sábado, 29 de noviembre de 2014

Orwell y la anciana de Vallecas

La imagen de Carmen Martínez Ayuso a punto de ser desahuciada de su casa de Vallecas hace desbordar ese vaso que tenemos en la garganta y hasta podemos sentir físicamente el frío arroyando y desplegándose por el pecho. Quizá sea que se parece a todas las madres. Está llorando contenida cubriéndose un ojo con una mano y ocupando lo menos posible en una silla recia, con una pared desnuda detrás y al lado una cama que no aceptaríamos en un hotel y una mesita con una lámpara como las que había en todas las mesitas hace tiempo. La mano que tiene inerte en el regazo es la mano que tenemos todos en la retina de verla toda la vida peinándonos o pelando ajos. La cara de desorientación que se le ve en otras fotos es la que tienen todas las personas mayores cuando las sacan de su casa.
“Orwell no predijo que las cámaras las compraríamos nosotros”, dice la celebrada cita de Keith Lowell. Las formas más mortales o más veniales de totalitarismo necesitan siempre que pongamos algo de nuestra parte, algo como el móvil con el que entre todos sembramos de vigilancia las ciudades. En primer lugar, necesitan que, además del móvil, llevemos con nosotros la culpa. Una parte del proceso de quitarnos el médico y los demás derechos pasa porque interioricemos que abusamos de los servicios y que la crisis es culpa de todos. Y también se requiere una culpa más íntima, una moralidad compuesta de normas cuya desobediencia cree tensión y sinsabor y que nos empuje a la aceptación y la obediencia.
El encogimiento de la democracia necesita en segundo lugar que acompañemos las cámaras de nuestro móvil con el miedo. Mientras tengamos algo que perder, una propaganda bien diseñada nos hará temerosos y avaros de lo que nos queda y vestirá de prudencia la cobardía y de sensatez la insolidaridad y hasta la impiedad. Así es como los malos consiguen en las películas informaciones y delaciones de quienes de todas formas morirán. Con la pistola en la cara empuñada por quien tiene determinación evidente de disparar, pero aún con vida, la infortunada víctima protege ese aliento que le queda y suelta con pánico toda la información que le pide su verdugo para al menos respirar mientras la dice. De esta manera se llega a las grandes vilezas y a los grandes deterioros colectivos: siempre poco a poco, aceptando pasos hacia la infamia por miedo a perder lo que nos queda, aunque cada vez nos quede menos.
En tercer lugar, para extenderse, el autoritarismo necesita de nosotros que ejerzamos esa falta de lucidez por la que respondemos emocionalmente a las cosas inmediatas más que a las remotas. Es la trampa de los fumadores. Nadie fumaría un veneno que lo matase o que lo hiciera enfermar de gravedad. Salvo que la muerte o la enfermedad sean una consecuencia diferida. Como la conexión entre el tabaco que se fuma ahora y la desventura posterior es aplazada en el tiempo, se disipan emociones como el miedo o el instinto de supervivencia y la gente fuma. Mi generación ya lleva tiempo asistiendo a las medidas que llevarán a que en su día no tengamos jubilación que nos pueda mantener. Se deja entrever que la asistencia sanitaria gratis estará en retroceso y que la gente tendrá los estudios que pueda pagar. Pero, como todo esto ocurrirá después y no ahora, aceptamos sin reaccionar. Ayudamos al totalitarismo con nuestra cámara y con nuestra cortedad. El mismo aparato que estimula convenientemente nuestro miedo para hacernos dóciles, sabe también disipar otros miedos que deberían llevarnos a la agitación social jugando con nuestra indolencia ante lo que no es inmediato.
Todas las formas de control colectivo han de tener un componente automático, han de lograr que la masa social funcione como un cuerpo inorgánico con leyes causa – efecto bien previstas. Y tal automatismo descansa en nuestra conducta, en que ayudemos aceptando llevar en nosotros el miedo, la culpa, la impiedad o la cortedad necesarias. Pero a veces, en el lugar menos esperado, un suceso o una imagen cruzan muchas líneas en un punto, relega nuestros miedos y culpas, aplana el tiempo juntando lo diferido y lo presente, nos despierta y hace chirriar los engranajes de la ingeniería social.
El revuelo mediático por la muerte de la Duquesa de Alba no trajo nada de lo que no tengamos costumbre. Desviar la atención pública hacia personajes parásitos es ahora la norma, así sean duquesas, payasos que dan sustos en los parques o un pequeño Nicolás ubicuo con cara de lelo. Las lágrimas de plañidera a sueldo por quien nos insultó con sus privilegios tampoco nos despierta de la siesta. Estamos acostumbrados a vivir un presente lleno de lamparones anacrónicos y hebras de épocas pasadas. Aún tenemos en el diccionario oficial que honor es la “honestidad y recato en las mujeres”, por qué no íbamos a tener duquesas libres de impuestos. Tampoco da mucho de sí el encarcelamiento de Isabel Pantoja. El viaje desde aquella viudedad tan paseada de los 80 hasta la cárcel es una historia más de estas décadas de ricos robándonos por encima de nuestras posibilidades.
Otra cosa es la anciana Carmen Martínez Ayuso. La foto dice mucho de la situación económica de España, pero sobre todo de su condición moral. La imagen de furgones y uniformados para llevar a cabo un desahucio tan infame obliga a pensar cómo llegamos, poco a poco, a semejante impiedad. Hay un contrato firmado con unas condiciones que sacan provecho de la necesidad de quien lo firma y que es legal. No todo lo que se pueda firmar en un contrato tiene fuerza legal. No la tiene si un sujeto, por ignorancia o por haber perdido todo lo demás, cede en el contrato alguno de sus derechos básicos. Aunque en un contrato alguien firmara estar de acuerdo con ser ejecutado o mutilado en caso de impago, quien lo mate o mutile tendrá responsabilidad penal porque tal contrato no tiene fuerza sobre leyes más básicas.
El contrato por el que un prestamista adquiere el derecho de dejar en la confusión y a la intemperie a Dña. Carmen tiene fuerza legal, porque en España la ley permite que se puedan ceder demasiados derechos en un tipo de contratos que se firman con el agua al cuello ante especialistas en explotar situaciones límite. Hablamos de préstamos y de casas y eso significa que hablamos de leyes en las que tienen intereses los poderes financieros, bien representados siempre en el poder político. En España cada vez es más fácil estar en situación límite y las leyes permiten privar de demasiadas cosas a quien no se puede defender y sólo puede ceder.
El cuadro de Carmen Martínez Ayuso sentada junto a su cama intentando no llorar es el retrato del desamparo extremo. Aparte de señalar a los miserables que mantienen leyes únicas en Europa para exprimir la desgracia de los desgraciados, no podemos mirar el retrato de esta anciana sin preguntarnos con qué culpa, con qué miedos o con qué indolencias estamos colaborando con esta ingeniería social que antes protege los beneficios de la banca que el puro resuello de Dña. Carmen. Que no siga siendo con nuestras propias cámaras y con nuestras propias conductas como siga funcionando este gigantesco mecano social. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario