viernes, 25 de septiembre de 2015

Asturias en su Día

Allá por los ochenta, Alfonso Guerra dio un mitin electoral en el Pabellón de Deportes de Oviedo recién aprobada una ley de atribuciones profesionales de ingeniería, ordenada por él, que había irritado a los ingenieros superiores. Así que unos cuantos animosos fueron a reventarle el mitin. Cuando Guerra empezó a hablar, empezaron a increparle y a hacer sonar silbatos. La nutrida hinchada socialera a su vez se puso a abuchear y a encararse con los reventadores. Guerra, rápido de reflejos, pidió a los suyos que se callaran. “A ver cuántos son”, dijo saboreando la travesura. Obviamente, eran pocos y sus gritos en medio de aquel silencio y en aquel pabellón quedaron tan desangelados que parecían gimoteos de plañidera, provocando la hilaridad general y aquel movimiento rápido de ojos que hacía Guerra cuando era feliz.
No puedo evitar esta sensación cada 8 de septiembre. Asturias es el dos por ciento del territorio, población y economía de España. Y no creo que llegue al dos por ciento de dedicación de ningún mandatario nacional (“fuera de un crimen llamativo o un accidente notable, Asturias no entra en las redes informativas españolas”, decía Gregorio Morán). Eso, lo de ser el dos por ciento, está ocurriendo ahora mismo y ocurre cada día. Pero el 8 de septiembre siempre me parece que algún gracioso manda callar a toda España para que suene Asturias, a ver cuántos somos y cuánto somos. Y qué poco suena Asturias. Sí, cierto hormigueo de banderas y manifestaciones de apego se oyen y se notan. Pero con los actos institucionales tan tristones y con esos discursos simplones y revenidos, tantas veces repetidos que ya huelen agrios como una regurgitación, el dos por ciento que es Asturias no alcanza ni para que se oiga su día dentro de su territorio.
Se dice que Asturias es acogedora porque naturaliza y hace propio sin estridencias a cualquiera que afinque o a cualquier cosa que pase por aquí. Para lo bueno y para lo extravagante. Lo mismo nos acostumbramos con amabilidad y sin esfuerzo a un nuevo vecino venido de no sé dónde, como nos habituamos al carbón que va saliendo por décadas de un barco hundido en la costa. Mis hijos, que no conocieron la playa sin el Castillo de Salas, creían de pequeños que el carbón se obtenía del mar de tan normales que se hacen aquí las cosas.
Asturias es tierra emocionalmente fértil a la manera en que son fértiles los terrenos. Se echa raíz aquí casi sin darse cuenta y quien se crio aquí, si se va, se va como trasplantado, con terruño en los pies. En esa raíz hay algo de ese clima que, cuando llega a Asturias, se rompe en microclimas distintos de valle en valle, de la costa a la montaña o de un momento al momento siguiente; también hay algo del abrazo del paisaje, y quizá del olor de la sidra o de la retranca burlona. Igual que quienes tienen materias primas se creen en posesión de “riqueza natural”, quienes se sienten agraciados por su entorno tienden a enredarse en leyendas y en una visión deformada de sí mismos, como se dolía también Gregorio Morán desde La Vanguardia. Sobre todo, como digo, si se trata de una tierra acogedora que rápidamente asimila como normal y de toda la vida cualquier cosa, así sean aviones estridentes que llegan cada verano como si siempre hubieran estado ahí, el enigmático campus universitario que parece haber llegado rodando a Mieres como desgajado y caído de algún árbol, mandones desorientados con una fortuna robada que, como los aviones, parece haber estado siempre ahí, o gobiernos que gobiernan en prórroga presupuestaria o con pactos bajo manga. El mismo Gregorio Morán cruzaba los dedos por el próximo desembarco de Carlos Slim en el Principado. Enseguida naturalizaremos al personaje y sus actividades y parecerá de Oviedo de toda la vida, que aquí somos más campechanos que un Borbón.
En tierra tan dada a tomar cualquier cosa por costumbre es lógico que el tiempo sea perezoso, el pasado se resista a desaparecer y en el imaginario popular estén mezclados presentes y fantasmas. Hace unos meses, Pablo Prieto en este mismo periódico nos chasqueaba los dedos delante de los ojos para que despertáramos y viéramos que la plantilla de HUNOSA es la quinta parte de la de Alimerka, que en Asturias hay muchos más autónomos que asalariados y que no hay ningún centro laboral con más empleados que el HUCA. Quizá por esos pliegues del pasado en el presente, pudimos ver a nuestro Presidente, en un momento en que su representación colectiva tiene el máximo simbolismo, en oficios religiosos y en santa y pública compaña con el Arzobispo Sanz Montes. La estampa en sí, Presidente y Arzobispo en el Día que debería ser de todos, huele a alcanfor. Es además institucionalmente equivocada porque la Iglesia no es una referencia de unidad entre los ciudadanos ni es propia de un Estado democrático y, por tanto, laico. Y además el señor Sanz Montes en particular se vino distinguiendo por su actividad política y partidaria y rechina la intuición democrática de cualquiera que el mensaje político conservador tenga una presencia natural y orgánica en el Día de todos y sin necesidad de ganar elección alguna.

El 8 de septiembre podía ser el momento en que las instituciones refrescaran la imagen del Principado y sus tendencias, recopilaran planes e hicieran visibles aspiraciones, líneas claras de futuro y, por qué no, reivindicaciones colectivas. Los relojes de los ordenadores están siempre en hora porque cada poco se sincronizan por la red con los relojes oficiales. El 8 de septiembre podría ser ese día en que nos sincronizamos con la Asturias real para estar en hora con ella y no dejar que se nos acumulen extravagancias y monstruos que van soltando su humor paralizante como un barco hundido que soltara carbón con una paciencia de años. De momento, el 8 de septiembre sólo es el día en que no se nos oye y en que el poder político y religioso salen del pasado a hacer su performance repetida.

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