lunes, 27 de octubre de 2014

Contra la corrupción, sólo si tú me dices ven

A mí no me gusta oler. Los demás te miran mal y uno también se siente mal consigo mismo. Así que pienso en dos posibilidades. Una es pedirle a mi decana que proponga un acuerdo en la Junta de Facultad para que todos nos comprometamos a ducharnos cada día. La otra posibilidad es ducharme cada día sin ocuparme de lo que hagan los demás.
Me gustaría decir que esto es una broma y que no es el nivel en que nuestros representantes a veces sitúan los temas serios. Javier Fernández reacciona al caso Villa proponiendo un pacto contra la corrupción. Propone que todos se comprometan a destituir de cargos públicos a quienes sean imputados o procesados y expulsar del partido a quienes sean formalmente acusados en un juicio oral. Me pregunto lo que me pregunto siempre que alguien propone un pacto contra la corrupción: ¿necesitará el Presidente un acuerdo de todos los grupos para ducharse cada día? Si le parece que un imputado o un acusado no son dignos de estar en un cargo o militar en su partido, que los eche y que nos diga que eso es lo que va a hacer. ¿Para qué necesita el compromiso de que el PP y los otros harán lo mismo? Si no hubiera tal compromiso, ¿mantendría entonces el PSOE en sus cargos a los imputados y acusados? Nunca entendí por qué para no ser corruptos hay que ponerse de acuerdo.
Podríamos mencionar lo que ocurrió en las elecciones europeas con Podemos. Esta fuerza fue percibida como regeneracionista radical por la conducta que sus electos se comprometieron a mantener respecto de salarios, viajes y privilegios, no por proponer acuerdos sobre estos temas o por organizar cursos sobre transparencia y congresos sobre ética. Pero podríamos también tirar de archivos y hacer memoria. Para pieles sensibles advertiré que en las próximas líneas diré un par de cosas positivas sobre Carlos Solchaga, tengan a mano sus lociones protectoras.
Uno de los escándalos sonoros de la época de Felipe González fue que Mariano Rubio, nada menos que el Gobernador del Banco de España, tenía dinero oculto en cuentas suizas. Tuvo su anécdota la cosa cuando compareció ante el Parlamento y el socialista Hernández Moltó le dijo aquello de “míreme a la cara”. Se recuerda la historieta porque de aquella por cosas así el partido te regalaba una Caja de Ahorros y a él le cayó la de Castilla-La Mancha. El del “míreme a la cara” tan digno acabó siendo un precursor de la ruina de las Cajas y fue procesado e inhabilitado, en su caso por ineptitud más que por corrupción.
La cuestión es que en aquel momento Solchaga presidía el Grupo Parlamentario Socialista y las miradas se concentraron en él, no porque tuviera nada que ver con los delitos de Rubio. Se concentraron en él porque él era ministro de economía cuando ocurrió el fregado y porque él se había dejado ver mucho con Mariano Rubio en sus batallas contra los sindicatos y contra el socialismo a la extremeña. Mientras duraba el silencio de Mariano Rubio, Solchaga pareció enfadarse con él y se preguntó irritado ante la prensa que por qué callaba y, si no iba a denunciar al periódico que había publicado aquello, por qué no lo hacía. Era casi una acusación. Cuando Rubio miró a la cara a Hernández Moltó y se hizo evidente por qué callaba, Solchaga presentó su dimisión. Dimitió porque había ocupado un cargo en el gobierno que le obligaba a haber advertido aquel atropello. Y dimitió porque sintió afectada su estima pública por la complicidad sostenida que habían mantenido los dos.
Víctor Guillot explicó con notable altura en este periódico el proceso que él llama de banalidad de la corrupción. Los tiempos de Mariano Rubio fueron escandalosos, pero desde entonces para acá las tropelías con el dinero de todos se fueron haciendo ruido de fondo de tan constantes y ya casi perdimos la sensibilidad para oírlas. Para recuperar la sensibilidad y reaccionar a lo que exige reacción, se requiere actitud de reflexión y un poco, sólo un poco, de actitud de servicio. Con una pequeña dosis de una cosa y la otra, Javier Fernández no debería conformarse con el listón tan bajo en que los tiempos fueron poniendo a la corrupción y debería sentir el mismo grado de compromiso y exigencia que aún tenía la gente como Solchaga a principios de los noventa. No hablo de la Segunda República. Hablo de hace poco, de principios de los noventa, cuando esto era ya un sindiós.
La austeridad y renuncia a privilegios con que Podemos apareció en el Parlamento Europeo entraron en el ánimo de la población como hierro candente en mantequilla. Y seguramente no tanto por la altura ética que se les atribuya, sino por la sed de la población de un mínimo juego limpio en la vida pública. El pillaje de Villa tiene todo el aspecto de ser estructural e induce una irritación que se suma a Pujol, tarjetas, infantas y lo que nos toque ver. La corrupción y la inmoralidad pública son una emergencia nacional. Cada escándalo en un país en pasmo donde tantos perdieron tanto hace encender las alarmas. El Presidente no puede ser menos exigente consigo mismo de lo que era un político en el tardofelipismo.
No se trata, obviamente, de que dimita Javier Fernández, sino de que se sienta más concernido por el caso Villa y menos necesitado de acuerdos con nadie. Javier Fernández no debe aceptar, “si los demás quieren”, una comisión de investigación, como si cumpliera simplemente no poniendo trabas. Debe ser él el que reclame desde el Parlamento a Villa que hable ya. Debe ser él quien anuncie que lo va a llamar a la Cámara y que le va a exigir que nos mire a la cara. Debe empezar a decir él lo que sepa, que algo sabrá, o a averiguar lo que pueda, que algo podrá averiguar. Debe hacer ver que pondrá patas arriba su partido si hace falta, porque esos dineros de Villa sólo pueden ser públicos y muchos cargos ha de haber responsables de ceguera, si no de cosas peores. Debe sentir que él mismo, como cómplice político del tunante, es víctima pero también parte del desaguisado y decirnos que se va a arremangar la camisa para limpiar la cuadra. Nada de esto tiene que estar condicionado a acuerdos con nadie. Y menos que esto es tolerancia o desidia con la corrupción. Es decir, corrupción.

