sábado, 26 de marzo de 2016

El asturiano en la universidad

La lengua asturiana cruzó como un silbido breve la precampaña de los candidatos al Rectorado de la Universidad. Seguramente el Minor de Asturiano haya sido el elemento de entrada. Uno de los candidatos, con mejor intención que acierto, propone pasarlo de Minor a Mención. El Minor de Asturiano tiene muy pocos estudiantes, pero la medida habitual para estos casos, que es cerrarlo, parecería una medida contra el asturiano (y lo sería) y la autoridad no va a tomarla. Pero hay un problema y además es un problema que ejemplifica bien el desenfoque del tratamiento del asturiano. A la cuestión académica iremos, pero dando un rodeo.
En general, las autoridades del Principado y las universitarias históricamente trataron el asturiano a medias, sin oponerse a su normalización, porque parecerían fachas, ni impulsar su normalización, porque parecerían radicales. Por eso el asturiano tiene una ley de protección y uso que lo refiere como una lengua normal, pero no tiene el estatuto de lengua oficial. Por eso en la universidad hay asignaturas de lengua y literatura asturiana en varias titulaciones, pero no hay área de conocimiento de asturiano (es decir, profesorado específico). Por eso hay Minor de Asturiano, pero no Maior. Y por eso hay títulos universitarios propios, no reglados, de asturiano, pero no Grado. Hay de todo, pero siempre dividido por dos, siempre no tanto. Las autoridades vienen pareciendo ese chico apocado al que el amigo audaz siempre quería llevar demasiado lejos y que siempre da pasos pero siempre los da con miedo y nunca los da todos.
Hagamos un repaso rápido de los miedos a la oficialidad del asturiano. El primero de ellos es que tal estatuto legal es excesivo para la presencia real del asturiano y, por tanto, podría ser una imposición. Por el tamaño no deberían preocuparse. La mitad de las lenguas del mundo tienen menos de 10.000 hablantes y la media de hablantes por lengua en el mundo es de 6.000. La oficialidad de las lenguas no se establece como sanción de su peso demográfico, sino por el derecho que se reconoce a sus hablantes. Tampoco deben preocuparse por lo que tenga de imposición. La oficialidad del catalán en Cataluña trajo consigo el fortalecimiento de su uso. Pero en Irlanda, cuyas gentes tienen un singular apego a sus tradiciones, lo que se habla es inglés, mientras el gaélico irlandés, también oficial, queda confinado a zonas aisladas del oeste. Esto es lo que significa el paso de la oficialidad: significa sin más dejar la lengua en manos de la sociedad. La oficialidad es la situación legal en la que una lengua está en manos de la gente. En circunstancias parecidas, los irlandeses prefirieron hablar en inglés y los catalanes en catalán. Cabe prever que la sociedad asturiana seguirá en cualquier caso sustituyendo el asturiano por el castellano a través de fases de hibridación. Pero esto es sólo una suposición, lo que toca ahora es entregarle la lengua a la sociedad y que sea su voluntad lo que fije el rumbo.
Otro miedo es el de que no sea una lengua eso que hacemos oficial, por su parecido con el castellano o porque sea un invento. Las lenguas son como las especies biológicas. El ornitorrinco es muy singular porque no tiene familiares próximos, mientras que los pavos se parecen mucho a los pollos. Pero especie es el ornitorrinco y especie es el pavo. Y lengua es el euskera, sin familiares cercanos, y lengua es el asturiano, con hermanos muy parecidos. No volveré a fatigar ahora los argumentos sobre la artificialidad de las lenguas normalizadas (el asturiano o cualquier otra). La lectura y regusto de poemas de Berta Piñán o Xuan Bello, por poner dos ejemplos, debería hacer ociosa la cuestión de si existe esa lengua en que se expresan de manera tan elevada.
