domingo, 7 de junio de 2015

Nou Camp, el rugido de los símbolos

A los extremistas se les distingue sobre todo por la deformación que son capaces de hacer de quien no sea como ellos. A los casposos por la ceguera de sí mismos que manifiestan al hacer ostentación orgullosa y casi siempre ruidosa de sus severas limitaciones. Extremismo y caspa se derrocharon a raudales el otro día en la plaza de Colón en Madrid, en la esperpéntica y famélica manifestación contra Podemos. Igual que después de una comida grasa y pesada vienen hipos y dispepsias, era inevitable que el discurso indigesto de Esperanza Aguirre trajera regurgitaciones. Volveremos después a la plaza de Colón.
Como digo, los extremistas tienen certezas tan firmes que todos los que no sean ellos están fuera del sistema inhabilitados por alguna horrible perversión. Desde que Aznar le quitó a la derechona el complejo de ser derechona, el PP viene exhibiendo sin disimulo ribetes autoritarios y cada poco sitúa a sus adversarios fuera del sistema, de tan dotados de razón como están ellos. Es muy complicado y muy fatigoso sustentar con razonamientos lo irracional: que Zapatero sea un bastión de ETA o que Carmena sea una amenaza para la democracia occidental son delirios que requerirían argumentos demasiado complicados. Hay que recurrir a las emociones, que son más rápidas y no les incordia el pensamiento racional. Los autoritarios asocian los límites del sistema con sus propias ideas y asignan a esos límites una emoción compartida, pero haciéndola compulsiva hasta un extremo difícil de compartir desde fuera del fanatismo, de manera que queda uno fuera del sistema sin darse cuenta.
Con ETA vivimos escenas dignas de La vida de Brian. El Frente Popular de Judea le imponía a Brian para aceptar su ingreso la condición de odiar a los romanos. Él manifiesta su odio, pero a los frentistas no les parecía que odiase como Dios manda, había que odiar más. Tres veces tuvo que repetir su odio hasta poner el gesto lo bastante furioso para que el Frente viera un odio de ley. Todos deploramos la brutalidad de ETA, a todos nos conmovió y nos crispó cada muerte. Esa es la emoción compartida. Pero Aznar decretó que desde fuera del PP no condenábamos bien a ETA. No bastaba rechazar a ETA para estar dentro del sistema. Teníamos que acreditar compulsión fanática y ser un solo espíritu con Aznar. En caso contrario, un imperdonable baldón nos dejaba fuera del mundo civilizado: nada menos que tibieza o complicidad con el terrorismo. Cuánta nostalgia debe tener Esperanza Aguirre de aquellos tiempos. Ahora ella intenta agitar el espantajo de ETA para que Carmena sea una terrorista anti-sistema y la carcajada hace estremecer a toda la madre patria.
Los símbolos nacionales son otro elemento emocional agitado por la derecha sin complejos para dejar fuera del sistema y del país a todo el mundo. Por supuesto, a nuestro particular Frente Popular de Judea no le basta con nuestro apego al país y nuestro compromiso con él. Hay que darle a la emoción patria un grado de compulsión inalcanzable para quien no sea un patriotero de pandereta como ellos. Si no nos embelesa la bandera o Su Majestad, si no escuchamos el himno con arrobo patriótico, seremos expulsados del sistema por antiespañoles. Cómo no recordar cuando en Gijón se prohibió actuar a Albert Plá, allá por el Año Uno Antes del Carril Bici, por abominar de la patria que le había dado el ser. Y cómo se llenaba la boca el concejal de turno con lo del respeto, España, la nación y los contribuyentes.
Y el otro día de forma colectiva, organizada y premeditada se pitó al himno, a la bandera y a Su Majestad. Para qué quisieron más. Ya quieren poner del revés todo el derecho penal. La cuestión no es la conducta en sí de la pitada. Pitar a símbolos colectivos siempre ronda el mal gusto y más si los pitos vienen de otros patrioteros tragasímbolos, como sin duda era el caso de más de uno. La cuestión es que los que opinemos que no hay más cuestión que la libertad de expresión seremos antiespañoles y agentes erosivos del sistema a ojos de esos furiosos legisladores patrióticos. Regular por ley la conducta que se debe mantener en presencia de símbolos nacionales es una insensatez de esas que no se pueden razonar y hay que ahogar en emociones espurias. Tengo verdadera curiosidad por cómo definirá el “respecto debido” a los símbolos nacionales el bodrio legal que estarán perpetrando ahora mismo. Supongo que donde haya una bandera tendremos que asegurarnos de tener la bragueta subida y el botón de la camisa abrochado, no vayamos a incurrir en desacato.
En España tenemos un problema con los símbolos nacionales. La extrema derecha no se apropió de la bandera. Francamente, la bandera rojigualda nunca fue otra cosa. Como símbolo franquista la conocí y nunca fue algo más amplio que eso, como no sea en lo deportivo. El himno tarareado sin letra parece una broma. Y ya que hablan de respeto, ¿no escarneció el himno como ningún otro episodio la parida aquella de convocar un concurso de letras para el mismo, con su tribunal y sus dietas? La monarquía funcionó como símbolo nacional mal que bien durante unos años, hasta que Juan Carlos I perdió la compostura y la vergüenza, o nos dimos cuenta de ello, o dejamos de necesitarlo para controlar al ejército, o lo que fuera. Tenemos un problema con los símbolos. Pero si se consuma el desvarío de penalizar conductas sobre los símbolos, si empezamos a detener gente por ser maleducada con ellos, si señalamos con el dedo a quien no guarde el debido éxtasis y si seguimos prohibiendo a cantantes cantar porque digan de España lo que les dé la gana, no tengamos duda de que cada vez estarán más lejos de simbolizar al país y lo que nos une. Dicen que otros países penalizan esos comportamientos. Peor para ellos. Aquí nuestros símbolos no andan sobrados de simbolismo como para cargarles detenidos y rencores.

Lo que debe preocuparnos del Nou Camp no es la bajeza de pitar a unos símbolos colectivos que la buena crianza aconseja respetar. Lo que debe preocuparnos es el revuelo patriotero subsiguiente. La hipertrofia de estos estados emocionales no tienen otro desenlace que el odio, la convicción de que tu vecino o el partido que no te gusta o Cataluña entera son encarnaciones de Mefistófeles. Es el tipo de cosas que vimos en la plaza de Colón. La caspa, decía, es la ostentación orgullosa de las limitaciones, la exhibición impúdica de la ignorancia, la “brutal franqueza del castellano viejo” de la que se dolía Larra. Allí estaban los casposos extremistas vociferando odio, transidos de fe con los símbolos nacionales a cuestas. Creo que el primer análisis sintáctico que me mandaron hacer en mi vida fue el de la frase En el mundo suena lo más vacío. Era tercero de Primaria y todos pusimos como sujeto “mundo”. El maestro, después de llamarnos podencos y de dar un par de capones a los que tenía más a mano, nos explicó el sentido de la frase. Si golpeamos un bidón vacío y otro lleno, hace más ruido el vacío. Las personas, decía, son como los bidones, cuanto más vacías más ruidosas y más voceras. Allá los de los pitos con sus bravatas. Pero estos que vocean el nombre de España con los ojos desencajados, los que gritan con la bandera detrás como razón suprema y estos politicastros que van en desbandada a poner el código penal fuera de la democracia, no sólo acreditan su vaciedad personal. Vacían además aún más nuestros ya de por sí desnutridos símbolos.

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