sábado, 27 de septiembre de 2014

El sistema educativo en el enredo del informe PISA

Podríamos pensar, apelando al segundo esquema, que nos encontramos entre los ciegos del cuento indio, que nos transmite Algacel, que hablan del elefante según la experiencia que de él habían tenido: el que palpó su oreja decía que era un cojín; el que palpó su pata decía que era una columna, y el que tocó su colmillo aseguró que era un cuerno gigante. (G. Bueno, Estatuto gnoseológico de las ciencias humanas).

En dos años España recortó las becas en 275 millones de euros. Los comedores suben los precios, las matrículas son más caras y bajaron las ayudas públicas para libros. ¿Cómo reflejará todo esto el próximo informe PISA sobre la calidad de nuestra enseñanza? Seguramente de ninguna manera.
En uno de sus ensayos, Foster Wallace preguntaba retóricamente a sus lectores si sabían que había diccionarios liberales y diccionarios conservadores. Incluso decía ya en la primera línea que la lexicografía americana tenía “sórdidos entresijos”. La ideología no es mala cuando es un cuerpo estructurado de convencimientos acerca lo justo y lo injusto y se usa para razonar los datos y orientar las conductas. Es mala cuando es una condensación de intereses y prejuicios y pasa a ser la razón para deformar y encubrir. Y también se deforman los datos sencillamente por la parcialidad de la observación. El tacto incompleto de las cosas y la observación sesgada confunde los hechos hasta hacerlos irreconocibles, como les pasa a los ciegos del cuento de Algacel.
El famoso informe PISA va extendiendo su dominio en extensión, porque cada vez se adhieren más países, y en intensión, porque cada vez influye más en las políticas educativas. Nadie duda de que es el informe más amplio de cuantos permiten comparar sistemas educativos y medir resultados. Pero no está exento de los problemas de los diccionarios mencionados por Wallace: el informe es ideológico y está afectado por “sórdidos entresijos”. Ni está exento de los problemas de los ciegos de Algacel: la foto que saca de los sistemas educativos está sesgada y deformada.
Debajo de las cifras y tablas del informe hay ideología, claro que la hay. Y hay sesgo. Es notable el tiempo y recursos que de repente emplea la banca en la educación, siempre al amparo de los datos y las siglas de PISA. Es singular que un cargo como el director global de responsabilidad y reputación corporativas del BBVA sea un asiduo teórico de temas educativos y el propio banco sea casi un think tank de la enseñanza. El presidente del Registro de Economistas Docentes se une a la fiesta educativa y dice que a los niños hay que inculcarles una actitud de ahorro, de gestión, convertirlo en algo innato” (o no habla el mismo idioma que yo, que puede ser, o debe hablar de algún programa de ingeniería genética, porque no veo otro modo de hacer que algo se convierta en innato). Un reportaje aparecido en El País se alborozaba por la experiencia de un aula de 3º de la ESO que se había puesto manos a la obra en innovación y los alumnos abandonaron el aula con una misión: averiguar dónde les saldría más rentable abrir un plan de pensiones”. Claro que hay ideología y sesgo.
En una carta abierta al director de PISA aparecida en The Guardian, cincuenta académicos de todo el mundo recuerdan, entre otras cosas, dos detalles que tienen que ver con la parcialidad del informe. Una es que PISA es un órgano de la OCDE y esta es una organización que, por su naturaleza y objetivos, siempre va a hipertrofiar el papel de la economía en la educación. La otra es que el informe está hecho por especialistas en psicometría, estadística y economía. No hay historiadores, sociólogos, filósofos o lingüistas. Y, lógicamente, desde el tacto parcial de la educación el elefante puede acabar pareciendo un cuerno gigante y un plan de pensiones para adolescentes acabar pareciendo la monda en innovación educativa.
