viernes, 22 de enero de 2016

El único presidenciable y su vicepresidente

Tenemos ya un Parlamento constituido y facultado para hacer y derogar leyes, en el cual el Ejecutivo está en minoría. Como esto se alargue, se oirá una sonrisa en la tumba de Montesquieu cuando el Gobierno tenga que tramitar la derogación de su propia ley de educación por imperativo del Parlamento: por tiempo limitado, tenemos separados el poder legislativo del ejecutivo. Claro que el juego no debería durar mucho y los actores deberían normalizar ya las cosas, antes de que a los ciudadanos les empiece a dar pereza que haya Gobierno.
En realidad, las posibilidades siempre fueron una. La cuestión no era elegir la mejor de las opciones de gobierno, sino gestionar correctamente la única opción que había, que era la de investir a Pedro Sánchez con el apoyo de Podemos (para empezar). Rajoy no podía ser Presidente porque sólo tenía el apoyo de Rivera y con eso no llega. Y no podía tener más apoyos porque había hecho lo mismo que nuestro Javier Fernández para intentar una mayoría parlamentaria: nada. Rajoy quiere que sea tabú y antisistema cualquier posible apoyo del PSOE (Podemos y nacionalistas), de manera que no haya más opción “sensata” que la gran coalición. Pero incluso esto lo repetía con desgana. Él no creía que pudiera ser investido y aún confía en una repetición de las elecciones. Quizá sea hora de entender también que no siempre que Rajoy deja pasar el tiempo busca algo concreto. Su parálisis muchas veces es sólo parálisis. La repetición de elecciones tampoco es una opción más que por fracaso, porque todo quedaría parecido, pero con más desgaste y descrédito. Sólo Pedro Sánchez puede formar gobierno y sólo su incompetencia o la de Podemos o la de los dos llevarían al desaguisado de la repetición de elecciones. Pero ese es el panorama: que se haga bien o mal la única posibilidad que hay.
La transición se hizo con mucho miedo. Las personas que tenían entre cuarenta y tantos y cincuenta y pocos, el núcleo que estructura el país, eran niños cuando la Guerra Civil. Conocieron en vivo el miedo de sus padres. Después atravesaron el hambre y el subdesarrollo. A finales de los sesenta llegaron a la tranquilidad del piso pequeño y el seiscientos. Cuando llegó la transición, el tejido humano profundo del país tenía algo que no quería perder, porque ya sabía lo que era no tener ni comida, y tenía miedo ante la agitación social y la amenaza militar, porque habían aprendido el miedo de niños. El mensaje de Suárez, “por el cambio sin riesgos”, era la horma de la España profunda. Hasta los ochenta, después del 23F y con el PSOE en el poder, el país no notó que había cruzado la transición con el culo apretado. Cuando se acercaban al poder los socialistas, Fraga y la derecha agitaron todos los fantasmas: no podremos heredar el pequeño taller de nuestro padre, nos quitarán los televisores (no es broma; recuerdo a Alfonso Guerra riendo y moviendo las pupilas como un niño travieso declarando: “¿pero qué querrán que hagamos con todos esos televisores?”). En aquella campaña le preguntaron a Carrillo si realmente él creía que el Partido Comunista podía gobernar en España. La pregunta apelaba a si los famosos poderes fácticos tolerarían tal cosa, pero Carrillo, ignorando ese trasfondo, soltó una bocanada de humo y dijo con sorna (retengamos estas palabras): “y si nos votan los españoles, ¿por qué no íbamos a gobernar?”