sábado, 8 de agosto de 2015

Ruido mediático

Cuando leí no sé dónde que el mayor volumen de noticias que se podía oír en televisión era el que daba Sandra Sabatés para dar paso a las gracias de Wyoming, creí que era una broma. Hasta que me fijé. El sensacionalismo y la anécdota banal ocupa el grueso de los informativos y apenas un par de titulares encajan en lo que uno consideraría información pública. Vi en un documental sobre el tema a profesionales, buenos profesionales, encogerse de hombros y rumiar algo de la audiencia televisiva, de la presión y de que “a veces” te tienes que olvidar de lo que sabes del periodismo. Intento entenderlo imaginando la cuestión en mi trabajo.
Imaginemos que en la Universidad no hubiera grupos, sino sólo alumnos a granel por el campus. En las aulas en principio vacías cada profesor está dando su clase y los alumnos cada día se dedican a asomar la cabeza de aula en aula y quedarse en la que parezca ofrecer algo interesante o ameno. Supongamos también que mi sueldo dependiera de la audiencia, del número de alumnos que haya normalmente en mi aula. Y aún peor. Imaginemos que la medición de resultados, y por tanto la decisión sobre el valor de mi trabajo, fuera diaria o semanal. Mi trabajo consistiría en que los alumnos que metan la cabeza en mi aula a ver qué se cuece decidan entrar y quedarse. Nada de complejidades interesantes que se dilatan en el tiempo. Cada cinco minutos tendría que estar diciendo algo gracioso, haciendo alguna pregunta sugerente (¿realmente estuvo implicado Teilhard de Chardin en el fraude del Piltdown? ¿se pueden hacer las fotos de Chema Madoz con la mente de un neandertal?) o diciendo algo chocante (la relación de la sintaxis con los nidos de golondrina) para que esos alumnos que andan zapeando aulas, al sintonizar la mía, se queden. Por supuesto con el tiempo, al tener que llamar la atención en cada momento, desaparecería de mis clases cualquier tratamiento demorado y serio de nada y sólo serían un conjunto de ingeniosidades, un mero abracadabra con apariencia de conocimiento.
Que nadie eche la culpa a los alumnos. Que nadie diga que mis clases derivarían hacia lo insustancial porque es lo que ellos piden y a lo que ellos responden. La culpa sería de un mecanismo necio que simplemente les hizo dar lo peor de sí mismos. En el mundo real ellos mismos están aceptando formas de aprendizaje más serias porque en el mundo real, en mi trabajo, no se puso en marcha ese mecanismo necio que los haría peor de lo que son.
Evidentemente, como haría yo llegado el caso, los periodistas de los informativos de televisión juegan con la baraja que hay. Y la que hay les obliga a lo que podríamos llamar satisfacción informativa inmediata. La ausencia total de información es ese estado en que nos llega el aburrimiento y el sopor. La satisfacción informativa es la respuesta a estímulos que mantienen viva nuestra atención. Con dosis adecuadas de violencia explícita o sexo se puede lograr atención sobre series o películas mediocres. Con campañas de mal gusto y cierta crueldad, Benetton consiguió atención sobre sus productos. La satisfacción inmediata tiene la ventaja de que es instantánea y se alcanza sin esfuerzo. Se puede conseguir entender la situación económica de la UE leyendo artículos de economía durante un par de meses, pero ese es un beneficio diferido en dos meses de disciplina. Satisfacen más la atención inmediata los detalles de alguna orgía sexual de Rodrigo Rato con cargo a una tarjeta de Bankia.
La televisión vive de la publicidad (“yo vendo publicidad”, dijo una vez el director de Antena 3, cuando se les pidió cierta ética y cierta contención) y la publicidad no tiene valor sin audiencia. Hay que pelear con la audiencia minuto a minuto y los informativos tienen que proporcionar satisfacción informativa inmediata, con dosis de inmersión emocional (sensacionalismo) y con anécdotas truculentas de ancianos abandonados por sus hijos que se asfixian por un escape de gas o crímenes desmembramientos de esos que antes salían en El Caso, con un supuesto interés “humano”, pero que no muestran las vigas maestras de la actualidad, esto es, la información de interés público que ayuda a entender las cosas que nos afectan. Los debates tienen el mismo formato sea cual sea el tema, así sean las infidelidades de no sé qué parásito famoso o el caso Púnica. En un debate sobre este último tema, los intervinientes gritaban todos a la vez y repetían a voces una y otra vez la misma idea, sin más estrategia argumentativa que la insistencia y los decibelios. Es fácil zapear y pararse en algo así que incita con fuerza a intervenir como si nos pudieran oír en el plató, debido a que el enganche es inmediato. Si con el mismo zapeo llegamos a uno de aquellos debates que hacían en La Clave in illo tempore, es menos incitativo detenerse, porque allí la satisfacción exigía más esfuerzo y más tiempo, no era instantánea.
Por su parte, la prensa escrita es cada vez menos rentable y más dependiente de quien la financia y de quien pone los anuncios caros que la sostienen (el Gobierno y el Corte Inglés); para qué recordar aquella semana en que defenestraron a tres directores en tres grandes periódicos, Soraya mediante. La prensa digital de momento sólo va abriéndose paso. Y los infalibles algoritmos de Facebook seleccionan con acierto los posts de gente similar a nosotros y los enlaces que nos satisfacen, encapsulándonos en burbujas de gente afín y haciendo sentir en vano a cualquiera que tiene voz y predicamento público.
La cuestión es que las televisiones privadas en abierto no tienen más remedio que recurrir a esos mecanismos que sacan de la audiencia lo más vulgar que tienen. Las privadas de pago siguen el principio normal de la empresa privada, que no es el del beneficio, sino el del máximo beneficio (¿será posible que ninguna de las caras suscripciones de Canal+ incluya un humilde canal de teatro y que siga uno añorando aquel Estudio 1 de los martes en blanco y negro?). Las televisiones públicas que conocemos en esta patria nuestra son un concentrado de todas las groserías, tan zafias como Intereconomía y con la perversión añadida de ser pagadas a nuestro cargo. Nos salieron más baratos los puteríos de Rodrigo Rato que cualquiera de estos chusqueros que infectaron los canales públicos, estatales y autonómicos, durante cuarenta años (estos cuarenta años). Los informativos, en vez de acercarnos a los asuntos públicos, los cubren de ruido: en el sentido metafórico de la teoría de la información, porque tanta ramplonería embota nuestra capacidad de discernimiento en vez de afinarla; y en el sentido etimológico, que iguala la palabra “ruido” a la más culta “rugido”, porque sólo con alaridos nos hablan de la actualidad.

Pero la televisión pública es la única imaginable sin ánimo de lucro, por lo que de ella tendrá que partir cualquier regeneración seria de los informativos. Una televisión pública independiente sería el elemento de arrastre que podría civilizar los espacios informativos y poner sordina a todos los voceras que ahora nos aturden. Podríamos mirar en la BBC cómo se hace independiente un medio público y devolverles el favor a los ingleses mandándoles algunos informativos de por aquí, para que no se les olvide lo que tienen, ahora que políticos de toda condición le dan dentelladas diarias a su admirada televisión pública. Por lo de siempre, porque no es “sostenible” (para el negocio de Alguien, claro).

No hay comentarios:

Publicar un comentario