ciudadanos”). La raíz “idios”, presente en “idioma” o “idiosincrasia”, significa “lo propio”, de manera que el idiota es básicamente el que se ocupa sólo de lo propio y, por extensión, el que razona sólo desde lo propio. No hablamos de un egoísta. En la película de Thelma y Louise, el marido de Thelma es un genuino idiota. La policía llama a su puerta y le dice que su esposa, rutinaria ama de casa desaparecida el día anterior, está implicada en un asesinato y un robo a mano armada, que se encuentra huida y que tienen que pinchar el teléfono de su casa. El idiota suelta un medio silbido medio suspiro de esos que se echan mirando hacia arriba por la magnitud de lo que nos espera y lo único que dice es por lo del pinchazo: “¿y eso me costará dinero?” En eso consiste la idiotez: el egoísmo es sólo aparente y en todo caso la consecuencia; el bobo del marido sólo ve y razona con su reducido mundo del que ni siquiera forma parte su mujer. Sólo piensa en el pinchazo y su coste porque no tiene recursos mentales para más; es más una cuestión de imbecilidad que de egoísmo. La labor de pensar es como cualquier tarea manual: se hace con las herramientas disponibles. El idiota no tiene más herramientas que lo poco que ve y vive en el momento.
La idiotez hace fortuna en la vida pública. Que nadie diga con la boca muy grande lo de “nos toman por idiotas”. Hacernos idiotas es más fácil de lo que parece. En esencia, el fenómeno consiste en hacer honor al étimo y conseguir que la gente, por ignorancia o por actitud, razone con una idea, si puede ser con una sola, limitada y mezquina, encerrada en lo propio y pequeño, y no construya más pensamiento que la necedad para la que alcance un material tan pobre. Se trata de conseguir que, cuando nos digan que la gente se muere a millares a las puertas de nuestra casa, todos resoplemos mirando para arriba y digamos, como idiotas, si eso nos va a costar dinero. Para conseguir esto ayuda mucho tener idiotas contrastados en el Gobierno para dar ejemplo. Hace ahora un año se murieron ahogadas en el Mediterráneo en dos tandas unas mil personas que querían entrar irregularmente en Europa. Cuando empezó esa calamidad, Jorge Fernández reaccionó como el marido de Thelma y lo primero que dijo en Europa fue que no debía reforzarse el salvamento, porque eso causaría un “efecto llamada”. Hay que ser idiota. Un año antes, en febrero de 2014, ya había razonado con material escaso y casero para que nuestra policía disparara a aquellos africanos que estaban en las aguas de Ceuta intentando no ahogarse; y se ahogaron catorce, no fuera que aquello nos fuera a costar dinero.
El hacer idiota a las masas sólo requiere elegir la idea oportuna para que la gente renuncie a razonar con otra cosa que no sea esa idea. Algunos despistados nos alertan del populismo y nos cuentan que el populismo nos dice lo que queremos oír para arrastrarnos. No es de extrañar análisis tan despistado, teniendo en cuenta que viene de idiotas como Aznar y de listos como Felipe González que nos quieren hacer idiotas. La idea que funciona para hacernos idiotas no suele ser una idea positiva que queramos oír, sino algo negativo, casi siempre asociado a algún miedo o a alguna frustración que pueda convertirse en enfado y crispación. Con todos esos millones de desesperados es fácil dar miedo. No es lo mismo la gente de viene de Siria que de África, pero se puede hacer una bola confusa: son muchos, no caben, habrá más delincuencia, más gastos sociales, no pagan impuestos, se alterarán las costumbres, qué va a ser de nosotros. Cuando alguien pone palabras y tono a un miedo o declama con acierto una irritación, parece que tiene razón. Y es fácil la falacia según la cual si alguien tiene razón en algo tiene razón en todo lo demás (falacia del término medio, se llama en lógica).
El Tea Party americano consiguió que la gente identificara el Estado con el Gobierno y exacerbó una irritación confusa contra todos esos mandones. Con una idea tan simple, y tan genuinamente idiota, braman contra todo lo público llamándolo Gobierno. Su campaña contra la sanidad pública contiene consignas como: “¿de verdad quieres que el Gobierno le diga a tu médico lo que debe hacer? ¿Eres tonto o simplemente eres mala persona?” Cuando el pensamiento se arma sólo con una idea simplona, alcanza este nivel. Marine Le Pen consiguió arraigar en amplias capas sociales un discurso político xenófobo y hasta racista a base de cultivar el miedo al Otro y a la Multitud Esa que nos Acecha, explotando hábilmente los errores de los gobiernos. Qué triste gracia tuvo aquel desdichado programa en que Ana Pastor la entrevistó, creyendo que podía hacer su papel de periodista incómoda soltando topicazos de ONGs. No sólo Le Pen la vapuleó poniendo la emotividad humanitaria a favor de su postura, sino que la hizo balbucear cuando le preguntó si tenía ella refugiados en su casa a su cargo, si tan viable era atenderlos (por cierto, que no era tan difícil la respuesta. Estoy convencido de que los poderes públicos tienen la obligación de atender la limpieza de las aceras y ese convencimiento no quiere decir que me ponga yo a limpiarlas. Lo civilizado es que sea institucional y no efecto del voluntarismo ciertas cosas básicas, como la limpieza. O la atención humanitaria básica).
A partir de esa idea única y el estado de idiotez asociado, Marine Le Pen introduce otros componentes políticos abiertamente autoritarios. En otros países están pasando cosas parecidas. En España no hay partidos de ese tipo, pero sí un partido conservador, el PP, infectado y con esas prácticas ya en su torrente sanguíneo. Ahí el está el idiota de Albiol, el de la limpieza de Badalona, y el imbécil ese que no puede ver a Ada Colau más que fregando suelos. Pero lo grave es que sea la Europa institucional y oficial la que esté dando pasos en ese sentido. Enfocar el problema de los refugiados y de la inmigración a partir de una idea simplona basada en el miedo, y propia del marido de Thelma o de Jorge Fernández, impide que el análisis de algo tan complejo pueda ser mínimamente atinado. Cómo va a llegar Europa a un plan eficaz en los países de origen si todo lo que hace es resoplar mirando al techo y preguntarse si todo esto me va a costar dinero, como un idiota. Y, de la misma manera que Le Pen cuela autoritarismo a partir de una idea única de enganche, Europa deja caer sus propias leyes y pautas por el mismo procedimiento. Este lamentable episodio de los refugiados sirios nos obliga a repasar el abecé de la convivencia y recordar la diferencia entre el estado de derecho y el estado policial. En un estado policial, un policía te puede atrapar y romper las rodillas por maricón. Esto se debe a que: 1. puede decidir que ser maricón es un delito; 2. puede decidir que eres culpable; y 3. puede decidir que la pena por ese delito es partirte las rodillas. En el estado de derecho no hay más delito que el que la ley diga, más culpable que el sentencie un juez, ni más castigo que el que el código penal establezca. Pues con este asunto se está ensanchando la actuación de los estados en la que no hay ley, sino sólo cuerpos armados, es decir, estado policial. No sólo tiene cada vez más idiotas xenófobos en plantilla. Como Le Pen, Europa está infiltrando en su mundo dosis dañinas de autoritarismo antidemocrático a partir de conductas inhumanas regidas por la idiotez. Mientras, la tragedia a sus puertas crece y las soluciones para los países de origen se alejan. Idiotas.

Tontos del culo.

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