Las autoridades no deberían ser tan temerosas. Nada excéntrico va a pasar porque el asturiano sea oficial ni nada va a ocurrir que la gente no quiera que ocurra. Cuando digo las autoridades me refiero al parlamento asturiano. Y de paso también las autoridades universitarias. En la universidad, como ya dije, el asturiano se trató con la misma lógica: impulso sí, pero sin parecer radicales. Y ese estado de “asturiano sí pero no tanto” da lugar a paradojas notables. Al haber asignaturas pero no área de conocimiento de asturiano, un profesor de Lengua Asturiana, por ejemplo, administrativamente pertenece al área de Lengua Española, por lo que no tiene obligación de dar asturiano y sí podría ser obligado a dar asturiano un profesor de Lengua Española que no tenga relación con esos estudios. A veces el término medio no es la virtud ni la moderación.
Por el mismo tipo de paradoja, el Minor de Asturiano vino al mundo ya con el rigor mortis. Un minor es un módulo que acredita formación universitaria (validada por alguna agencia externa) en determinada materia, pero sin atribución profesional. Quien hace el Maior en Estudios Ingleses y el Minor en Traducción, es graduado en Estudios Ingleses, pero no es traductor. Ese minor le sirve sólo para estudios futuros o para perfiles profesionales. El Minor en Asturiano no sirve, pues, como título. Si el asturiano fuera un maior, sí serviría y podrían dejar de darse los actuales títulos propios al ser integrado el asturiano en la enseñanza reglada ordinaria, con lo que ni siquiera habría gasto. La Facultad de Filología votó en su día contra esta posibilidad y votó que los estudios de asturiano fueran sólo un minor. La consecuencia es doble. Por un lado, los títulos propios no pueden suprimirse, por lo que el minor es un gasto añadido. Y, por otro, no es interesante para los estudiantes, puesto que lo que capacita profesionalmente son los títulos propios. El minor no puede por definición. De manera que, después de tanto lío, no hay estudiantes para el minor. ¿Se equivocó la Facultad de Filología? Ni se equivocó ni acertó. Cada miembro de la Junta de Facultad hizo lo que debía: votar lo que opinaba, por qué iban a hacer otra cosa. El problema no está ahí. Es evidente que la situación del asturiano en Asturias no debe ser marcada por lo que diga una Facultad de Filología, de la misma manera que la facultad no puede decidir poner religión en sus titulaciones y de la misma manera que la supresión de las diputaciones no va a depender de ninguna votación de ninguna Facultad de Derecho. Es evidente que hay temas cuya iniciativa corresponde a los poderes públicos. Si ellos no establecen la oficialidad, el único paso relevante que pueden dar las autoridades académicas es el paso que lleve de todas formas a esa titulación, comprometiendo a los poderes públicos en el proceso, porque el tratamiento del asturiano es un asunto de parlamento y gobierno, con oficialidad o sin ella. Dar atribuciones indebidas al Minor o rebautizarlo como Mención, aunque es evidente la buena intención, me sigue pareciendo un abracadabra jurídico que sólo acumulará más rarezas y paradojas administrativas.

