sábado, 29 de noviembre de 2014

Orwell y la anciana de Vallecas

La imagen de Carmen Martínez Ayuso a punto de ser desahuciada de su casa de Vallecas hace desbordar ese vaso que tenemos en la garganta y hasta podemos sentir físicamente el frío arroyando y desplegándose por el pecho. Quizá sea que se parece a todas las madres. Está llorando contenida cubriéndose un ojo con una mano y ocupando lo menos posible en una silla recia, con una pared desnuda detrás y al lado una cama que no aceptaríamos en un hotel y una mesita con una lámpara como las que había en todas las mesitas hace tiempo. La mano que tiene inerte en el regazo es la mano que tenemos todos en la retina de verla toda la vida peinándonos o pelando ajos. La cara de desorientación que se le ve en otras fotos es la que tienen todas las personas mayores cuando las sacan de su casa.
“Orwell no predijo que las cámaras las compraríamos nosotros”, dice la celebrada cita de Keith Lowell. Las formas más mortales o más veniales de totalitarismo necesitan siempre que pongamos algo de nuestra parte, algo como el móvil con el que entre todos sembramos de vigilancia las ciudades. En primer lugar, necesitan que, además del móvil, llevemos con nosotros la culpa. Una parte del proceso de quitarnos el médico y los demás derechos pasa porque interioricemos que abusamos de los servicios y que la crisis es culpa de todos. Y también se requiere una culpa más íntima, una moralidad compuesta de normas cuya desobediencia cree tensión y sinsabor y que nos empuje a la aceptación y la obediencia.
El encogimiento de la democracia necesita en segundo lugar que acompañemos las cámaras de nuestro móvil con el miedo. Mientras tengamos algo que perder, una propaganda bien diseñada nos hará temerosos y avaros de lo que nos queda y vestirá de prudencia la cobardía y de sensatez la insolidaridad y hasta la impiedad. Así es como los malos consiguen en las películas informaciones y delaciones de quienes de todas formas morirán. Con la pistola en la cara empuñada por quien tiene determinación evidente de disparar, pero aún con vida, la infortunada víctima protege ese aliento que le queda y suelta con pánico toda la información que le pide su verdugo para al menos respirar mientras la dice. De esta manera se llega a las grandes vilezas y a los grandes deterioros colectivos: siempre poco a poco, aceptando pasos hacia la infamia por miedo a perder lo que nos queda, aunque cada vez nos quede menos.
En tercer lugar, para extenderse, el autoritarismo necesita de nosotros que ejerzamos esa falta de lucidez por la que respondemos emocionalmente a las cosas inmediatas más que a las remotas. Es la trampa de los fumadores. Nadie fumaría un veneno que lo matase o que lo hiciera enfermar de gravedad. Salvo que la muerte o la enfermedad sean una consecuencia diferida. Como la conexión entre el tabaco que se fuma ahora y la desventura posterior es aplazada en el tiempo, se disipan emociones como el miedo o el instinto de supervivencia y la gente fuma. Mi generación ya lleva tiempo asistiendo a las medidas que llevarán a que en su día no tengamos jubilación que nos pueda mantener. Se deja entrever que la asistencia sanitaria gratis estará en retroceso y que la gente tendrá los estudios que pueda pagar. Pero, como todo esto ocurrirá después y no ahora, aceptamos sin reaccionar. Ayudamos al totalitarismo con nuestra cámara y con nuestra cortedad. El mismo aparato que estimula convenientemente nuestro miedo para hacernos dóciles, sabe también disipar otros miedos que deberían llevarnos a la agitación social jugando con nuestra indolencia ante lo que no es inmediato.
