viernes, 13 de marzo de 2015

Asturias inmortal

 “Esta Ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz.” (J.L. Borges, El inmortal).
Ser inmortal es más complicado de lo que parece. A simple vista parece que la cosa consiste en no morir e ir tirando mientras se amontonan los años y las centurias. Pero no es tan fácil. Los inmortales imaginados por Borges sabían que eran inmortales, que el tiempo que les era dado era infinito y así cualquier lapso de tiempo, sean minutos o décadas, era para ellos banal e insignificante. Era inconcebible que tuvieran prisa o un mero impulso por acabar algo iniciado o por iniciarlo siquiera. La inmortalidad les llevó a una indolencia inconcebible para quienes nos sabemos temporales. Uno de ellos cayó en un pozo y estuvo setenta años abrasándose de sed antes de que alguien le ayudara a salir. Él tenía toda la eternidad para olvidar aquel tormento y a los demás le daba igual tirarle una cuerda en minutos o en años. Por lo mismo, porque para todo había tiempo sin fin, toda obra iniciada se dilataba caprichosamente, se interrumpía por tiempo indefinido y hasta se olvidaba de cuál había sido el propósito de iniciarla. La ciudad de los inmortales era una pesadilla: largos corredores sin salida y sin sentido, ventanas perdidas a alturas inalcanzables, escaleras que morían en medio de paredes y no conducían a ningún sitio y otras enloquecidas con los peldaños mirando hacia abajo, edificios sin puertas ni ventanas con sólo paredes impenetrables.
Cualquiera que mire Asturias sin fijarse bien dará por sentado que aquí somos inmortales. Las obras públicas que se empiezan se dilatan y se distraen con la mansedumbre y la indolencia con que se iniciaban y se extraviaban las obras en la ciudad de los inmortales. La variante de Pajares es digna de una civilización donde igual se puede tener a un sujeto abrasándose de sed durante setenta años que se puede mantener a una comunidad entera aislada y remota por varias generaciones antes de que alguien eche agua al sediento o mueva una piedra para hacer un túnel. La última piedra de la autovía del Este tardó tanto que con ella las autoridades inauguraron una nueva autovía, de olvidados que estaban de que era una obra sin cerrar por décadas. En Gijón los trenes serpentean enloquecidos sin llegar a encontrarse nunca porque, para un tiempo infinito, cualquier lapso que se destine a hacer de una vez su nudo ferroviario es baladí.
A veces, de tanto demorarse, olvidan el propósito de las cosas. Por eso, en vez de escaleras que conducen a paredes macizas sin puertas, se pueden encontrar túneles del metrotrén abandonados, que llagan las entrañas de Gijón como la acidez de una mala digestión, tan perturbadores como cualquier demencia de una ciudad de inmortales. Y es que la inmortalidad va asociada a la desmemoria, porque la antigüedad y demasía de las vivencias hacen inciertos los recuerdos. Así Fernández Villa llegó a ser el primero entre los inmortales, aquel tan colmado de acontecimiento vividos que sus recuerdos cayeron en el desarreglo y que ya no recuerda más explicación para su fortuna que la magia o el portento. Los inmortales de Borges, a base de acumular desdén e indiferencia, llegaron a olvidar el lenguaje y por eso Villa, el que hizo y deshizo, el que dictó listas y rugió ceses, ahora, primero entre los inmortales, está mudo y como en trance.
Los inmortales, perdido el lenguaje y seguramente el juicio y no necesitados de subsistencia porque eran inmortales, degeneraron en trogloditas incapaces de discernimiento. Aquí no somos trogloditas, pero se nos va de la región el talento y la cualificación como si fuéramos una esponja que alguien estuviera escurriendo para sacar de aquí todo lo que pueda ser de valor. Mientras, la población envejece y la vida parece marcharse como lágrimas.
La dilatación de los tiempos y el olvido de propósitos hace que la misma cosa se proyecte muchas veces mientras se hace, como si se estuviera empezando a hacer cada vez, hasta que lo que se hace es un zurcido que no era el proyecto de nadie y era el presupuesto de muchos. Quién entenderá algún día el gasto de El Musel. El Musel nos traerá con el tiempo a otros inmortales desmemoriados con fortunas inexplicables y degeneraciones neurológicas que los harán mudos.
Por todas partes se ve el absurdo de organización y movimiento sin objetivo reconocible: campos aprovechables abandonados, primero de la atención del Gobierno, y luego, qué remedio, de la gente que los habitaba; administraciones tan olvidadas de su función inicial que van siendo vaciadas de profesores y médicos y sobrecargadas de puestos partidarios y entes de todo pelaje tan parásitos e incomprensibles como una ventana inalcanzable y sin vistas. En vez de escaleras y corredores que no llevan a ninguna parte, Asturias parece un espacio al que no se llega desde ninguna parte, con líneas aéreas en fuga, variantes ferroviarias en el olvido y autovías en ejecución apática.

Villa sólo es el inmortal que más sobresale. En esta tierra abundamos en desmemoria. El PSOE puede presentarse en todas las elecciones como nuevo en Asturias y Álvarez Cascos como nuevo en política. La propia desmesura de la situación la hace áspera al entendimiento y neblinosa al recuerdo y por eso esta especie de resignación tan paciente y obstinada como el orbayu. “Qué risa, qué pena, qué Asturias tan cómica, tan trágica, tan llena de buenos vasallos si hubiera buenos señores, tan estafada, tan ignorada, tan cansada y envejecida, tan harta […]”, escribía estos días el imprescindible Jaime Poncela en Atlántica XXII. Las señales de inmortalidad son tan tenaces que merecen ser anunciadas al viajero en los carteles de entrada con el inolvidable saludo del comandante Spock: “larga vida y prosperidad”.

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