Para este paso tampoco debe asustar a las autoridades la poca vitalidad del asturiano. Ya dije que en mi opinión (no en mi deseo) su destino más probable es la desaparición. Las lenguas desaparecen como las palabras, sin fecha ni hora. No se sabe cuándo una palabra definitivamente ya no se usará más, pero sí sabe cuál es el último sitio del que desaparece: el diccionario, el último regazo que la sostendrá cuando ya no suene en ningún otro sitio. Las lenguas tampoco tienen hora de defunción y también parece claro el último sitio del que deben desaparecer: aquel que tiene el cometido del mantenimiento y transmisión del conocimiento, la Universidad. Con independencia del futuro feliz o crepuscular que cada uno quiera ver para el asturiano, incluir su estudio en el cuerpo de titulaciones superiores es hacer lo correcto. Y además lo más fácil.

sábado, 19 de marzo de 2016

Europa y los refugiados. La plenitud de los idiotas

En Grecia llamaban idiota (“idiótes”) más o menos a lo que hoy llamaríamos paletos, sujetos estancados por encerrarse sólo en sus asuntos propios de poca monta, ajenos al conocimiento y la situación social general (o “politiké”, literalmente, “los asuntos de los ciudadanos”). La raíz “idios”, presente en “idioma” o “idiosincrasia”, significa “lo propio”, de manera que el idiota es básicamente el que se ocupa sólo de lo propio y, por extensión, el que razona sólo desde lo propio. No hablamos de un egoísta. En la película de Thelma y Louise, el marido de Thelma es un genuino idiota. La policía llama a su puerta y le dice que su esposa, rutinaria ama de casa desaparecida el día anterior, está implicada en un asesinato y un robo a mano armada, que se encuentra huida y que tienen que pinchar el teléfono de su casa. El idiota suelta un medio silbido medio suspiro de esos que se echan mirando hacia arriba por la magnitud de lo que nos espera y lo único que dice es por lo del pinchazo: “¿y eso me costará dinero?” En eso consiste la idiotez: el egoísmo es sólo aparente y en todo caso la consecuencia; el bobo del marido sólo ve y razona con su reducido mundo del que ni siquiera forma parte su mujer. Sólo piensa en el pinchazo y su coste porque no tiene recursos mentales para más; es más una cuestión de imbecilidad que de egoísmo. La labor de pensar es como cualquier tarea manual: se hace con las herramientas disponibles. El idiota no tiene más herramientas que lo poco que ve y vive en el momento.
La idiotez hace fortuna en la vida pública. Que nadie diga con la boca muy grande lo de “nos toman por idiotas”. Hacernos idiotas es más fácil de lo que parece. En esencia, el fenómeno consiste en hacer honor al étimo y conseguir que la gente, por ignorancia o por actitud, razone con una idea, si puede ser con una sola, limitada y mezquina, encerrada en lo propio y pequeño, y no construya más pensamiento que la necedad para la que alcance un material tan pobre. Se trata de conseguir que, cuando nos digan que la gente se muere a millares a las puertas de nuestra casa, todos resoplemos mirando para arriba y digamos, como idiotas, si eso nos va a costar dinero. Para conseguir esto ayuda mucho tener idiotas contrastados en el Gobierno para dar ejemplo. Hace ahora un año se murieron ahogadas en el Mediterráneo en dos tandas unas mil personas que querían entrar irregularmente en Europa. Cuando empezó esa calamidad, Jorge Fernández reaccionó como el marido de Thelma y lo primero que dijo en Europa fue que no debía reforzarse el salvamento, porque eso causaría un “efecto llamada”. Hay que ser idiota. Un año antes, en febrero de 2014, ya había razonado con material escaso y casero para que nuestra policía disparara a aquellos africanos que estaban en las aguas de Ceuta intentando no ahogarse; y se ahogaron catorce, no fuera que aquello nos fuera a costar dinero.