En la carta abierta se menciona sin nombres lo que en otros artículos se señala con nombres y apellidos y que apunta otro problema inquietante: que el informe PISA tiene “sórdidos entresijos”. No sólo son dineros públicos los que están detrás de la estructura de PISA. Grupos privados con fuertes negocios en la educación están financiando y orientando este informe. Carlos Manuel Sánchez cita el caso de la editorial Pearson, que ya consiguió el millonario negocio de diseñar los exámenes y el enorme poder de que los exámenes por ellos concebidos señalen hacia dónde hay que dirigir la formación. Por ejemplo, ahora Finlandia ya no sale tan bien parada en PISA. El poder de Pearson consiste en que se preguntan en Finlandia qué está fallando en su sistema de educativo, en vez de preguntarse todo el mundo qué falla en el informe para que un sistema como el finlandés parezca casi mediocre. Sánchez recuerda que Pearson es la editora de Financial Times y The Economist y que ya tuvo que pagar en EEUU una multa de más de siete millones de dólares por relacionar ilegalmente las actividades de sus fundaciones sin ánimo de lucro con sus negocios. Como la lexicografía americana: ideología y sórdidos entresijos.
Por eso el informe no será sensible a la caída de las becas, como no lo es a la segregación que provoca el sistema educativo en Madrid. Y por eso entienden que los llamados valores han de ser los que se traigan de casa. Siempre es delicado cuál es el punto en que el Estado debe corregir lo que viene de las familias y hasta dónde llega el derecho de las familias a que el Estado no menoscabe su influencia. Pero desde luego debe haber algún punto. Aunque el padre de Manolito, el de Mafalda, pensase que no reporta beneficios saber que el Everest es navegable, seguramente es razonable que el Estado intente que Manolito sepa que el Everest no es un río, piense lo que piense su padre.
Se discute también la base matemática. Tanto que la India se dio de baja de PISA. La India tiene una sólida tradición de buenos físicos y como buenos físicos justifican su deserción recordando a Bohr y las mediciones cuánticas: lo que refleja el informe, como todos, no son las cosas reales, sino la manera en que las cosas reaccionan a la manera de medirlas. Y la manera de medir de PISA es motivo de fuertes reproches entre los matemáticos.
En España, por mucha tarea que quede por hacer, si hay que quedarse con alguna simpleza, es más cierto que tenemos las generaciones mejor preparadas de nuestra historia que cualquier tiempo pasado fue mejor en educación. El informe PISA se está usando abusivamente para: sesgar la educación hacia un pretendido pragmatismo económico de cucharón y poca monta; decretar una alarma que justifique cualquier cosa que se haga (¡pues no se está diciendo desde el Gobierno y el BBVA que la baja formación es causa del paro! ¿Qué puestos de trabajo, cualificados o no, están perdiendo nuestros jóvenes por no estar debidamente formados? ¿No tendrá algo que ver en el paro la pobreza y en esta los cientos de miles de millones de euros enterrados en malas prácticas bancarias?); hacer reválidas, inducidas por PISA, que no tienen más objeto que separar a los alumnos por rendimiento a unas edades en que toda separación acaba siendo social sin excepción (en Finlandia no hay pruebas externas hasta los 18 años).

