lunes, 28 de septiembre de 2015

Zurcido de actualidad con Cataluña al fondo

 —¿Y cuál es tu concepto de libertad?
—No, no empecés con eso, todo el mundo lo sabe. ¿Y si a S. Martín los soldados le hubieran planteado discúlpeme, General, antes de cruzar la cordillera me define cuál es su concepto de libertad? Qué se yo, libres, no entendés, libres. (El hijo de la novia).
España, algo apolillada por rigideces de una transición que acabó siendo un régimen, se raja por Cataluña. Y ya se sabe que cuando un mueble se resquebraja salen olores viejos y trozos rancios de material en mal estado. Cómo no iba a resonar con el crujido de Cataluña la voz del cardenal Cañizares instando a vigilias y misas por la unidad de España. Cómo no iba a mentar Morenés con aliento de alcanfor al ejército (será por la cosa del sentido común que tanto pregona Rajoy; ¿para qué negociar o razonar si podemos resolverlo limpiamente a hostias?). Cómo iba a faltar el Marca al sonido del derrumbe, poniendo altavoz al casposo Que viva España de Manolo Escobar tras el éxito del baloncesto y extenderse en el orgullo untuoso de las banderas que ondeaban en el pabellón. Adornan el estrépito de espectros, para que sea más coral, Linde agitando corralitos y Tebas en su laberinto jurídico-futbolístico ejerciendo de Adelantado sobre el futuro del Barça. Y no hay día que no recargue el cuadro la demagogia patriotera de los independentistas. Sólo faltan unas declaraciones de Sergio Ramos.
Rajoy no dejó de ser un ejemplo estos años de la caída de la moralidad pública y las maneras democráticas en España. Pero también nos da muestra personal cada cierto tiempo de cuánto se degradó el nivel intelectual medio de nuestra casta política. El enredo que nos ofreció esta semana de cómo se gana y se pierde la condición de español, como si la nacionalidad fuera un pintalabios, es para recordar. Ciertamente, el tema amenaza con convertirse en una paradoja maravillosa. Podría darse el caso de que el cien por cien de los catalanes fueran españoles y Cataluña no fuera España y que los jugadores del Barça tengan derecho a jugar en la Liga, pero no el Barça. Que Rajoy quiera poner orden y pedagogía en semejante trance sólo puede conducir al esperpento.
Pero Cataluña es sólo uno de los escenarios donde el momento político de España se está manifestando como un zurcido mal cosido de piezas inconexas. Todos los pronósticos sugieren que el PP tendrá muchos menos votos en las elecciones generales de los que tiene ahora y a que el PSOE también bajará, aunque los dos sigan siendo los primeros partidos. En Cataluña todo apunta a que el papel del PSOE y del PP va a ser testimonial o de segundones. Esto quiere decir que la erosión del bipartidismo no es circunstancial. Precisamente cuando las circunstancias aprietan y exigen ideas y renovación, como en Cataluña, el duopolio se diluye como un terrón de azúcar y la gente busca ideas y soluciones en un decorado distinto. En el conjunto del país parecen aguantar los dos partidos por la frágil calma inducida por la proclamación continuada de una recuperación económica en la que la gente quiere creer, pero en el fondo no cree. Habrá que ver lo que sucede cuando las consecuencias de esa deuda que no dejó de crecer vuelvan a tener su sitio en los temores de la gente.
Asturias viene dando un buen ejemplo del anquilosamiento orgánico del bipartidismo y de que las piezas de España bailotean sueltas cada una por su lado. Casi seis meses llevamos sin actividad parlamentaria ordinaria, el partido que gobierna tiene apenas un tercio de escaños en el Parlamento y poco más de la mitad de los votos que tenía hace dos legislaturas. Es realmente notable que no cambie nada en las líneas generales de gobierno ni en los órganos internos del PSOE, ni haya alteraciones visibles o movimientos en su militancia, como si no ocurriese nada y todo fuera como ayer. Nos acercamos a la presentación de los presupuestos, la herramienta básica de gobierno, sin que se haya hecho ni un solo movimiento para alcanzar una mayoría que los respalde, como si la prórroga presupuestaria fuera un desenlace aceptable. Asturias entre elecciones parece tierra de nadie. Eso sí, cuando por fin nuestro parlamentín se desperece y se reúna será para hablar también de Cataluña en el tiempo que les dejan libre nuestros asuntos (dos de los doce puntos serán sobre ese tema). A ver si viene alguien de Madrid y nos cuenta algo de lo que pasa por aquí.
Rajoy, a la vez que daba vueltas al enigma de España, inauguraba el puente de Cádiz, “símbolo de los pilares del entendimiento y la concordia”, según su ingeniosa expresión para la historia. En una zona con casi un cuarenta por ciento de paro, uno de los puentes más altos del mundo, terminado con el doble de gasto del presupuestado, parece más un enlace de este presente de deuda y ruptura con ese pasado reciente de grandonismo y despilfarro. Más valor simbólico tiene que la justicia haya embargado el momio vitalicio de Rodrigo Rato por sus tropelías en esa época de puentes de gasto duplicado (por cierto, ¿seguirán todas aquellas amenazas que le atormentaban y que tanto compungieron a Jorge Fernández? ¿Qué habrá sido de aquella seguridad personal tan amenazada y tan necesitada de asistencia ministerial?).