Todas las formas de control colectivo han de tener un componente automático, han de lograr que la masa social funcione como un cuerpo inorgánico con leyes causa – efecto bien previstas. Y tal automatismo descansa en nuestra conducta, en que ayudemos aceptando llevar en nosotros el miedo, la culpa, la impiedad o la cortedad necesarias. Pero a veces, en el lugar menos esperado, un suceso o una imagen cruzan muchas líneas en un punto, relega nuestros miedos y culpas, aplana el tiempo juntando lo diferido y lo presente, nos despierta y hace chirriar los engranajes de la ingeniería social.
El revuelo mediático por la muerte de la Duquesa de Alba no trajo nada de lo que no tengamos costumbre. Desviar la atención pública hacia personajes parásitos es ahora la norma, así sean duquesas, payasos que dan sustos en los parques o un pequeño Nicolás ubicuo con cara de lelo. Las lágrimas de plañidera a sueldo por quien nos insultó con sus privilegios tampoco nos despierta de la siesta. Estamos acostumbrados a vivir un presente lleno de lamparones anacrónicos y hebras de épocas pasadas. Aún tenemos en el diccionario oficial que honor es la “honestidad y recato en las mujeres”, por qué no íbamos a tener duquesas libres de impuestos. Tampoco da mucho de sí el encarcelamiento de Isabel Pantoja. El viaje desde aquella viudedad tan paseada de los 80 hasta la cárcel es una historia más de estas décadas de ricos robándonos por encima de nuestras posibilidades.
Otra cosa es la anciana Carmen Martínez Ayuso. La foto dice mucho de la situación económica de España, pero sobre todo de su condición moral. La imagen de furgones y uniformados para llevar a cabo un desahucio tan infame obliga a pensar cómo llegamos, poco a poco, a semejante impiedad. Hay un contrato firmado con unas condiciones que sacan provecho de la necesidad de quien lo firma y que es legal. No todo lo que se pueda firmar en un contrato tiene fuerza legal. No la tiene si un sujeto, por ignorancia o por haber perdido todo lo demás, cede en el contrato alguno de sus derechos básicos. Aunque en un contrato alguien firmara estar de acuerdo con ser ejecutado o mutilado en caso de impago, quien lo mate o mutile tendrá responsabilidad penal porque tal contrato no tiene fuerza sobre leyes más básicas.
El contrato por el que un prestamista adquiere el derecho de dejar en la confusión y a la intemperie a Dña. Carmen tiene fuerza legal, porque en España la ley permite que se puedan ceder demasiados derechos en un tipo de contratos que se firman con el agua al cuello ante especialistas en explotar situaciones límite. Hablamos de préstamos y de casas y eso significa que hablamos de leyes en las que tienen intereses los poderes financieros, bien representados siempre en el poder político. En España cada vez es más fácil estar en situación límite y las leyes permiten privar de demasiadas cosas a quien no se puede defender y sólo puede ceder.
El cuadro de Carmen Martínez Ayuso sentada junto a su cama intentando no llorar es el retrato del desamparo extremo. Aparte de señalar a los miserables que mantienen leyes únicas en Europa para exprimir la desgracia de los desgraciados, no podemos mirar el retrato de esta anciana sin preguntarnos con qué culpa, con qué miedos o con qué indolencias estamos colaborando con esta ingeniería social que antes protege los beneficios de la banca que el puro resuello de Dña. Carmen. Que no siga siendo con nuestras propias cámaras y con nuestras propias conductas como siga funcionando este gigantesco mecano social. 