Así, con las cifras de PISA deslizándose como código de Matrix, Wert y Gomendio pueden decir que la calidad de enseñanza no empeora porque haya más alumnos por aula ni por las condiciones de trabajo de los profesores (en un par de años, en Asturias se duplicaron las medias jornadas, es decir, el número de profesores de 900 euros al mes; compárese con los sueldos y los sobresueldos de los puestos nombrados por el poder político, así sean cargos políticos o funcionarios, en el mismo Principado de Asturias). Y nos dicen también que el precio de las matrículas o la cantidad de las becas no afecta a la “equidad”. Aunque a tales paradojas no les sacaría el sentido “el mismo Aristóteles si resucitara sólo para ello”, Wert sabe lo que dice. El informe PISA no dirá que nada haya empeorado por eso. Tiene otras prioridades.

Populismos y simplezas

 “Iuro, iuro, pater, numquam componere uersus.” (Ovidio, Tristezas).
“La verdad siempre es demasiado complicada. Para gobernar es necesario simplificarla”, decía un consejero real en El pacto de los lobos. Nada precipita más la apetencia de simplicidad que la inseguridad o el miedo. Con el desasosiego y el temor a perder, la simplicidad es una esperanza. La simplicidad es la promesa de que la causa de los problemas es simple y simple es la solución. El populismo es la manera de hacer política que alimenta esa esperanza basada en la sencillez de las cosas. El populismo siempre simplifica. Se puede dar en una versión positiva e imprudente cuando el populista dice lo que la gente quiere oír y toma medidas alegres y temerarias. Y se puede dar en una versión negativa y oscura, cuando el populismo establece como causa simplona de los problemas a grupos humanos concretos a los que señala y denigra.
Pero el populismo es más un mineral que una roca. Es más un componente que se da en distintas dosis en las políticas de los partidos, que un tipo puro y monolítico de política. Aznar voceaba desde la oposición que no sobraba ni un minero allá a primeros de los noventa. Zapatero regalaba cheques bebé y ordenadores al tuntún mientras su ministro Sebastián se sentía casi maoísta bajando impuestos. El propio Rajoy, en unas elecciones que tenía perdidas, quiso introducir elementos xenófobos. A lo mejor es que así se sentía nórdico o algo de eso. Era la época en que decía que había que obligar a los extranjeros a firmar una obligación de conocimiento e integración en nuestra cultura (?) y en la que Arias Cañete deploraba lo mal que servían los extranjeros los desayunos y echaba de menos a aquellos camareros españolazos que te ponían no sé qué tostadas con mermelada. Debía ser mujer la periodista con la que hablaba y no quiso forzar la altura intelectual de su comentario para no marearla.
En estos días el populismo en España es un curioso eufemismo para referirse a Podemos. Ciertamente, el enganche de esta formación con una inesperada cantidad de gente gira en torno a una idea simple: los políticos que vienen gobernándonos forman una casta alejada de los ciudadanos y pendiente sobre todo de sus privilegios. Dicen más cosas, pero el tirón les viene de las que se deducen de esta. Puede sonar populista porque ciertamente se invoca una causa simple para los males.
Los partidos habituales en el poder se esfuerzan en reprochar este populismo y advertir de lo peligrosos que resultan análisis tan sumarios. Pero lo están haciendo con notable aturdimiento. Denuncian la simplicidad derrochando simplezas, advierten del populismo con mañas populistas. Tiene su gracia deplorar el populismo desde Sálvame. Por el orden alfabético, simplicidad y simpleza están cerca en el diccionario, y por lo que se ve también lo están en las conductas de nuestros personajes públicos, que nos ofrecen más veces pruebas de necedad (simpleza) que de sencillez (simplicidad)., A veces recuerdan la anécdota del poeta Ovidio, cuando su padre le exigió que dejara la poesía y se dedicara a cosas de provecho. Le prometió a su padre que no volvería a escribir versos, pero se lo dijo con un perfecto verso hexámetro con espondeos y dáctilos (“iuro, iuro, pater, numquam componere uersus”). Se ve que algunos llevan la poesía o la simpleza demasiado dentro como para que no les aflore.
Así, se agitaron advertencias de Venezuela, el caos y la pobreza, se invocaron sombras de Mussolini, Le Pen o Berlusconi y se mentó el neocomunismo con la gravedad con que el delirante sheriff de Primera Plana veía a las ratas bolcheviques trepar por el mástil de la bandera y roer sus barras y estrellas. Pablo Iglesias parecía el malvado emperador Palpatine diciendo lo de “utiliza tu ira” y sintiendo como crecía el poder del lado oscuro con tales desvaríos.
Quizá no sea una mala aspiración la de la simplicidad, pero cierto tipo de simplicidad virtuosa. Después de todo, no deja de ser una obligación de la comunicación pública. Digas lo que digas en comunicación pública se te entenderá algo simple que se pueda recordar y repetir, así que mejor di ya de mano algo simple para que no te lo simplifiquen a su manera. Y además, si es un pecado intelectual simplificar lo complejo, más lo es complicar lo sencillo. Así que empecemos por simplificar.
La casta existe. No hay cargos públicos independientes, todos están al dictado del aparato partidario que los nombra. Se crean órganos o se hinchan para dar cabida a ex-cargos o proto-politiquillos treintañeros. Tienen privilegios de todo tipo y no se les ve por los barrios a los que representan. Nadie sabe cómo hablar con sus diputados ni cómo se llaman. Ni falta que hace porque las listas son cerradas y ellos se deben a quien los pone en esa lista. La casta existe.
La simplificación populista consiste en asumir que los males tienen una causa simple y una solución simple. La simplificación virtuosa consiste en asumir que lo que es simple es el punto de partida. La complicación sólo sirve para no echar a andar. Se puede ver en casos como la regulación de la eutanasia, donde es todo tan complicado que nunca se da un paso. Y no digamos con Cataluña. Decir que España está en la ruina por culpa de la casta y que echándola saldrá de ella es populista. Decir que hay que empezar por la casta para arreglar las cosas es racional y operativo.
Si tenemos que ir desde la playa de Gijón hasta El Llano, no pensamos en el camino largo y caprichoso que tenemos que hacer para dar el primer paso. El arranque de la caminata se basa en una decisión sencilla de por dónde empezar y qué dirección tomar. En España las formas políticas están tan enquistadas que cualquier cambio justo en la gestión del Estado y de nuestros servicios ha de empezar por la transformación del funcionamiento de los partidos y los cargos electos. Hay que empezar por abrir listas y hacer transparentes los dineros y las instituciones para que el aliento de la sociedad entre en ellas. No es esto lo que permitirá bajar nuestra deuda. Decirlo sería populista. Pero sí es el primer paso para llegar a una gestión justa del Estado y la deuda. No hay que buscar verdades más complicadas, como reclamaba el consejero real.