El nudo principal de toda esta cacofonía está ahora en Cataluña y lo bueno de todo es que no hay incertidumbre. Pase lo que pase en las elecciones del domingo, todos los caminos conducen a una negociación para cambiar la Constitución o para cambiar los límites de España. A Rajoy con la idea de España le seguirá pasando como a S. Agustín con el concepto de tiempo (“si nadie me lo pregunta lo sé, si quiero explicarlo a quien me lo pide, no lo sé”) y al personaje interpretado por Ricardo Darín con la idea de libertad (“qué sé yo, libres, no entendés, libres”). Y si nadie lo remedia, nuestro parlamentín seguirá ensimismado y con actividad sólo vegetativa y Asturias seguirá tintineando en el panorama nacional con ese bailoteo que tiene el mango desajustado de los martillos muy trabajados.

viernes, 25 de septiembre de 2015

Cataluña y regeneración

Los problemas, como los edificios, se abordan mejor a partir de cimientos firmes que sobre bases cenagosas. Y a veces esos cimientos son sólo un recordatorio de obviedades. La pregunta que conduce a la primera obviedad sobre la cuestión catalana es si alguien cree que la independencia de Cataluña no está en la agenda política de España, sean poco más de la mitad o poco menos de la mitad los catalanes que quieren la secesión. No se puede dejar este tema Diada tras Diada como si no hubiera tema que tratar y provocar por pura desidia que cada vez haya menos maneras civilizadas de tratarlo. Claro que hay que tratar la posible independencia de Cataluña, aunque sea para evitar que suceda. Y tratarla con Cataluña, no con Obama. Alguien tiene que hablar con alguien aquí.
La segunda pregunta de respuesta obvia es si alguien cree de verdad que una comunidad es independiente porque sus líderes políticos declaren que son independientes. La comunidad internacional insertaría a una Cataluña independiente con facilidad. Ese mantra de que quedaría fuera de la Unión Europea, la ONU y hasta del planeta me recuerda a las abuelas cuando la nieta comunicaba que no se casaría por la Iglesia y anunciaban desmayos, vahídos y remoción de tumbas familiares de tres generaciones. Y siempre había vida después de la boda, menuda memez. Pero claro, la UE y demás organismos integrarían sin problemas a una Cataluña independiente; y Cataluña no es independiente porque Artur Mas con la mano en el corazón la declare independiente y Guardiola al fondo ponga cara de éxtasis. La comunidad internacional integraría a una Cataluña independiente, pero no va a aceptar la independencia que proclame cualquier Lope de Aguirre sobre cualquier terruño. Cataluña no será independiente sin que alguien hable con alguien, quién puede creer otra cosa.
La tercera pregunta que nos refresca otra obviedad es si alguien cree que la permanencia de Cataluña en España consiste en dejar las cosas como están. Es evidente que el problema de la permanencia de Cataluña en España no hizo más que empeorar y que Cataluña no se va a sentir cada vez más española con el paso de los años y las generaciones. Es evidente que la situación de Cataluña tiene que modificarse en cualquier supuesto. Cataluña no seguirá siendo parte de España sin que alguien hable con alguien.
La cuarta pregunta que nos ayuda a establecer lo obvio es si alguien cree que hay alguna manera de mantener a Cataluña en España y a gusto de casi todos sin modificar la Constitución. Qué grave pérdida de tiempo fue rechazar aquel Estatuto que llegó a Madrid allá por 2006 con las bendiciones de independentistas y unionistas y aprobado en referéndum por amplia mayoría de catalanes (la única excepción era el PP, pero qué importa lo que dijera quien cada día señalaba a media España como parte de ETA). Quién podría en varias generaciones poner en cuestión en Cataluña la legitimidad de aquel Estatuto. Qué poca perspectiva para comprender que lo que estaba en juego era más grave que un retoque de la Constitución para que aquel Estatuto saliera adelante.
Y quinta y última pregunta para establecer obviedades. ¿Alguien en Cataluña se opondría a un diálogo sobre la permanencia o salida de Cataluña sin límites y con todas las posibilidades de reforma constitucional abiertas? ¿Alguien se opondría a que alguien hablara con alguien?
Ni la independencia de Cataluña ni su permanencia en España son posibles sin diálogo político. Todo lo que no sea abrir ese diálogo es perder el tiempo y reducir las posibilidades de que el desenlace sea democrático y estable. El diálogo es sobre la independencia de Cataluña, de eso es de lo que hay que hablar. No se puede hablar como si esa independencia no fuera una posibilidad. Ni como si fuera una necesidad.
Desde luego, un diálogo encabezado por Rajoy y Mas da grima al más pintado. Es más fácil imaginarlos a los dos con un pijama de rayas que poniendo una mínima inteligencia en este problema o diciendo algo mínimamente dotado de razón moral. Pero da igual las elecciones que se convoquen y las Diadas que se organicen. Para separarse de España o para seguir en ella tiene que haber diálogo entre el Estado y Cataluña porque la situación actual no es estable. Y no habrá una manera de que Cataluña se mantenga en España de manera estable que no requiera alguna modificación de la Constitución. Desde 2006 la cosa no hizo más que empeorar.
¿Y es razonable modificar la Constitución sólo porque hay un problema con Cataluña? Es razonable modificar la Constitución porque se acumulan los desajustes, el de Cataluña y otros. Seguimos con listas cerradas y por tanto con representantes que deben su condición a lealtades internas de partido y no a la opinión que merezcan a sus representados, que ni siquiera saben quiénes son. Por eso cada vez los políticos tienen menos que ver con el país y por eso cada vez son más ramplones. Seguimos con unas leyes que permiten que los cargos no políticos nombrados puedan ser destituidos por el mismo agente que los nombra. Por eso no pueden ser independientes y por eso los partidos tienen invadidas y atrofiadas instituciones básicas del Estado (Fiscalía General, Tribunal Constitucional, Tribunal de Cuentas, Consejo General del Poder Judicial, …). Seguimos con un Senado parásito y carísimo que sólo sirve de pesebre para políticos que ya empiezan a tener reúma y quieren menos ajetreo y para que los partidos se embolsen cantidades mayores de nuestro dinero. Seguimos con una financiación de partidos que les permite pagos multimillonarios en la cumbre y una notable siembra de mediocridades anónimas que cobran lo que el país no quiere pagar a médicos, ingenieros o profesores. Seguimos sin herramientas para atajar la corrupción estructural de los partidos de gobierno y limitar sus absurdos privilegios. Claro que hay que cambiar la Constitución. La agobiante necesidad de regeneración política en España no puede depender de que Podemos asuste en las encuestas.

Un proceso de reforma constitucional ni paralizaría al Estado ni crisparía o enfrentaría a la población. Al contrario, haría sentir que por una vez se está hablando de nuestras cosas. Poner un informativo y oír hablar de cómo se van a abrir las listas para que poner cara a cara con nosotros a quien nos representa, o cómo se van a limpiar de intereses partidarios las instituciones sólo nos daría cierto rearme moral y, si se me permite, patrio. ¿Por qué no hablar de Cataluña y la Constitución para ver hasta dónde se puede llegar, tan necesitados como estamos de hablar de nuestra convivencia y nuestra Constitución por otros motivos? A lo mejor el problema catalán dispara el proceso en el que se pueden tratar otros problemas que nos paralizan. Porque nadie debe engañarse. Da igual cuántas elecciones y consultas se hagan. El Estado y Cataluña tendrán que hablar y la reforma constitucional será un componente inevitable de esa conversación. A lo mejor la amenaza independentista es también nuestra oportunidad.