sábado, 22 de noviembre de 2014

¿Qué es la casta?

La palabra casta estaba ya en el diccionario mucho antes de que Pablo Iglesias viajara a Venezuela. Y estaba también, de manera confusa, en nuestro ánimo antes de que Ana Pastor la repitiera con retintín. Este fue el concepto de enganche con el discurso de Podemos y a partir de ahí, con más ingredientes pero siempre con el dedo apuntando a la casta, vino el ascenso del nuevo partido y a partir de ahí cambió el ambiente en los demás partidos. Cada nuevo escándalo o sospecha ahora producen desmoralización en el partido de turno. Sin duda, la palabra casta fue propagandísticamente eficaz, porque es una, fácil de repetir y recordar y porque algo tocó en nuestra sensibilidad que dio traza sólida y reconocible a un malestar gaseoso que masticábamos cada día, pero que no acababa de encontrar cauce.
Aunque esta palabra resulta confusa y, en la medida en que encierra una acusación, puede sentirse como injusta, el bulto gordo de lo que quiere decir es bastante claro. Una parte muy pequeña de nuestros gestores públicos lo son porque tengan el apoyo de aquellos a los que administra. La inmensa mayoría están designados por los órganos internos del partido que tenga el poder y a ellos se deben. Lo que te hace ascender en un partido es muy distinto de lo que te da la confianza de la gente, por lo que el mecanismo supone una distorsión de partida. Esto en una situación política recién nacida, como la transición, no ocasionaba males mayores y de hecho fue suficiente para lo fundamental: liquidar la dictadura y modernizar el país, más o menos. Pero esas maneras iniciales sostenidas por décadas fueron petrificando los partidos hasta hacerlos entes con inercias propias y ajenas a los intereses generales. Las lealtades y el mero hecho de estar ahí fueron las mejores credenciales para ascender y la tarta que esperaba en las alturas cada vez era más jugosa. Con el paso del tiempo el ser militante llegó a ser un oficio y poco a poco el supuesto relevo generacional lo va asumiendo este tipo de oficiantes.
En la parte más venial, pecaminosa pero más venial, los afanes de los políticos fueron alejándose de la vida real de la gente. La falta de conexión con la fibra social es un hecho evidente. Un poco más arriba en la escala del pecado político estuvo la acumulación de privilegios y beneficios para cada vez más gente. Cuantas más canonjías y momios tuvieran para dispensar los moradores de los aparatos partidarios, más clientelas conseguían y más poder acumulaban. Así empezó el estado a llenarse de burbujas sin control y de mequetrefes jugando a ser importantes. Los recursos públicos se iban por el desagüe de clientelismos y gastos siempre a la corta con los que los tarambanas querían fingir resultados y seguir en la pomada. Y ya en la parte más alta, en la de la infamia, la corrupción empapó todas las áreas de gestión, con diversos niveles de daño y escándalo.
Lo que fue haciendo de los políticos un tipo especial de personas, una casta, no fue que todos robaran o que todos se aprovecharan de privilegios. Lo que ocurrió es que la conducta de cada uno sobre esos asuntos, y sobre los demás asuntos, estuvo sobre todo dictada por los hilos que lo enredaban en la madeja de su partido y no por el tipo de valores asociado con su ideología o con lo que pudiera ser más provechoso para el bien común. No sirve de nada que haya gente honesta si de todas formas el resorte básico de su comportamiento es la navegabilidad por su partido. Al final la lealtad interna hizo que la ley del embudo fuera la norma. La ley del embudo consiste en aceptar un principio y a la vez sostener la excepción a discreción, de manera que el principio opera sólo para los demás. No se cuestiona el principio de transparencia, por ejemplo, pero se ve inoportuno investigar o publicar las cuentas de Juan Carlos I, Felipe González o Aznar, eliminar privilegios de la Iglesia o poner orden en gremios y colegios profesionales.
En las acampadas y actos del 15 M se vieron algunas cosas que la gente de mi edad creo que no había visto antes. Pudimos ver a gente madura y más que madura aplaudir las palabras entregadas que decía el estudiante de turno con una megafonía de garrafón. Se veía a gente de sectores muy distintos curiosear, escuchar o llevar comida y refrescos a los acampados. Había una extraña organización porque a la vez era compleja y medio espontánea. Se empleaban gestos de sordomudos para aclamar lo que estuviera diciendo quien estuviera hablando. Todo olía a distinto. En los partidos no percibieron el desamparo que siguió flotando después de que se levantaran aquellos campamentos.
Cuando en el agua ya no hay energía para ocupar más superficie, las fuerzas que la cohesionan son mayores que las que la harían extenderse y por eso se retrae y se hace bola, esas pequeñas esferas que vemos en las superficies ya casi secas. Es como si se defendiera del exterior. Algunas brasas del 15 M, avivadas por la crisis, por la desvergüenza del PP, por la inestabilidad territorial y por la decadencia de la monarquía, acabaron en una estructura política ajena al caudal que venía fluyendo desde la transición. Venidos del exterior, los nuevos políticos dijeron sobre los que estaban dentro lo que en el exterior era un clamor.
Y reaccionaron como una casta. Se defendieron del exterior como el agua falta de energía, haciéndose bola como grupo y actuando absurdamente al unísono contra los recién llegados como si fueran la horda de los bárbaros. Después de que Aznar vendiera bombas de racimo a Gadafi y de que la Troika y Rajoy se empeñaran en “reformas” cuyas consecuencias vemos en el drama de Grecia y Portugal, pretenden que miremos y temamos a Venezuela, como si esa fuera la amenaza. Vemos a los grandes periódicos cambiando de director y de línea editorial tras negociar la deuda con el Gobierno y algunos profesionales pretenden “aterrarse” porque Pablo Iglesias diga que el sector requiere una intervención, como si no estuviera ya intervenido hasta la médula. Tras años de aeropuertos sin aviones, radiales absurdas y bicocas autonómicas, atropellan ahora profecías apocalípticas que hablan de insostenibilidad, populismo, fascismo, neocomunismo, todo bien batido. En vez de combatir abriendo ventanas y listas electorales, sólo hicieron nítidos los contornos del grupo.