Podemos aún no acabó de revelar su forma completa ni mostró más que parcialmente sus aspiraciones. Pronto se les caerá la hoja de parra. Es pronto para decir si sus simplicidades son populistas o virtuosas o en qué dosis son una cosa y la otra. El efecto previo desde luego es saludable. Pedro Sánchez, martillo de populistas, fue uno de esos proto-politiquillos treintañeros al que el aparatón del partido sentó en Bankia y firmaba papeles que no entendía mientras cobraba como consejero y obtenía los privilegios correspondientes. En vez de descender a las cloacas de la telebasura y llenarse la boca de palabrotas como populismo, debería intentar inyectar en la vida pública algún gramo de dignidad, después de las bajezas a las que nos acostumbró este gobierno. Quizá ganase crédito asimilando la lógica de Groucho Marx. Quizá podría explicarnos qué piensa hacer para que no siga ascendiendo a la primera plana de la política gente como él.

La ley y la transparencia

 “Certifico a V. Md. que vi al uno de ellos, que se llamaba Jurre, vizcaíno, tan olvidado ya de cómo y por dónde se comía, que una cortecilla que le cupo la llevó dos veces a los ojos, y entre tres no le acertaban a encaminar las manos a la boca.” (F. de Quevedo, Historia de la vida del Buscón llamado D. Pablos; ejemplo de vagabundos y espejo de tacaños).
Los distintos gobiernos que tenemos sobre nosotros se están afanando en la cosa de la transparencia y la regeneración democrática. No es que ellos sean opacos ni casta ni nada parecido. Durante décadas dijeron que no lo eran y en los últimos meses unas veces lo braman y otras lo lloriquean. Pero de todas formas, están decididos a ser más transparentes que nunca. Lo que pasa es que en política las palabras no significan lo mismo que en la vida corriente. En política ser más transparente no significa cambiar las conductas, sino hacer una ley de transparencia y crear comisiones para la transparencia.
La transparencia la entendemos normalmente como la inteligibilidad de las conductas. Una actuación nos parece transparente si la entendemos. Y la única forma lógica de entender la transparencia es que cualquier ciudadano pueda entender qué hacen sus gobernantes y en qué gastan su dinero. Lo contrario, la opacidad, es condición y arranque para todos los desmanes y demasías.
Pero lo que decíamos al principio no era una broma. La administración central y la autonómica quieren hacerse más transparentes haciendo una Comisión de Transparencia, creando unidades de transparencia en cada consejería para “encauzar la información”, formando más comisiones para evaluar la marcha de la transparencia y organizando cursos sobre transparencia, esa Gran Desconocida, para los empleados públicos. Desconozco qué clase de cualificación tendrán los expertos en transparencia y no consigo adivinar el temario de tal prodigio. Tampoco sé qué aspecto tienen esas unidades que, tras la promulgación de una ley, “encauzan la información” en cada consejería.
Ciertamente a veces hay que ser indulgentes con los infortunios de los gobernantes. Y quizás aquí haya que serlo. Tal vez para los usos políticos de España la transparencia sea tan extraña como la comida para el vizcaíno Jurre, que en casa del licenciado Cabra por falta de costumbre ya no sabía con qué órgano se come y hacia dónde había que dirigir la cuchara. Siendo la transparencia tan desacostumbrada en la gestión pública, quizá sea normal que no sepan ya cómo es eso de hacer cosas que cualquiera pueda entender y en su intento de ser transparentes caen en la extravagancia y empiezan a crear comisiones y cursos de transparencia con el mismo desorden y falta de tino con que el vizcaíno quevedesco se llevaba la comida a los ojos.
Hay tres formas de ocultar una cosa a los ciudadanos y ninguna de las tres es desconocida en el ejercicio de nuestros políticos. Una es esconderla. Otra es dejarla a plena luz, pero mezclada con tantas otras cosas que cueste distinguirla. Y la tercera es que, por acumulación, acabe por no verse, por lo mismo que un sonido repetido acaba por no oírse. En el primer caso se miente y se oculta. Los partidos políticos, por ejemplo, reciben de nuestros impuestos mucho dinero para su organización y mantenimiento de manera proporcional al apoyo que tengan en las urnas. Esto se puede entender. Pero un día descubrimos que en el PP (es un ejemplo) se pagan sueldos de 11.000 euros netos al mes con dos extras de 21.000 euros más. No hay forma de entender ni aceptar que nuestros impuestos estén pagando las cantidades que reciben los partidos si después es para que en la cúpula se paguen semejantes disparates. Así que se oculta el dato.
En el segundo caso se crean fundaciones, asesorías y consultorías, se multiplican los órganos y los entes, se superponen reglamentos y quedan confundidos, entre salarios de médicos, técnicos, maestros y funcionarios de todo tipo, otro tipo de salarios y entes parásitos difíciles de ver a simple vista entre toda la maraña. Un montón de ex-cargos, militantes y allegados se cobijan con sueldos que pesan sobre nuestros servicios básicos a la vista de todos amparándose en la exuberancia de todo tipo de entes públicos que impide percibir los detalles.
Y en el tercer caso el ciudadano asiste a tal cantidad de disparates e irregularidades que se insensibiliza y deja de reaccionar ante ellas. Así, los innumerables negocios de Arias Cañete y su relación poco clara con sus responsabilidades públicas provocan ya un encogimiento de hombros resignado más que una reacción contundente. Y ahí lo tenemos, feliz y ocurrente como nunca.
Es paradójico que, siendo la profusión de entes públicos una fuente habitual de opacidad, se aborde la transparencia añadiendo comisiones, unidades de encauzamiento de información, cursos y agencias evaluadoras. Como si pudiera mejorar la transparencia de un escaparate entafarrándolo con más pintura.
Las leyes y su componente sancionador no pueden dibujar las conductas públicas con tanta precisión que ellas solas siquiera nos aproximen al buen gobierno. El buen gobierno es sobre todo maneras y estilo. “El estilo siempre tiene algo en bruto: es una forma sin objetivo, el producto de un empuje, no de una intención, es como la dimensión solitaria del pensamiento”, dejó espléndidamente escrito R. Bathes. La palabra “política” contiene en su raíz griega la idea de ciudad, igual que la palabra “urbanidad” en su raíz latina. De hecho Covarrubias definía en el s. XVII, antes de la invención de la Academia, la política como “la ciencia y modo de gobernar la ciudad y la república” y consideraba al político como un individuo urbano. En su diccionario lo urbano y la urbanidad están siempre asociados a ideas como la virtud, la cortesía y la crianza.
La virtud, la cortesía y la buena crianza en el poder requiere leyes, obviamente, pero sobre todo interacción con los administrados. De eso trata la democracia. Un voto cada cuatro años tiene sobre sí el peso de demasiadas cosas para que sea un acto sancionador suficiente. Además, en un solo acto cada cuatro años lo que el ciudadano quiere asegurar por encima de todo es el amparo del poder, la certeza de un capitán que no deje encallar la nave, cualquiera que sean sus culpas y excesos. El buen gobierno, y la transparencia como cualidad imprescindible, requieren más interacción con la gente, más participación del pueblo.