Asturias en su Día

Allá por los ochenta, Alfonso Guerra dio un mitin electoral en el Pabellón de Deportes de Oviedo recién aprobada una ley de atribuciones profesionales de ingeniería, ordenada por él, que había irritado a los ingenieros superiores. Así que unos cuantos animosos fueron a reventarle el mitin. Cuando Guerra empezó a hablar, empezaron a increparle y a hacer sonar silbatos. La nutrida hinchada socialera a su vez se puso a abuchear y a encararse con los reventadores. Guerra, rápido de reflejos, pidió a los suyos que se callaran. “A ver cuántos son”, dijo saboreando la travesura. Obviamente, eran pocos y sus gritos en medio de aquel silencio y en aquel pabellón quedaron tan desangelados que parecían gimoteos de plañidera, provocando la hilaridad general y aquel movimiento rápido de ojos que hacía Guerra cuando era feliz.
No puedo evitar esta sensación cada 8 de septiembre. Asturias es el dos por ciento del territorio, población y economía de España. Y no creo que llegue al dos por ciento de dedicación de ningún mandatario nacional (“fuera de un crimen llamativo o un accidente notable, Asturias no entra en las redes informativas españolas”, decía Gregorio Morán). Eso, lo de ser el dos por ciento, está ocurriendo ahora mismo y ocurre cada día. Pero el 8 de septiembre siempre me parece que algún gracioso manda callar a toda España para que suene Asturias, a ver cuántos somos y cuánto somos. Y qué poco suena Asturias. Sí, cierto hormigueo de banderas y manifestaciones de apego se oyen y se notan. Pero con los actos institucionales tan tristones y con esos discursos simplones y revenidos, tantas veces repetidos que ya huelen agrios como una regurgitación, el dos por ciento que es Asturias no alcanza ni para que se oiga su día dentro de su territorio.
Se dice que Asturias es acogedora porque naturaliza y hace propio sin estridencias a cualquiera que afinque o a cualquier cosa que pase por aquí. Para lo bueno y para lo extravagante. Lo mismo nos acostumbramos con amabilidad y sin esfuerzo a un nuevo vecino venido de no sé dónde, como nos habituamos al carbón que va saliendo por décadas de un barco hundido en la costa. Mis hijos, que no conocieron la playa sin el Castillo de Salas, creían de pequeños que el carbón se obtenía del mar de tan normales que se hacen aquí las cosas.
Asturias es tierra emocionalmente fértil a la manera en que son fértiles los terrenos. Se echa raíz aquí casi sin darse cuenta y quien se crio aquí, si se va, se va como trasplantado, con terruño en los pies. En esa raíz hay algo de ese clima que, cuando llega a Asturias, se rompe en microclimas distintos de valle en valle, de la costa a la montaña o de un momento al momento siguiente; también hay algo del abrazo del paisaje, y quizá del olor de la sidra o de la retranca burlona. Igual que quienes tienen materias primas se creen en posesión de “riqueza natural”, quienes se sienten agraciados por su entorno tienden a enredarse en leyendas y en una visión deformada de sí mismos, como se dolía también Gregorio Morán desde La Vanguardia. Sobre todo, como digo, si se trata de una tierra acogedora que rápidamente asimila como normal y de toda la vida cualquier cosa, así sean aviones estridentes que llegan cada verano como si siempre hubieran estado ahí, el enigmático campus universitario que parece haber llegado rodando a Mieres como desgajado y caído de algún árbol, mandones desorientados con una fortuna robada que, como los aviones, parece haber estado siempre ahí, o gobiernos que gobiernan en prórroga presupuestaria o con pactos bajo manga. El mismo Gregorio Morán cruzaba los dedos por el próximo desembarco de Carlos Slim en el Principado. Enseguida naturalizaremos al personaje y sus actividades y parecerá de Oviedo de toda la vida, que aquí somos más campechanos que un Borbón.
En tierra tan dada a tomar cualquier cosa por costumbre es lógico que el tiempo sea perezoso, el pasado se resista a desaparecer y en el imaginario popular estén mezclados presentes y fantasmas. Hace unos meses, Pablo Prieto en este mismo periódico nos chasqueaba los dedos delante de los ojos para que despertáramos y viéramos que la plantilla de HUNOSA es la quinta parte de la de Alimerka, que en Asturias hay muchos más autónomos que asalariados y que no hay ningún centro laboral con más empleados que el HUCA. Quizá por esos pliegues del pasado en el presente, pudimos ver a nuestro Presidente, en un momento en que su representación colectiva tiene el máximo simbolismo, en oficios religiosos y en santa y pública compaña con el Arzobispo Sanz Montes. La estampa en sí, Presidente y Arzobispo en el Día que debería ser de todos, huele a alcanfor. Es además institucionalmente equivocada porque la Iglesia no es una referencia de unidad entre los ciudadanos ni es propia de un Estado democrático y, por tanto, laico. Y además el señor Sanz Montes en particular se vino distinguiendo por su actividad política y partidaria y rechina la intuición democrática de cualquiera que el mensaje político conservador tenga una presencia natural y orgánica en el Día de todos y sin necesidad de ganar elección alguna.