Con justicia quienes vivieron, se ilusionaron y lucharon en la transición se duelen de esta especie de enmienda a la totalidad que respiran los tiempos y con motivo sienten hiriente que se hable del “régimen” del 78. Su razón tienen en sentir orgullo de muchas de aquellas cosas. Pero deben entender que el paso del tiempo petrificó ciertos resortes y coaguló conductas hasta hacerlas vicios. Los recuerdos que se tengan de lo que fue la transición no sirven para describir el momento actual. Lo que en el 78 era fresco se fue haciendo estanco y acabó siendo régimen. Y los imprescindibles partidos políticos se fueron haciendo una casta. Ese es el momento actual.

La letrina de la Comisión Europea

Corominas piensa que la palabra letrina se pronuncia así por etimología popular, es decir, por una falsa asociación que establece la gente entre una palabra y otra que no tiene nada que ver con ella. La palabra debería ser latrina, que acorta el término lavatrina (igual que hoy abreviamos adelante en alante), porque era el lugar donde uno se lavaba y dejaba, como decía Wallace Stevens, “las partículas del obrar interior”. La gente relacionó el sonido de esta palabra con letra y así acabó en letrina. La asociación tiene su punto de sabiduría. Letrina tiene pinta de diminutivo de letra, como si quisiera decir “letra pequeña”. Y todos sabemos que en la letra pequeña se esconde el tipo de miserias de miserables que uno muy gustosamente asociaría con las inmundicias del obrar interior. Así que reconozcamos como se merece el genio popular que condensó en una palabra los deshechos malolientes y la inmoralidad de la letra pequeña.
Esta semana aparece un titular que distintos medios reproducen con parecidas palabras. La Comisión Europea considera “lento, ineficaz e injusto” el recorte salarial que se produjo en España estos últimos años. La noticia produce el burbujeo de los sentimientos encontrados. Por un lado, enerva que primero exijan las bajadas de salario y luego digan mojando el cruasán en el café que pensándolo bien fueron injustas. Pero por otro lado, suena bien eso de que las altas instancias digan que la bajada de salarios es injusta. Suena a lo que ellos llamarían un cambio de tendencia. Pero realmente no hay contrición ni dolor de ningún pecado en la Comisión Europea. El comunicado tiene su letra pequeña que hay que leer con cuidado.
La injusticia denunciada por la Comisión Europea se refiere a que los sueldos de quienes tienen trabajo temporal bajaron un veinte por ciento, mientras que los trabajadores fijos “sólo” perdieron el cinco por ciento. A esto lo llaman “dualidad” del mercado laboral. El informe dice que “la calidad media de la fuerza laboral ha sido el doble de importante en el caso de los trabajadores temporales” (menudo montón de palabras; a estas alturas ya dudo que esta prosa realmente intente encubrir o engañar; empiezo a pensar que quienes hablan con tal herrumbre sintáctica simplemente son idiotas). La Comisión perora desde sus alturas que en los trabajos temporales “prevaleció la racionalidad económica y los empresarios pudieron retener a la fuerza laboral más productiva” (paradoja sólo al alcance de intelectos superiores; los contratos temporales son los que permiten retener a los contratados; ni Octavio Paz llegó tan lejos con aquello de la fijeza es siempre momentánea).
Así que el consejo de Bruselas es que no haya tanta diferencia entre los trabajadores fijos y los temporales y se “facilite la capacidad de respuesta de los salarios también a los trabajadores fijos”. El mercado laboral español padece una “elevada dualidad” y los trabajadores fijos no pierden el suficiente salario porque las leyes no permiten a las empresas “capacidad de respuesta” salarial.
El titular de que el recorte salarial es ineficaz e injusto venía, por tanto, con letrina. Tras ese alboroto de palabras desmayadas sin ideas y ese moho sintáctico lo que se quiere decir es que los trabajadores fijos son como el agua estancada. Se pudren de tanta quietud. Los trabajadores temporales son agua corriente siempre renovada y con mejor cualificación media. Hay que ser más justos con ellos y que ser fijo se parezca más a ser temporal, eso, que la fijeza sea un poco más momentánea y los salarios un poco más ligeros y esbeltos.
En la letra pequeña no aparecen como términos de injusticia ni dualidad alguna las grandes fortunas que pagan sus impuestos en las quimbambas donde apenas se cobran, ni esos sueldos de cinco o más cifras que se alcanzan por fidelidades oportunas. En la letrina del informe de Bruselas toda la justicia o injusticia, todo el reparto o solidaridad, se decide entre los sueldos que perdieron ya el cinco por ciento y los que perdieron más que eso. Lo que haya de ahí para arriba no entra en repartos ni costes. Si se entra en esas rentas privilegiadas, se sale del sistema y se corre el riesgo de acabar lo menos en Venezuela.
Desde que la Comisión Europea está dominada por estos ultras, hablar de la letra pequeña de sus informes es una redundancia. Sus informes exteriorizan sin duda un “obrar interior” que merece esa confluencia de letras con inmundicias que el diccionario consagra con la voz “letrina”.