Es difícil concretar todas las piezas de un sistema así, pero muy fácil saber por dónde empezar. Hay que empezar por poner cara a cara a los cargos electos con sus electores, que sea la gente quien los elija y que a la gente se deban. Hoy la inmensa mayoría de los responsables se deben al aparato del partido que los puso en la lista o los nombró para el cargo. Cualquier forma de regeneración y cualquier paso relevante hacia la transparencia tiene que empezar por abrir las listas electorales y poner a los electos en interacción permanente con sus electores. Lo demás son bufonadas.

sábado, 6 de septiembre de 2014

Canon en las bibliotecas públicas para ángeles de segunda clase

[Artículo semanal en Asturias24 (www.asturias24.es)]

 “Cuando leo, de hecho no leo, sino que tomo una frase bella en el pico y la chupo como un caramelo, la sorbo como una copita de licor, la saboreo hasta que, como el alcohol, se disuelve en mí, la saboreo durante tanto tiempo que acaba no sólo penetrando mi cerebro y mi corazón, sino que circula por mis venas hasta las raíces mismas de los vasos sanguíneos. […]
Por eso todos los inquisidores del mundo queman los libros en vano, porque cuando un libro comunica algo válido, su ritmo silencioso persiste incluso mientras lo devoran las llamas, y es que un verdadero libro siempre indica algún camino nuevo que conduce más allá de sí mismo.” (B. Hrabal, Una soledad demasiado ruidosa).
La diosa de la sabiduría, Atenea, nació directamente de la cabeza de Zeus, que la concibió de manera tan singular tras comerse a su primera esposa, Metis, la diosa de la prudencia. Quizá la forma más benigna de leer el mito sea la de entender que la asimilación de prudencia engendra sabiduría. La combinación de la directiva 2006/115/CE del Parlamento Europeo con la concreción que el Gobierno de España hizo de tal norma lleva a que las bibliotecas públicas tengan que pagar un canon por cada socio que tengan y otro por cada libro que presten. Cabe pensar que la alimentación de los eurodiputados y del ministro Wert sea menos truculenta que la de Zeus y, en todo caso, es mejor que no haya ningún dios Hefesto que les abra la cabeza, porque es de temer que lo que salga de ellas tenga poco que ver con la sabiduría, visto que su dieta es pobre en prudencia.
La directiva europea incluye expresiones como “la piratería constituye una amenaza cada vez más grave”, “la protección adecuada de las obras amparadas por los derechos de autor […] pueden considerarse de importancia capital para el desarrollo económico y cultural de la Comunidad” y otras similares. Hace unos años atendía la visita de un profesor uruguayo y, mientras esperábamos a que mis hijos salieran de la piscina, lo llevé a la biblioteca de El Coto, para hablarle de la red de bibliotecas públicas de Gijón. El visitante me decía examinando los anaqueles, con reconocimiento entreverado de dolor patrio, que teníamos al alcance en cada barrio lo que sólo con fatigas podía encontrar él en todo Montevideo. Cuesta creer que toda aquella gente que anotaba fichas, se demoraba en las estanterías y llevaba libros de dos en dos a la mesa donde le sellaban el préstamo fuera la imagen de “una amenaza cada vez más grave” para las obras que se llevaban; o que aquella fuera una escena de desamparo de autores y creaciones.
Estamos ante una cuestión de principio, no ante una cuestión de números. De números habla Fernando Ramos Simón, en uno de los boletines de CEDRO, para mostrar que el impacto del canon no será relevante y para solicitar sosiego en la discusión. El artículo parece lo bastante honesto como para conceder al autor el sosiego que reclama. Pero seguramente Ramos Simón reconocerá que, si en España hubiera una ley que privara en nuestro país expresamente de los derechos humanos a la etnia inuit esquimal, con los números en la mano, el efecto no sería nada alarmante. Convendremos, sin embargo, que hay un problema de principio.