En esta legislatura, crítica por la situación económica y crítica porque empezó tras siete meses de sainete y desgobierno, los partidos fueron incapaces de mantener una mayoría de gobierno y de hacer unos presupuestos. En la ruptura del tripartito original no hubo, en los tres, más que cálculos mezquinos de expectativas electorales y de ubicación geopolítica, sin el menor rastro de sensibilidad con los administrados, con nosotros. La próxima Junta va estar más fragmentada por la previsible entrada de Podemos y el previsible descenso de los partidos mayoritarios. Parecemos condenados a otra prórroga presupuestaria, porque sus señorías están ya de guateque electoral. Y el Presidente tiene sobre la mesa el robo millonario nada menos que de Fernández Villa y el avispero que lo rodea. Tiene que hacer más, mucho más, de lo que ofreció en el debate. Como diría Rouco Varela, por tantos.

domingo, 26 de octubre de 2014

Tarjetas opacas, políticos honorables, sindicalistas mineros

La primera campanada sonó al amanecer: se destruyeron del susto algunos perifollos retóricos, metáforas y cosas de esas. A la gente, dormida, el ruido la despojó del nombre […]. Tardó un minuto la segunda, y, a esa distancia, las demás: era un sonido profundo […] cuyo número de vibraciones no soportaban los sintagmas, menos aún los períodos, ni por supuesto los sustantivos ni los adverbios, que se descomponían […] de manera que todo mi edificio de significaciones quedaba como arrasado. (G. Torrente Ballester, Fragmentos de apocalipsis.)
“Una puta mierda”. Tal es el título de una disolvente novela del argentino Patricio Pron. En ella se relata un descubrimiento inquietante: las prospecciones indicaban que el subsuelo argentino estaba íntegramente compuesto de mierda, que Argentina flotaba sobre una sentina de dimensiones continentales. Todo esto de Pujol, las tarjetas millonarias e impunes de Cajamadrid y el petardazo de Villa parece el efecto de que alguien hubiera cogido una de esas varillas con las que se tantea el nivel del aceite en los coches y hubiera hecho calas en nuestra historia reciente con un resultado parecido al de las prospecciones en la Argentina imaginada por Patricio Pron. Pinches donde pinches sólo sale mierda.
Un político catalán emblemático heredero de aquel “ja sóc aquí” de resonancias tan históricas; gestores de entidades de ahorro y crédito concebidas para obras sociales; políticos de partidos de izquierda y derecha con poder, de izquierda sin poder (IU, tu quoque) y sindicalistas; el político cuya presidencia del FMI confirmó a algunos en la creencia de que España era, no sólo una y libre, sino grande; el líder minero que administró durante décadas la épica, el ardor y el eco del dolor minero: cada caso es como una campanada del apocalipsis que hiciera caer un trozo del sentido de estas décadas y avanzara un poco más en la disolución del edificio nacional y su régimen de 1978.
Los señores de las tarjetas debieron tener sus campanadas del apocalipsis particulares. Según se sucedían, ellos iban perdiendo con cada campanada la responsabilidad, la honestidad, la vergüenza, la decencia y finalmente el juicio. Se habían hecho tan importantes de tan millonarios sueldos que habían atropado que alcanzaron ese punto en el que pagar con dinero propio parece de plebeyos. Así que decidieron ejercer su importancia a base de tarjetas con fondos sin fondo. Pura demencia. Oportunamente nos brinda Klappenbach sobre este asunto la cita de Schiller: “contra la estupidez, los propios dioses luchan en vano”. Que los encierren cuanto antes.