. Con los socialistas en el poder sin que pasara nada, con España en Europa y con la movida desenfadada fue como si el país se quitara la faja y respirara. Pero no perdimos la costumbre de temer los cambios y de aferrarnos a lo malo conocido por lo que pueda pasar. Cuando ganó el PP en el 96, con una mayoría demasiado escasa, todo el mundo dudó de que pudieran formar gobierno. Se creía que era difícil el imprescindible apoyo de CiU por las cosas tan feas que los peperos habían dicho de Pujol (Honorable de aquella). Pero creo que en el fondo la gente no creía que pudiera haber otro presidente que Felipe González, volvía esa orfandad y esa inseguridad si el Caudillo se iba. Martín Villa, que lo sabía todo de cacicazgos, a buena parte, con buen olfato dijo, ante las propias dudas de los suyos, que pasara lo que pasara el PP debía formar gobierno y que los jubilados cobraran su pensión al menos un mes gobernando ellos, para que vean que eso ocurre, que sin González las pensiones se cobran. A eso nos habíamos acostumbrado, a tener cuidado, a no poner en riesgo lo poco que tenemos y a que todo cambio, incluso el cambio más normal, sea un riesgo para lo poco que tenemos.
Y en esas estamos o algunos quieren que estemos. Cuando Podemos se acerca al poder se desbordan los cauces del debate político normal. España vuelve a estar en peligro y otra vez hay que proteger a España de los españoles. No se trata de las críticas que pueda merecer este partido, por sus políticas, sus maneras o sus actos. Todo eso está dentro del bienvenido juego normal. Se trata de la conjunción de tres factores que estamos viendo estos días y que ya vimos hace unos meses cuando asustaban en las encuestas. La primera es la siembra de esa fibra oscura de nuestra historia, ese miedo a lo que pueda pasar, ese peligro que justificaría a saber qué medidas excepcionales. Aparecen editoriales y personajes “independientes” que hablan desde fuera de las disputas partidarias para alertar sobre los males del país. Felipe González viene a decirnos que él en los ochenta no quitó los televisores a los españoles, pero los de Podemos nos van a quitar el resuello. Quiere que PP y PSOE cuanto antes cambien la ley electoral para dar estabilidad al país. Él no quiere una estabilidad tan grande como la de Franco, pero tampoco quiere que tanta soberanía popular porque crea desorden. Con que un cuarenta por ciento de la voluntad popular llegue al Parlamento es suficiente. La idea es que aunque los españoles voten otras cosas, la ley electoral haga que la representación parlamentaria sea la misma y PP y PSOE sigan copando el ochenta por ciento de los asientos. Hasta Francisco Camps se anima a escribir sobre cambios electorales y regeneración.
El segundo factor es una manipulación informativa de los medios especialmente zafia. Es cierto que la que hubo hace unos meses fue más general y coordinada (queda para el recuerdo que una irregularidad de Monedero que se arregla con una declaración complementaria fuera equiparada al desfalco de las Cajas o a Gürtel). Pero estamos oyendo estos días en medios punteros (aunque esta vez no todos) delirantes historias de viajes a Venezuela, que se presentan como “secretos” cuando en realidad eran simplemente desconocidos por irrelevantes, y hasta conexiones misteriosas con Irán. Y el tercer factor es la implicación activa del Gobierno, que utiliza el aparato del Estado en la intoxicación contra Podemos. Ahora le tocó al ultracatólico señor San Jorge Fernández, que está dejando el octavo mandamiento hecho unos zorros y de paso también la dignidad del Ministerio del Interior.

No se trata ahora de si la participación de Podemos en el Gobierno sería buena o mala. Tengo mi opinión sobre el asunto, pero no es el punto que pretendo tocar. La composición del Parlamento hace que no haya más gobierno posible que el que encabecen PSOE y Podemos. La pregunta de Carrillo vuelve a ser la pregunta sobre la realidad de nuestra democracia: y si los votaron los españoles, ¿por qué no van a gobernar? No sé si las cosas pueden mejorar o empeorar porque Podemos ocupe parte del poder. Pero la agitatación de estos días me tiene convencido de que es bueno para nuestra democracia que al menos un mes todo el mundo cobre su sueldo y su pensión con Podemos en el Gobierno. Y que todo el mundo vea que no pasa nada.

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