El hacer idiota a las masas sólo requiere elegir la idea oportuna para que la gente renuncie a razonar con otra cosa que no sea esa idea. Algunos despistados nos alertan del populismo y nos cuentan que el populismo nos dice lo que queremos oír para arrastrarnos. No es de extrañar análisis tan despistado, teniendo en cuenta que viene de idiotas como Aznar y de listos como Felipe González que nos quieren hacer idiotas. La idea que funciona para hacernos idiotas no suele ser una idea positiva que queramos oír, sino algo negativo, casi siempre asociado a algún miedo o a alguna frustración que pueda convertirse en enfado y crispación. Con todos esos millones de desesperados es fácil dar miedo. No es lo mismo la gente de viene de Siria que de África, pero se puede hacer una bola confusa: son muchos, no caben, habrá más delincuencia, más gastos sociales, no pagan impuestos, se alterarán las costumbres, qué va a ser de nosotros. Cuando alguien pone palabras y tono a un miedo o declama con acierto una irritación, parece que tiene razón. Y es fácil la falacia según la cual si alguien tiene razón en algo tiene razón en todo lo demás (falacia del término medio, se llama en lógica).
El Tea Party americano consiguió que la gente identificara el Estado con el Gobierno y exacerbó una irritación confusa contra todos esos mandones. Con una idea tan simple, y tan genuinamente idiota, braman contra todo lo público llamándolo Gobierno. Su campaña contra la sanidad pública contiene consignas como: “¿de verdad quieres que el Gobierno le diga a tu médico lo que debe hacer? ¿Eres tonto o simplemente eres mala persona?” Cuando el pensamiento se arma sólo con una idea simplona, alcanza este nivel. Marine Le Pen consiguió arraigar en amplias capas sociales un discurso político xenófobo y hasta racista a base de cultivar el miedo al Otro y a la Multitud Esa que nos Acecha, explotando hábilmente los errores de los gobiernos. Qué triste gracia tuvo aquel desdichado programa en que Ana Pastor la entrevistó, creyendo que podía hacer su papel de periodista incómoda soltando topicazos de ONGs. No sólo Le Pen la vapuleó poniendo la emotividad humanitaria a favor de su postura, sino que la hizo balbucear cuando le preguntó si tenía ella refugiados en su casa a su cargo, si tan viable era atenderlos (por cierto, que no era tan difícil la respuesta. Estoy convencido de que los poderes públicos tienen la obligación de atender la limpieza de las aceras y ese convencimiento no quiere decir que me ponga yo a limpiarlas. Lo civilizado es que sea institucional y no efecto del voluntarismo ciertas cosas básicas, como la limpieza. O la atención humanitaria básica).
A partir de esa idea única y el estado de idiotez asociado, Marine Le Pen introduce otros componentes políticos abiertamente autoritarios. En otros países están pasando cosas parecidas. En España no hay partidos de ese tipo, pero sí un partido conservador, el PP, infectado y con esas prácticas ya en su torrente sanguíneo. Ahí el está el idiota de Albiol, el de la limpieza de Badalona, y el imbécil ese que no puede ver a Ada Colau más que fregando suelos. Pero lo grave es que sea la Europa institucional y oficial la que esté dando pasos en ese sentido. Enfocar el problema de los refugiados y de la inmigración a partir de una idea simplona basada en el miedo, y propia del marido de Thelma o de Jorge Fernández, impide que el análisis de algo tan complejo pueda ser mínimamente atinado. Cómo va a llegar Europa a un plan eficaz en los países de origen si todo lo que hace es resoplar mirando al techo y preguntarse si todo esto me va a costar dinero, como un idiota. Y, de la misma manera que Le Pen cuela autoritarismo a partir de una idea única de enganche, Europa deja caer sus propias leyes y pautas por el mismo procedimiento. Este lamentable episodio de los refugiados sirios nos obliga a repasar el abecé de la convivencia y recordar la diferencia entre el estado de derecho y el estado policial. En un estado policial, un policía te puede atrapar y romper las rodillas por maricón. Esto se debe a que: 1. puede decidir que ser maricón es un delito; 2. puede decidir que eres culpable; y 3. puede decidir que la pena por ese delito es partirte las rodillas. En el estado de derecho no hay más delito que el que la ley diga, más culpable que el sentencie un juez, ni más castigo que el que el código penal establezca. Pues con este asunto se está ensanchando la actuación de los estados en la que no hay ley, sino sólo cuerpos armados, es decir, estado policial. No sólo tiene cada vez más idiotas xenófobos en plantilla. Como Le Pen, Europa está infiltrando en su mundo dosis dañinas de autoritarismo antidemocrático a partir de conductas inhumanas regidas por la idiotez. Mientras, la tragedia a sus puertas crece y las soluciones para los países de origen se alejan. Idiotas.