Los problemas de principio son convencimientos cuya quiebra o abandono, por pequeño o grande que sea, dejan desprotegidas certezas o seguridades que consideramos básicas. Es lo que llamamos coloquialmente líneas rojas. Si un chico pega a su novia, no importa si le pegó fuerte o suave; si privamos de derechos a los inuits, no importa que haya muchos o ninguno por aquí. Se pasaron líneas rojas y a partir de ahí nada impedirá que se vaya a formas mayores de maltrato o hacia privaciones más infames de derechos. Y obligar a las bibliotecas a pagar por cada libro que presta o por cada socio que tiene traspasa alguna línea roja.
Los préstamos bibliotecarios no privan de compradores a los autores. Es fácil comprobar que no se venden más libros allí donde no hay bibliotecas. Es fácil comprobar también que donde hay más bibliotecas y donde estas son más frecuentadas hay también más librerías y tráfico de libros. Puede tener sentido que algunos países del norte, con bibliotecas muy bien financiadas, con un nivel de lectura alto y con lenguas minoritarias (danés, holandés, flamenco, …) quieran animar y hasta mimar a los autores que mantienen la creación literaria en esas lenguas bañadas y rodeadas por el inglés o idiomas fuertes y amenazantes. Pero en España estos últimos años las bibliotecas públicas apenas tienen recursos para comprar libros; y en España se lee poco. No puede haber mayor sinsentido que poner más barreras para facilitar el acceso a la lectura. La concreción de la directiva europea debería haber dejado fuera de su aplicación a todas las bibliotecas públicas. La norma europea lo permite.
La biblioteca, por lo que tiene de memoria del conocimiento y la creación, prestigia y difunde los libros, los mantiene vivos en la ciencia y la literatura, cuando en las librerías estarían ya olvidados, y son parte notable del impacto de los libros recién editados. Los Ptolomeos egipcios hicieron en Alejandría la primera biblioteca verdadera, con intención real de atrapar y estructurar el conjunto del saber. Asombrados por su propia creación llegaron a percibirla como el lugar “donde el universo mismo encontraba su reflejo hecho palabras”, nos dice Alberto Manguel. Los alejandrinos llegaron a percibir su biblioteca, no como la actual del Congreso de EEUU, sino como Matrix, como el universo mismo codificado y representado. Los libros que se insertan en tal estructura y se prestan al público pasan a ser parte de la costura misma de los tiempos. La inserción de una obra en la gran memoria del mundo que es una biblioteca no está entre los problemas que estos tiempos están dando a los autores para vivir justamente de su trabajo.
El préstamo es la manera natural de introducirse en la lectura (no gasta dinero quien todavía no es lector) y es parte de la argamasa y mantenimiento de la lectura de quienes ya tienen tal actividad en sus vidas. En el clásico de Capra Qué bello es vivir, nadando siempre entre lo entrañable y lo ñoño, el ángel de segunda clase Clarence dedica sus oficios a ayudar al humano Bailey por un empeño primordial: quería que por fin Dios le concediera alas. Él tenía la desdicha de percibir la vastedad del universo y quería alas para ser parte de él. Nuestra mente percibe más mundo del que es capaz de pensar. Nuestro cerebro sólo acumula certezas sobre nuestro cuerpo y su actividad, pero el mundo es mayor. Aprendimos a usar las metáforas como muletas del pensamiento para llevarlo más lejos y aprendimos a apoyarlo en nuestras propias creaciones para hacerlo más poderoso. Aprendimos a ensanchar nuestro mundo con la ficción que primero nos saca de él y luego nos retorna con más bagaje y más vida.

Pocas actividades públicas hay más notables que esa mano tendida hacia el mar de los libros que son las bibliotecas con sus préstamos. Sin un Dios que nos dé alas, y resignados a nuestra condición de ángeles de segunda clase, pocos dones se nos pueden dar mayores que el de arrastrarnos a ese océano donde nuestra mente se ejercita y ensancha el mundo y la vida. Por una cuestión de principio, debe dejarse que la memoria contenida en las bibliotecas públicas fluya lo más torrencialmente posible hacia la población, sin obstáculos ni cánones, sin números que nos hagan dudar de que cada préstamo de cada libro es un episodio justo y correcto. Lo único que nos dicen los números es que los autores tienen más clientes entre los ángeles que ya tienen alas.