Y hablando de mugre, podíamos volver a mirar esos titulares que merecieron nuestro escrutinio. Me pregunto por qué cierta prensa entresacó como titular del informe la frase de que el recorte salarial en España fue ineficaz e injusto, siendo así que tal frase, aislada e indefensa, parece decir lo contrario de que lo que el informe realmente dice; y siendo así que mucha gente sólo lee los titulares y se quedará, por tanto, con la idea de que la Comisión dijo lo contrario de lo que dijo. Puede ser que las deudas y los intereses de los verdaderos dueños de los medios se filtren en la redacción de los titulares. Aunque si somos verdaderamente mal pensados, podemos recordar los tiempos infantiles en que creíamos que la palabra por la que empezara una oración era su sujeto. Con tanto periodista de oficio relegado y tanto recién llegado de cualquier parte redactando noticias, a lo mejor es que están en esa fase en la que creen que lo primero que se diga es lo que tiene que ponerse de titular. De todo habrá. Lo cierto es que hasta en los titulares, con letras bien gordas, hay que leer la letrina.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Los terrores de Podemos y la buena noticia

Ya nos repusimos del estremecimiento por el payaso diabólico que nos pedía jugar con él desde el más allá por las esquinas de Gijón. Pero ahora resulta que se suceden los testimonios de gente que asegura haberse encontrado con dos encuestas que dicen, con voz de gemelas de El Resplandor, que puede ganar Podemos. Qué sinvivir. Si queda vida inteligente en el PP y en el PSOE, una hipótesis como cualquier otra, y si pueden pasar por encima de los cuatro terrores de Podemos, llegarán a la buena noticia y suspirarán aliviados.
El primer terror es Venezuela. Tuve un compañero que tenía quince dioptrías en cada ojo y libró la mili por pies planos. Así son las cosas. Compartimos continente, política y augurios con Grecia y Portugal, despojadas de manera inclemente de condiciones de vida y derechos. Pero, igual que mi compañero en vez de buscar su insolvencia para el ejército en sus ojos miopes se fue al otro extremo y alegó pies planos, así algunos en vez de mirar la cercana amenaza de Portugal y Grecia, saltan el océano y se van a Venezuela a proyectar sus miedos. Qué cosas. Nadie quiere para España lo que hay en Venezuela, pero sí hay muchos que están urgiendo que se instale aquí lo que ya hay en Grecia y Portugal. Seguro que con un mínimo esfuerzo podrán corregir el desenfoque de sus miedos.
El segundo terror es la deuda. Ya ganó el PP unas elecciones diciendo que no metería ni un céntimo público en bancos con problemas, lo que equivalía a no pagar la deuda. No debería armarse tanto revuelo. Ningún gobierno español dejará de pagar la deuda si pierde más haciéndolo. Pero ninguna Troika dejará de negociar los límites justos de la deuda si pierde más no negociando. Todos son pragmáticos y todo consiste en qué intereses se manejan, si los del país o los de unos.