Sospecho que Pujol es el negativo de Rubalcaba. Si Rubalcaba es un alma republicana atrapada en un cuerpo monárquico, el cuerpo republicano de Pujol debe guardar un alma monárquica y secretamente debió sentir que Pujol era un apellido dinástico, que él era Jordi I y que Cataluña era su reino. Son tenaces las sospechas de que su fortuna no es del todo heredada y de que unas migajas de cada cosa que se movía en Cataluña eran diezmo del monarca in péctore. Me pregunto dónde habrá visto Pujol ese tipo de prácticas ...
Fernández Villa hace tiempo que es una cebolla con capas que cubren capas sin que haya ningún cogollo de realidad bajo todas las apariencias. Ni su sindicalismo, ni su condición minera, ni su izquierdismo fueron nunca más que aire sobre aire. Pero además siempre existió la leyenda de que era poderoso. Ciertamente él mangoneaba listas y gobiernos del PSOE. Es difícil olvidar aquel programa de televisión, con todo el país pendiente, en el que salían el entonces Presidente Rodríguez Vigil, Fernández Villa y el ministro de industria, Aranzadi. El tardofelipismo había planteado abiertamente un horizonte de cierre de la minería y una Asturias crispada y puesta en pie copaba todas las portadas.
Era para ver al Presidente callado, como convidado de piedra, mientras que Villa era el que hablaba, hacía, deshacía y representaba. En el recuerdo tenemos también a algún consejero que intentaba afianzar su situación política proclamando desde su cátedra de universidad “yo soy un hombre de Villa”. Sí, claro que mandaba. Pero el poder de Villa, digan lo que digan, tenía no poco fundamento en la escasa atención que Asturias merecía a la plana mayor del PSOE. Un reducto que no interesa nada a los de arriba es un cacicazgo de quien esté al frente. En cualquiera de los momentos disparatados que vivió Asturias por las petardadas de Villa podrían haberlo despachado con la misma rapidez y facilidad con que lo hicieron esta semana, si Asturias hubiera pintado algo en las preocupaciones de alguien de arriba. Villa era tan poderoso como minero e izquierdista. Nada de nada.
Todo indica que España tenía una infección más antigua que este ébola reforzado por el virus Ana Mato. En ciertas alturas los comunes desaparecíamos de la vista y sólo se veían los importantes entre sí. Parte de su importancia consistía en verse unos a otros, comprenderse en sus tropelías y sublimar y naturalizar sus latrocinios. Siempre hubo alguna urgencia que hacía inevitable el pragmatismo de no revolver, de echar capas de opacidad por alguna razón superior. No hubo día en que no hubiera el mismo tipo de razones de estado que hicieron tan “sensato” el aforamiento urgente del rey saliente.
Los GAL dejaron una enseñanza notable. No creo que los gobiernos de Aznar ni Zapatero hayan armado a escuadrones ilegales contra el terrorismo y no por altura ética (de hecho, Aznar nunca fue capaz de opinar sobre las torturas de Guantánamo; “si lo que me pregunta es si EEUU es una democracia, ya me gustaría a mí tenerla aquí igual”, decía, mientras sus lameculos festejaban el desvarío como “una hábil finta dialéctica”). Pero hubo un gobierno y un partido que sufrió lo indecible cuando la justicia entró a saco en aquellos ministerios de interior de sainete. Santo remedio. A ningún gobierno se le ocurrió repetir la hazaña.