Tontos del culo.

sábado, 12 de marzo de 2016

¿Y si se abstuviera Podemos? La enseñanza pública, por ejemplo

En el hoy y mañana y ayer, junto
pañales y mortaja, y he quedado
presentes sucesiones de difunto. (F. de Quevedo)

En Reikiavic, al empezar los meses oscuros, amanece cerca de las doce de la mañana y media hora más tarde empieza el atardecer y el crepúsculo. El sol no llega a levantarse. El ánimo de Quevedo le mostraba una imagen parecida de la vida. Pasamos de los gorjeos infantiles a las fatigas de la vejez, la mortaja de difunto sigue a los pañales de recién nacido, sin que la vida haya podido alcanzar una verdadera plenitud. Quevedo tuvo sus cansancios y sus amarguras y veía así las cosas. Y a lo mejor es algún tipo de cansancio el que me trajo su memoria a propósito de algo tan cansino pero tan poco poético como este desgobierno nuestro. Deberíamos haber presenciado tres fases tras las elecciones. Con tanto grupo parlamentario nuevo y tanto aggiornamento de los grupos “viejos”, era lógica una fase en la que cada uno se dedicara a presentarse a los suyos y en sociedad y en la que hubiera más monólogos que diálogo. La fase siguiente debería ser la del mediodía y plenitud política, la del diálogo y búsqueda de gobierno. Y si falla, la tercera fase debería ser la preelectoral, en la que cada grupo se desentendería de los demás y de la formación de gobierno y se centraría en la imagen electoral que quería dar para las elecciones inminentes. Pero nos pasó como al sol de Reikiavic. Pasamos del postureo inicial para los propios a los aires electorales sin que una verdadera fase de diálogo llegara a coronarse en el alto cielo. El proceso juntó sus pañales con su mortaja con sus señorías a salvo y convencidas de la culpa del de al lado. Nada de lo que se hizo tenía el convencimiento ni el propósito de formar un gobierno. Al menos no plenamente.
Quizás estén en la retina las coloristas, y ciertamente brillantes, intervenciones de Pablo Iglesias, en las que parecía que más bien exhibía sus poderes y arengaba a los suyos que acercaba posiciones a quien debía acercarlas, que es el PSOE. El momento de la cal viva puede recordar por su contundencia a aquel en que Pedro Sánchez le dijo a Rajoy, a unos cuarenta centímetros de su cara, que no era una persona decente. También está en el recuerdo aquel gobierno progre ya hecho y acabado que hizo público Pablo Iglesias, más como un órdago de macho alfa que como una verdadera propuesta para hablar. Se puede decir, sin duda, que Podemos no hizo gran cosa para que hubiera ya un acuerdo que pusiera a Pedro Sánchez en la Presidencia y hasta se puede sospechar que en algún momento preferían unas nuevas elecciones en las que pudiera mejorar sus resultados.
Pero, con todo, nadie debe caerse de un guindo. El PSOE profundo no quería un pacto con Podemos; por desconfianza, por miedo a que su vecindad los devorase o por simple choque cultural. O por intereses inconfesables en algún caso. Los primeros pasos de Sánchez fueron en dirección a Podemos. Tenemos también en la memoria aquel viaje a Portugal, bien aireado, que era toda una declaración de intenciones. Y recordamos también el vocerío de los barones, las arritmias de los veteranos y el crujido sordo de las entretelas del PSOE ante un entendimiento con Podemos. Pedro Sánchez tenía muchas presiones contra la coalición hacia la que había movido sus pasos. Por mucho que invoque ahora un pretendido odio de los morados, y por lejana que haya sido la mano de Podemos, estamos donde estamos también porque el PSOE no quiere gobernar con Podemos.
Así que el PSOE se instaló en su discurso habitual: la izquierda tiene que votar su Presidencia por el imperativo moral de parar a la derecha, sin más argumentos. Y luego, como siempre, ya harán la política que les convenga. De hecho, no están pidiendo el voto de Podemos y la izquierda, sino su abstención, que no bloqueen y que luego ya el gobierno rojo anaranjado en minoría buscará apoyos para cada cosa. No es que suene mal. Aunque los argumentos contrafácticos nunca son demostrativos, es humano conjeturar. Así que supongamos que Podemos se abstiene y Sánchez es Presidente con PSOE y Ciudadanos.