El tercer terror es la insolvencia. Hay muchos pelos de punta y encanecimientos prematuros imaginando a Podemos con las riendas de la economía, los aeropuertos o el ejército. En la cosa de la incompetencia deberíamos estar curados de espantos. Qué puede venir más inane que Ana Mato de los Jaguares o un ministro del interior condecorando vírgenes y santos. La gestión de Guindos y Montoro, con todos los indicadores económicos peor que como los cogieron, asegura un suelo sólido del que es difícil imaginar que podamos bajar. La voz provocadora de Montoro y esa risa que, como el viento pardo de aquella Luvina de Juan Rulfo, se siente “bullir dentro de uno como si se pusiera a remover los goznes de nuestros mismos huesos”, poco margen de empeoramiento deja a los modos y estilos de poder que puedan venir. Al poder nunca le faltó gente de estudio que su subiera a la pomada. Y al poder que venga tampoco le faltará.
Y el cuarto terror es el extremismo. En la cuestión del extremismo y la templanza tenemos la brújula averiada y tendemos a extraviarnos. No hay absolutamente ninguna medida que pueda hacer sufrir a la población (reducir pensiones, quitar asistencia médica, bajar salarios o cualquier otra) que no fuera recibida por la Troika como una “medida valiente” y que no suscitase el consejo de “profundizar” en el camino emprendido. Con la brújula de la moderación girando sin control, la atención a los enfermos, la educación pública o la jubilación de los mayores parecen extremismos ideológicos (“no se puede tener todito gratis”, ¿se acuerdan?). Sólo hay que leer dos veces lo que proponen unos y otros y tomarse cinco minutos, para que la brújula se recomponga y la templanza se deje ver donde realmente está.
Digo, entonces, que una vez sacudidos del pánico y mirando las cosas con serenidad, las encuestas deberían ser una buena noticia para un PSOE y PP inteligentes. Es general el convencimiento de que las instituciones del Estado no funcionan y que el moho de la corrupción, el encubrimiento, la mentira y la deshonestidad lo cubre y lo corroe todo. Nadie se fía de los dos partidos que se alternaron en el poder. La legislatura arrancó con un fuerte y súbito empobrecimiento de la gente y con un asalto devastador a sus derechos. Se sucedieron manifestaciones tensas y rodeos a las cámaras legislativas, la gente rugía indignación y se masticaba el enfrentamiento. Había señales de un conflicto social incontrolado.
Las encuestas dicen que esa indignación colectiva tiene un cauce político. Podemos no está convocando huelgas generales, ni siquiera manifestaciones o caceroladas. Está agitando foros de debate y creando círculos de discusión. No importa si nos parece que lo que se cuece ahí son ideas de alcance o memeces. La cuestión es que “el ruido y la furia” de las masas está en la política, en la discusión y en la movilización de propuestas. Las encuestas dicen que, salvo la cuestión catalana, en España todo está en la política y no fuera de ella en las trincheras. Lo que diferencia este final de legislatura de su arranque es que Podemos haya dado forma política a lo que se desmadejaba en el caos y que se haya convertido en parte relevante del sistema que viene.

Esto debería ser casi un estímulo para el PP y el PSOE, porque la política debería ser para ellos terreno más conocido y amable que el estallido social. Sólo tienen que curarse de sus terrores y, como el divino chalado de Blas de Otero, sosegar el revuelo de sus sinrazones.