España no tiene que mirar sin más al futuro. Tiene que ajustar las cuentas hacia el pasado, entrar a saco con todos estos quinquis que nos saquearon y hacer que los políticos cojan tanto miedo a robarnos como a montar grupos armados ilegales. Decir que lo que tenemos encima es una “casta” no es una simplificación injusta de políticos populistas. Es un eufemismo de gente educada. Lo que tenemos encima es una puta mierda.

sábado, 4 de octubre de 2014

El soplido del dragón en Cataluña

Cuando hay fuego es un instinto normal soplar para apagarlo. Salvo que seas un dragón o un faquir de esos que se llenan la boca de combustible y cuando escupen al fuego lo encienden más. Algo debe tener el aliento de Rajoy y, en general, del staff político y mediático del régimen, porque cada vaharada que echan sobre cualquiera de los fuegos que arden en el país parece que los inflaman en vez de rebajarlos.
Un buen día el entonces rey Juan Carlos I se fue a cazar elefantes con el país en crisis y la población sobrecogida por su caída de ingresos y derechos. Se fue rodeado de ese silencio que parece la capa de invisibilidad de Harry Potter y que sólo pueden permitirse los reyes y allegados. Se fue y se rompió a la vez su cadera, la burbuja de silencio que lo rodeaba y la inocencia de una población que empezó a preguntarse a qué se dedicaba realmente su Jefe de Estado, con tanto amigote rico que lo invitaba a cazar, tanto duque empalmado y tanta infanta a la que no le consta nada.
En las elecciones europeas, los dos partidos que gobiernan y que garantizan el ecosistema político en el que la monarquía se solaza sólo consiguen, entre los dos, un 20% de los llamados a votar. La monarquía corría el riesgo caerse de culo como si se le hubiera roto la cadera y deciden activar la sucesión para que pasasen al frente Felipe, por lo Preparado que se le veía, y Letizia, por lo Mujer de Hoy que resultaba. La sucesión fue rápida, casi clandestina, y silenciosa como una cacería de elefantes. Aún le dura lo silencioso. Felipe VI llegó como el Preparado y va asentándose como el Ausente (¿estará de caza en Botswana?).
En los trastornados días de la sucesión asistimos al soplido del dragón tratando de apagar los fuegos antiborbónicos. Se sucedieron delirios dinásticos, lecciones de historia en formol, nostalgias de transición y almas republicanas atrapadas en cuerpos monárquicos. Los soplidos del régimen sólo consiguieron hacer crepitar como nunca las llamas republicanas y que los discursos reales con alcanfor ya nos rechinen como si masticáramos cristal entre los dientes.
Luego, visto el declive del duopolio y que la monarquía era una institución más para esconder que para enseñar, llamó la atención del tinglado del 78 la emergencia de Pablo Iglesias y Podemos. Y soplaron para apagarlo. Soplaron con aplicación y constancia. Los espectros de la transición se creyeron vivos y nos volvieron a contar lo de su espíritu. Llegaron más lecciones de historia con olor a moho, se rugieron himnos de gran coalición y altura de miras, hubo testimonios de apariciones de Hugo Chávez y se soñaron pesadillas de revoluciones bolivarianas. Curiosa costumbre cogieron de buscar ejemplo y lección en Venezuela, en vez de sacar conclusiones de las cercanas Grecia y Portugal para pergeñar nuestro ¿qué hacer? patrio.
El soplido, claro, no hizo más que encender lo que ya ardía, inflamar España de círculos y convertir al señor de la coleta en una de las dos espinitas que Emilio Botín se llevó a la tumba. Sólo el aliento de dragón (o de orujo, vaya a usted a saber) puede alcanzar tales niveles de infortunio en el intento de apagar llamas.
Ahora soplan para apagar la cuestión catalana. Y Cataluña arde. Soplan de la manera más incendiaria. Dicen que la realidad catalana no son los gritos que se oyen a millares, sino los silencios que nadie oye, que la mayoría es silenciosa (e indemostrable, claro). Dicen que lo que se pide, con más o menos claridad, no está en la ley y que aspirar a lo que no es legal es antidemocrático. Qué pena tengan tan escondido a Wert y no lo escuchen más. Él también se encontró con que financiar con dinero público a los colegios que por extremismo religioso separaban a los niños de las niñas era ilegal. Y lo arregló en un periquete de la manera más obvia: cambió la ley. Y ya se pagan con nuestro dinero colegios libres de peligros carnales con toda legalidad.
