sábado, 6 de septiembre de 2014

Canon en las bibliotecas públicas para ángeles de segunda clase

[Artículo semanal en Asturias24 (www.asturias24.es)]

 “Cuando leo, de hecho no leo, sino que tomo una frase bella en el pico y la chupo como un caramelo, la sorbo como una copita de licor, la saboreo hasta que, como el alcohol, se disuelve en mí, la saboreo durante tanto tiempo que acaba no sólo penetrando mi cerebro y mi corazón, sino que circula por mis venas hasta las raíces mismas de los vasos sanguíneos. […]
Por eso todos los inquisidores del mundo queman los libros en vano, porque cuando un libro comunica algo válido, su ritmo silencioso persiste incluso mientras lo devoran las llamas, y es que un verdadero libro siempre indica algún camino nuevo que conduce más allá de sí mismo.” (B. Hrabal, Una soledad demasiado ruidosa).
La diosa de la sabiduría, Atenea, nació directamente de la cabeza de Zeus, que la concibió de manera tan singular tras comerse a su primera esposa, Metis, la diosa de la prudencia. Quizá la forma más benigna de leer el mito sea la de entender que la asimilación de prudencia engendra sabiduría. La combinación de la directiva 2006/115/CE del Parlamento Europeo con la concreción que el Gobierno de España hizo de tal norma lleva a que las bibliotecas públicas tengan que pagar un canon por cada socio que tengan y otro por cada libro que presten. Cabe pensar que la alimentación de los eurodiputados y del ministro Wert sea menos truculenta que la de Zeus y, en todo caso, es mejor que no haya ningún dios Hefesto que les abra la cabeza, porque es de temer que lo que salga de ellas tenga poco que ver con la sabiduría, visto que su dieta es pobre en prudencia.
La directiva europea incluye expresiones como “la piratería constituye una amenaza cada vez más grave”, “la protección adecuada de las obras amparadas por los derechos de autor […] pueden considerarse de importancia capital para el desarrollo económico y cultural de la Comunidad” y otras similares. Hace unos años atendía la visita de un profesor uruguayo y, mientras esperábamos a que mis hijos salieran de la piscina, lo llevé a la biblioteca de El Coto, para hablarle de la red de bibliotecas públicas de Gijón. El visitante me decía examinando los anaqueles, con reconocimiento entreverado de dolor patrio, que teníamos al alcance en cada barrio lo que sólo con fatigas podía encontrar él en todo Montevideo. Cuesta creer que toda aquella gente que anotaba fichas, se demoraba en las estanterías y llevaba libros de dos en dos a la mesa donde le sellaban el préstamo fuera la imagen de “una amenaza cada vez más grave” para las obras que se llevaban; o que aquella fuera una escena de desamparo de autores y creaciones.
Estamos ante una cuestión de principio, no ante una cuestión de números. De números habla Fernando Ramos Simón, en uno de los boletines de CEDRO, para mostrar que el impacto del canon no será relevante y para solicitar sosiego en la discusión. El artículo parece lo bastante honesto como para conceder al autor el sosiego que reclama. Pero seguramente Ramos Simón reconocerá que, si en España hubiera una ley que privara en nuestro país expresamente de los derechos humanos a la etnia inuit esquimal, con los números en la mano, el efecto no sería nada alarmante. Convendremos, sin embargo, que hay un problema de principio.
Los problemas de principio son convencimientos cuya quiebra o abandono, por pequeño o grande que sea, dejan desprotegidas certezas o seguridades que consideramos básicas. Es lo que llamamos coloquialmente líneas rojas. Si un chico pega a su novia, no importa si le pegó fuerte o suave; si privamos de derechos a los inuits, no importa que haya muchos o ninguno por aquí. Se pasaron líneas rojas y a partir de ahí nada impedirá que se vaya a formas mayores de maltrato o hacia privaciones más infames de derechos. Y obligar a las bibliotecas a pagar por cada libro que presta o por cada socio que tiene traspasa alguna línea roja.
Los préstamos bibliotecarios no privan de compradores a los autores. Es fácil comprobar que no se venden más libros allí donde no hay bibliotecas. Es fácil comprobar también que donde hay más bibliotecas y donde estas son más frecuentadas hay también más librerías y tráfico de libros. Puede tener sentido que algunos países del norte, con bibliotecas muy bien financiadas, con un nivel de lectura alto y con lenguas minoritarias (danés, holandés, flamenco, …) quieran animar y hasta mimar a los autores que mantienen la creación literaria en esas lenguas bañadas y rodeadas por el inglés o idiomas fuertes y amenazantes. Pero en España estos últimos años las bibliotecas públicas apenas tienen recursos para comprar libros; y en España se lee poco. No puede haber mayor sinsentido que poner más barreras para facilitar el acceso a la lectura. La concreción de la directiva europea debería haber dejado fuera de su aplicación a todas las bibliotecas públicas. La norma europea lo permite.
La biblioteca, por lo que tiene de memoria del conocimiento y la creación, prestigia y difunde los libros, los mantiene vivos en la ciencia y la literatura, cuando en las librerías estarían ya olvidados, y son parte notable del impacto de los libros recién editados. Los Ptolomeos egipcios hicieron en Alejandría la primera biblioteca verdadera, con intención real de atrapar y estructurar el conjunto del saber. Asombrados por su propia creación llegaron a percibirla como el lugar “donde el universo mismo encontraba su reflejo hecho palabras”, nos dice Alberto Manguel. Los alejandrinos llegaron a percibir su biblioteca, no como la actual del Congreso de EEUU, sino como Matrix, como el universo mismo codificado y representado. Los libros que se insertan en tal estructura y se prestan al público pasan a ser parte de la costura misma de los tiempos. La inserción de una obra en la gran memoria del mundo que es una biblioteca no está entre los problemas que estos tiempos están dando a los autores para vivir justamente de su trabajo.
El préstamo es la manera natural de introducirse en la lectura (no gasta dinero quien todavía no es lector) y es parte de la argamasa y mantenimiento de la lectura de quienes ya tienen tal actividad en sus vidas. En el clásico de Capra Qué bello es vivir, nadando siempre entre lo entrañable y lo ñoño, el ángel de segunda clase Clarence dedica sus oficios a ayudar al humano Bailey por un empeño primordial: quería que por fin Dios le concediera alas. Él tenía la desdicha de percibir la vastedad del universo y quería alas para ser parte de él. Nuestra mente percibe más mundo del que es capaz de pensar. Nuestro cerebro sólo acumula certezas sobre nuestro cuerpo y su actividad, pero el mundo es mayor. Aprendimos a usar las metáforas como muletas del pensamiento para llevarlo más lejos y aprendimos a apoyarlo en nuestras propias creaciones para hacerlo más poderoso. Aprendimos a ensanchar nuestro mundo con la ficción que primero nos saca de él y luego nos retorna con más bagaje y más vida.

Pocas actividades públicas hay más notables que esa mano tendida hacia el mar de los libros que son las bibliotecas con sus préstamos. Sin un Dios que nos dé alas, y resignados a nuestra condición de ángeles de segunda clase, pocos dones se nos pueden dar mayores que el de arrastrarnos a ese océano donde nuestra mente se ejercita y ensancha el mundo y la vida. Por una cuestión de principio, debe dejarse que la memoria contenida en las bibliotecas públicas fluya lo más torrencialmente posible hacia la población, sin obstáculos ni cánones, sin números que nos hagan dudar de que cada préstamo de cada libro es un episodio justo y correcto. Lo único que nos dicen los números es que los autores tienen más clientes entre los ángeles que ya tienen alas.

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