lunes, 10 de noviembre de 2014

La corrupción y la nariz de la condesa

La historia de Wing Widdlebaum es la historia de unas manos. […] Aquellas manos asustaban a su propietario. Trataba de ocultarlas […]. Se expresaba a través de las caricias de sus manos. Era uno de esos hombres cuya fuerza vital está difusa y no tiene un centro definido. (Sherwood Anderson, Winesburg, Ohio).
La historia de Wing Wddlebaum es la historia de unas manos. La historia de Alfonso Guerra fue la historia de unos oídos y la de Esperanza Aguirre va camino de ser la historia de una nariz. Se suele considerar a la tristeza como una de las emociones primarias y algunos creen que su valor adaptativo es que comporta una caída de energía que hace más fácil ajustar la conducta a las pérdidas trascendentes. Si la tristeza es el estado que permite la resignación, entonces la de España parece la historia de una tristeza.
Alfonso Guerra se consideraba a sí mismo el oyente de aquel primer gobierno de González. El que oía y sabía todo lo que se cocía en los ministerios y al que llegaban todos los papeles y los chismes de los partidos rivales. Al lado justo de su despacho su hermano Juan trapicheaba y robaba con impunidad. Guerra, el Gran Oyente, no pudo fingirse sordo, nadie podía entender que no oyera lo del despacho de al lado y tuvo que dimitir.
La especialidad de Esperanza Aguirre, en cambio, es el olfato. Siempre se dijo que Gallardón era el orador (a mí siempre me pareció que lo que hacía era hablar rápido, no hablar bien), pero que olfato político, lo que se dice olfato, era cosa de la condesa. La mejor nariz desde Margaret Thatcher. Tanto olfato tenía para oler en el ambiente cuándo debía ser verso suelto, cuándo mujer de partido y aparato y cuándo mujer a secas, que muchos soñaron que sería Presidenta, incluido Rajoy cuando tenía digestiones pesadas.
Se va sabiendo que su Gobierno mercadeó abundantemente con la trama Gürtel (DRAE, trama: artificio, dolo, confabulación con que se perjudica a alguien). Ahora se sabe que robó y malversó su número dos y que, por tanto, la mierda le llegaba al cuello durante una buena temporada. Acude al recuerdo aquel J.J. Güemes, Consejero de Sanidad, que entregaba la sanidad pública a una empresa constituida expresamente para recoger lo que Güemes les daba y de la que él después se hacía directivo (ahora está imputado por cohecho, él y el anterior consejero de sanidad de Aguirre). La memoria nos devuelve también aquellas comisiones parlamentarias de investigación que la condesa disolvía al segundo día entre risas y befas a la oposición. ¿No olía nada el celebrado olfato político de la Presidenta? ¿De verdad no olía toda aquella inmundicia en la que chapoteó tanto tiempo?
Esperanza Aguirre está tan aturdida y desorientada como la infanta Cristina, que no sabía de dónde venía Urdangarín cuando llegaba tan tarde y con tanto dinero; o como Rato y Blesa, poseídos por las tarjetas opacas como Golum por el anillo del poder; o como Ana Mato y Rajoy, que encontraban Jaguares y sobres sin explicación y sin querer. Aquí los únicos avispados que sí sabían bien lo que hacían son los ancianos y ancianas de las preferentes y Teresa Romero, que de sobra sabía lo que pretendía cuando se pasó la mano por la cara.
Todo indica que Esperanza Aguirre morirá por la nariz, como antes por la oreja murió Guerra y antes por la boca el pez. Pero queda aún esta resignación de España a la que sólo se llega desde la tristeza, desde esa caída de vitalidad necesaria para que la pérdida de lo esencial no nos derrumbe. Grande es la resignación que hay en España cuando toleramos tanta bajeza, tanto daño y tanta impunidad. Mucha tristeza ha de haber para resignación tan exigente. Los políticos siguen con sus iniciativas parlamentarias contra la corrupción y El País sigue con esos editoriales limpios e indoloros como un domingo por la tarde o un vendedor de Editorial Planeta.
El senador conservador John McCain nos dejó una lección suprema a la que deberían atenerse tanto politicastro y tanta condesa aturdidos. Foster Wallace cuenta que, cuando se enfrentó a G. Bush, en uno de sus mítines la señora Duren le dijo que un encuestador de Bush había llamado a su hijo Chris para decirle que McCain era un fraude y que quien votara por él era idiota y antiamericano. Le dijo que su hijo había llorado y que esas cosas golpeaban la fe y los valores que ella siempre cuidó con Chris. McCain le pidió disculpas a la señora Duren y suspendió el acto electoral. La falta era de su rival, pero él sintió vergüenza.
McCain había alcanzado, no sólo con la corrupción, sino con cualquier zafiedad política, el punto que aquí sólo se alcanzó con el terrorismo. Cuando ETA pegaba un tiro en la nuca a un señor que vendía chucherías en un pueblo pequeño, poco importaba que fuera concejal del PP o del PSOE. El luto era único, siempre era uno de los nuestros. Está bien que ahora Rajoy pida disculpas por la corrupción, en vez de decirnos que salvo alguna cosa ya tal, como hace unos meses. Pero el paso relevante para tener un mínimo de fe en algún cambio sería que el que pidiera perdón fuera Pedro Sánchez, Rosa Díez o Cayo Lara por la corrupción del PP. Y que Mercedes Sánchez y Orviz sintieran vergüenza por Fernández Villa y nos pidieran perdón.

No deberían necesitar tanto olfato como la condesa para entender cuánta tristeza requiere este mar de resignación. Igual que en su día el luto fue uno, la deshonra, la vergüenza y la ira debería ser única, cualquiera que sea el miserable. El canalla debe sentirse a la intemperie. Y los políticos y sus partidos deben sentir que nos deben sus disculpas y su vergüenza por tanta tristeza que crean. Es mejor que unifiquen su vergüenza antes de que tengan que unificar su temor. La resignación colectiva tiene un límite y nunca es seguro dónde está.