El referéndum, crea lo que crea Guardiola o Artur Mas, es el reconocimiento de un fracaso, la salida que queda cuando falló lo fundamental. Los referendos democráticamente sanos son los que plantean al pueblo un acuerdo de los políticos, porque, una de dos, o los políticos pueden haberse separado imprudentemente de las aspiraciones de la población y hay que confirmar la confianza del pueblo; o porque el asunto es demasiado trascendente para solucionarlo por delegación y la población tiene que personarse directamente. Pero, asumiendo como pauta de estilo que en democracia hay que aspirar a que el que pierda no lo pierda todo, lo saludable es que lo que se someta a referéndum sea un acuerdo alcanzado entre políticos. O al menos que las posibilidades que abra el referéndum sean aceptadas como estables y pacíficas por los discrepantes.
Un referéndum convocado para zanjar acuerdos irreconciliables es una forma de dejarnos por imposibles los unos a los otros y no es el mejor estilo democrático. Lo que no quiere decir que tal vez no haya más remedio, es decir, que sea lo menos malo de lo que queda si lo demás falla. Algo que encaja con esto dijo con buen juicio hace poco Zapatero sobre el referéndum escocés (sí, dije “Zapatero” y “buen juicio”).
En septiembre de 2005 el parlamento de Cataluña aprobó un Estatuto de Autonomía con el apoyo de todas las fuerza independentistas, el PSOE e IU. El PP siempre amagó discrepancia táctica en temas que de todas formas es evidente que asumiría después: aborto, matrimonio homosexual, divorcio, estado autonómico, legalización del PC, … Aquel Estatuto puede haber sido la mejor oportunidad (ya perdida) de un acuerdo en Cataluña y con Cataluña que pudiera haber sido sometida a un referéndum saludable a la población catalana y que hubiera zanjado la cuestión para mucho tiempo. De nuevo sacaron la ley, cuando el legislativo bien pudo legislar, y se sopló el fuego con aliento de dragón. No se trata de cambiar la ley a golpe de capricho autonómico del primer Camps que aparezca por ahí. Se trata de olfato, de percibir a tiempo las dimensiones de un problema. Las últimas Diadas son una expresión irrefutable de esas dimensiones.
Aquella oportunidad pasó y ya quedan cada vez menos. El cambio en la constitución parece la única posibilidad, pero seguramente no como la plantea Pedro Sánchez. Hay crisis territorial: el actual estado autonómico no fue proyectado ni previsto por nadie; en un jardín descuidado crecido sin atención ni diseño. La Corona no une los territorios ni los individuos de España y no lo hará si no se legitima o se sustituye por una república legitimada. El desencuentro de la población con sus representantes es crítico; el señor de la coleta es más un síntoma que una causa. Y Cataluña, de momento Cataluña, arde sin control. Una vez más: se requiere un proceso constituyente en el que se decida desde listas abiertas o cerradas hasta la forma del Estado o su tamaño y en el que hablemos de todo aceptando de antemano la validez de todo lo que se pueda acordar.

Montoro acaba de presentar unas cifras en las que se agravia a Cataluña con la mayor caída de España en inversión pública. Seguramente es parte del soplido para aplacar las llamas. Rajoy dice sobre cambiar la constitución que quiere salir de la crisis. Parece el estudiante aquel de la antología del disparate que, sobre la desembocadura del Volga, decía que no lo sabía, que él la que se sabía era la del esqueleto. Acumulando despropósitos llegaremos al punto en que no haya más salida democrática que el referéndum por lo mismo que se llega al punto en que no hay más salida civilizada que el divorcio. Porque falló todo lo que hubiera sido mejor.