El 8 de septiembre podía ser el momento en que las instituciones refrescaran la imagen del Principado y sus tendencias, recopilaran planes e hicieran visibles aspiraciones, líneas claras de futuro y, por qué no, reivindicaciones colectivas. Los relojes de los ordenadores están siempre en hora porque cada poco se sincronizan por la red con los relojes oficiales. El 8 de septiembre podría ser ese día en que nos sincronizamos con la Asturias real para estar en hora con ella y no dejar que se nos acumulen extravagancias y monstruos que van soltando su humor paralizante como un barco hundido que soltara carbón con una paciencia de años. De momento, el 8 de septiembre sólo es el día en que no se nos oye y en que el poder político y religioso salen del pasado a hacer su performance repetida.

jueves, 10 de septiembre de 2015

Alan Turing y la foto del niño muerto

La película The Imitation Game, criticada por permitirse demasiadas libertades con la biografía real de Alan Turing, tiene una escena que me despertó una curiosidad francotiradora, porque está tan al margen del núcleo de la escena que el personaje de Turing ni siquiera terminó la frase que centró mi interés. Turing convocó a los interesados para una plaza de criptógrafo a una prueba donde se les ponía un problema que en los seis minutos que se les daba era irresoluble. Quería ver qué pauta seguirían aquellas lumbreras ante un problema sin solución. Lo primero que esperaba Turing era que se dieran cuenta de que no tenía solución. Pero era importante que hicieran algo a pesar de que no hubiera desenlace posible. Después de todo, los problemas complejos dan la sensación inicial de no tener solución. Y es interesante ver cómo avanza la gente en lo que no tiene arreglo. Cuando nos ponemos a deshacer el lío que forman unos cables enredados no vemos a simple vista qué secuencia desenredará la maraña. Empezamos a mover nuestros dedos sin solución a la vista. Eso es lo que quería ver Turing. Como padre de la computación, quería que secuenciaran el problema en problemas menores y que, no habiendo arreglo, hubiera avance.
La foto del niño sirio muerto en la orilla, como un pecio de algún naufragio, trae varias cosas a la mente. La principal es la desgracia de cada vez más desventurados que tienen que huir de algún horror a tierras más tranquilas. Hace unos días comparaba en la RPA Francisco Javier Fernández el éxodo de estas personas con el salto que toda aquella gente hacía desde lo alto de las Torres Gemelas, lanzándose a una muerte segura porque el espanto del vacío era menor que el de las llamas. La cantidad de gente que llega a nuestras fronteras lanzándose al vacío en horizontal para evitar alguna de las formas de la tragedia es tal que es imposible acogerlos. Sea cual sea la cantidad de refugiados que se acepte será una cantidad mínima que apenas maquillará el desastre. Todos aquellos a los que no se les deje entrar, que son la mayoría, morirán o vagarán como espectros. Es un problema sin solución. O con una solución tan compleja como la secuencia concreta que ha de desenredar unos cables enmarañados.
Y los problemas sin solución hay que despiezarlos en problemas menores. Esta gente se muere porque se les mata o porque se les deja morir. Esta gente huye porque en su país hay guerra y espanto, o hambruna, o alguna otra maldición. Parece que, como mínimo, habrá que no matarlos. Habrá que no dejarlos morir. Habrá que acogerlos hasta que no se pueda más. Y habrá que intervenir para que sus países no sean torres en llamas desde las que haya que saltar al vacío. Luis Arias Argüelles, con su habitual buen juicio, reiteraba sobre este asunto su aborrecimiento de la demagogia facilona y del sentimentalismo ñoño. Hay una buena razón para abominar del sentimentalismo ante la foto del niño. La crudeza de los hechos sintetizados en esa imagen conmovedora pide a gritos compromiso. El sentimentalismo suele alimentar discursos con los que nadie puede estar en desacuerdo. Y cuando decimos cosas que no se enfrentan con el pensamiento de nadie es que no estamos diciendo nada ni comprometiéndonos en serio. Así es como habla la Iglesia de la crisis o de estas muertes insoportables. Habla con ese discurso desdentado que no muerde ni dice (no como cuando habla de homosexuales o derechos de la mujer, que ahí sí aprieta).