Pensemos, por ejemplo, en el gran pacto nacional por la enseñanza. Podemos e IU llevan en su programa la supresión gradual de los conciertos educativos, hasta que no haya enseñanza privada pagada por el Estado. La enseñanza privada concertada introduce dos problemas en el sistema educativo: la segregación y la desregulación. El problema de la segregación no es la segregación por sexos, como pretende ahora el PSOE. El problema es la segregación académica temprana, por la que los casos que requieren atención especial se concentran en las aulas públicas, mientras las concertadas, pagadas por el Estado, se los quitan de encima. La segregación temprana es injusta individual y socialmente (estadísticamente, el riesgo de fracaso se da más en familias de clase baja), es innecesaria (los estudiantes aventajados no se retrasan por tener en el aula casos de atención especial), es ineficiente (se saca más cualificación de toda la población que de una parte) y produce una desagregación social potencialmente peligrosa. La desregulación se produce porque, al ceder el Estado el servicio de educación a empresas privadas, ese servicio quedará marcado por el ideario, principios y maneras de esas empresas (casi siempre la Iglesia) y no por lo que las leyes establecen. Recordemos que la LOMCE ya permite que el Estado no garantice una plaza en la enseñanza pública a todo el mundo. En un pacto nacional, e ideologías aparte, Podemos tiene derecho a decir que la enseñanza concertada está perjudicando el servicio público de enseñanza y que debe considerarse su desaparición si nadie propone una manera en que no introduzca segregación y desregulación.
Y ahora viene la conjetura. El PSOE haría lo que ya está haciendo. Ya está diciendo que sí pero que hay que conciliar y que basta con que la concertada no segregue por sexos. Ciudadanos ya declaró cansinos los líos con la asignatura de Religión y la enseñanza concertada, es decir, con los intereses de la Iglesia, y que hay que ir a lo que importa. Que las cosas sean cansinas quiere decir en boca de Rivera que queden como están. Y lo que está es la LOMCE. Y el PP no se abstendría evidentemente. Defendería con uñas y dientes la presunta libertad de enseñanza que defienden con uñas y dientes el obispado y el Opus Dei. Se votaría en contra de la supresión de la enseñanza concertada y de cualquier modificación de alcance en ella. Y eso, votado por PSOE, PP y Ciudadanos, se presentaría como parte de un gran acuerdo nacional, del cual se descolgarían por radicales y por odio Podemos e IU. Y este sería el patrón más habitual. Podemos y la izquierda se encontrarían con una gran coalición de facto que les dejaría, no en la oposición, sino fuera del sistema una y otra vez. Una gran coalición que ellos habrían facilitado con su abstención.

Seamos claros. No debe haber elecciones y tiene que haber una manera en que Podemos deje al PSOE en el poder. Pero esa manera no puede basarse en la confianza. Podemos tiende a poner mucha energía en cosas secundarias (no es el momento de hacer amigos o enemigos por el nombre del Congreso), pero el PSOE tiende a no poner ninguna energía en las cosas principales. Los socialistas piensan de la concertación de centros lo mismo que IU. Lo que cambia es el énfasis en defender lo que se cree, en esta y otras cosas. El PSOE no puede pedir confianza sin más, tiene que ofrecer algo más para que la abstención no conduzca a una legislatura de gran coalición. Tiene que ofrecer garantías (¿gobierno de coalición?) y comprometer puntos relevantes del programa. Lo demás se parece más a un chantaje, de los señores de las arritmias y la cal a Sánchez y de Sánchez a Podemos; y a una burla, de todos ellos a todos nosotros.