Por eso, dejemos de clamar, mordernos el labio inferior y decir que pobre niño y que alguien haga algo. Abordemos el problema insoluble de la migración centrándonos en los problemas de menos tamaño en que cabe desmenuzar el problema que no tiene arreglo. ¿Qué viene haciendo nuestro Gobierno en estos problemas en que se descompone el gran problema y su calamidad insuperable? Decíamos que deberíamos empezar por no matarlos. En febrero del año pasado murieron catorce africanos en el mar, frente a Ceuta. La Guardia Civil disparó balas de goma a quienes estaban en el agua agarrándose a lo que podían. Y luego dijeron que marcaban con disparos la línea imaginaria que señalaba en el agua nuestra frontera. Y murieron catorce. Jorge Fernández, el Delegado de Ceuta y el Director de la Guardia Civil avalaron en nombre del Gobierno de Rajoy aquella barbaridad. La agencia llamada Frontex se encarga de la “cooperación operativa de las fronteras exteriores” (¿qué diablos es eso de cooperación operativa?) y el mismo Jorge Fernández, el Gran Invocante de Santa Teresa, viene desgañitándose en los foros europeos para que no se convierta tal agencia en una agencia de salvamento. A medida que aparecían cadáveres por docenas en las aguas del sur, gobiernos como el español insistían en que no hubiera salvamentos porque estimularían el efecto llamada. Salvar vidas a punto de expirar malacostumbra a la gente. Si se supiera que iba a ocurrir y hubiera tiempo, ¿pondría usted colchones gigantes al pie de las Torres Gemelas o mientras caían aquellos desventurados los dejaría destriparse para evitar el efecto llamada en los que quedaban dentro? Nuestro gobierno suspende ásperamente en dos de los problemas pequeños que factorizan el problema irresoluble: no matar y no dejar que mueran.
¿Y qué decir de lo de acoger a los que se pueda? En su segundo intento electoral, Rajoy metió la caña en el caladero de la xenofobia a ver si había pesca. Fue cuando quería obligarles a firmar un contrato de respeto a nuestras costumbres y el abominable señor Cañete añoraba a los camareros españoles que eran lo que sabían poner tostadas con mermelada como Dios manda. Ahora rechaza la exigua parte de refugiados que le toca a España, no vayamos a coger ardor de estómago con tanto refugiado dentro. Y pone al xenófobo García Albiol en primera línea, para que limpie Cataluña. Albiol es uno de esos fantoches que creen que “hablan claro” cuando dicen barbaridades simplonas, un bobo irrecuperable que viene al mundo a zanjar asuntos y acabar con las bromas. Rajoy no tiene escrúpulos. De toda esta crisis sintetizada en esa imagen insoportable del niño sirio lo único que le moviliza es la oportunidad de salir con Merkel en las fotos y parecer alguien. Tampoco se distingue para bien nuestro gobierno en lo de intervenir para que los países no se hagan infiernos de los que haya que salir al vacío. Está en mínimos el presupuesto de cooperación al desarrollo, a la vez que está en máximos la deuda exterior: es uno de tantos recortes que no tienen que ver con la deuda, sino con la ideología y la falta de entrañas. No sé cómo empiezan a alabar en Rajoy el arte de flotar, cuando esa es una condición que se alcanza por vaciedad moral.

El problema sin solución admite como factores problemas tan pequeños que llegan a los ciudadanos de a pie. Hace un par de semanas Xabel Vegas consiguió que se me deslizara una gota fría por el esófago cuando recordó que en ninguna encuesta figura la violencia machista entre las principales preocupaciones. Me di cuenta de que a mí también se me habrían olvidado esas mujeres si me hubieran encuestado. Al menos eso. Que un poco más de humanidad palpite en las encuestas con lo que cada uno pueda: pidiendo locales para refugiados, negando el voto a los inmisericordes, protestando, exigiendo a su párroco o a su alcalde, preguntando qué hace nuestro ejército, adónde van nuestras armas. Que las encuestas muerdan las poltronas por tanto desastre. O que deje todo el mundo al niño sirio descansar en paz sin insultarlo con sentimentalismos ñoños.