jueves, 7 de agosto de 2014

¿Sobran alumnos en la universidad?

[Artículo semanal en Asturias24 (www.asturias24.es)].

 “—Es una lástima que tuviera que intelectualizar tanto el asunto. Hace un trabajo excelente, y después va y lo intelectualiza.” (J. Franzen, Libertad).
“—Piensa demasiado, sargento. ¿No será usted un intelectual? —Yo no, no soy uno de ellos. —Pues no actúe usted como ellos. (La vida de los otros).

Un grupo de música hace dos cosas: por un lado, componer y ensayar; y, por otro, actuar en directo. La que tiene rentabilidad directa es la actuación en vivo. Esa es una actividad que se paga, que se aplaude y que da prestigio. La composición de las canciones y los ensayos no se cobran y se hacen sin el halago de un público cómplice. Y además hay mucho trabajo inútil, por lo que tiene de tentativa y de búsqueda. Cualquiera entiende que no podemos pasarnos la vida componiendo sin conseguir que haya actuaciones con público. Pero seguro que también se entiende que sin ese trabajo oscuro de sótano no habría producto que ofrecer a ningún público.
Puede ocurrir que, sin llegar a ese extremo, el grupo musical en cuestión caiga en un desequilibrio, que ceda a la tentación de actuar mucho, cobrar muchas entradas y sentir cada poco el agasajo del público. Y puede ocurrir que, reduciendo el tiempo de estudio y composición, la calidad de lo que ofrece en directo vaya menguando. En el mundo académico se da también el fenómeno. Lo que luce es la actuación: la conferencia, el curso, el libro publicado. El tiempo de estudio reposado e investigación ni da dinero ni aplausos. Una vez ganado el prestigio, algunos ceden a la tentación de la conferencia y curso pagados, de la gira interminable y del libro ameno, ingenioso y sin fuste, va reduciendo el cuidado del estudio y la lectura atenta y así también va degradando la calidad de lo que dice y escribe. Cada uno tendrá sus nombres en la cabeza.
La discusión sobre esta delicada cuestión se reproduce siempre que hay que hablar de ciencia básica y ciencia aplicada. A la empresa y los gobiernos les suele gustar la ciencia aplicada, la actuación en directo en la que se cobran entradas. Les gusta la parte de la actividad científica en la que se hacen cosas que se puedan vender, sean máquinas para hacer ecografías o aplicaciones para consultar el horóscopo con el móvil. Financian con más dificultad la ciencia básica, el mantenimiento de la caldera en la que bulle el conocimiento, relativamente alejada de la solución pronta de problemas o la satisfacción inmediata de apetencias comerciales.
Con razón se alborozaba Arsuaga en tiempos de las vacas locas, cuando había que decidir qué vacas habían comido proteínas animales y debían ser sacrificadas por locas y peligrosas, y cuáles podían seguir abasteciendo las carnicerías. El análisis de los isótopos estables de algunos elementos químicos, tal como se venía haciendo en los “inútiles” trabajos paleontológicos para reconstruir las cadenas tróficas en especies extintas, fue la técnica que se aplicó para algo tan “útil” como evitar un envenenamiento masivo. Ahí vio Arsuaga un ejemplo de que el conocimiento básico es condición para responder a las siempre caprichosas e imprevisibles necesidades prácticas; de que no hay actuación en directo si no hay ensayo y tiempo perdido.
Wert lleva algún tiempo diciendo que hay demasiados estudiantes en la universidad. Lo dice en distintos lenguajes, de exigencia académica, de contabilidad o de eficiencia económica. Pero el mensaje siempre es el mismo: sobran alumnos en la universidad.
Se está relacionando de manera cada vez más simplona la formación, en todos los niveles educativos, con la productividad y el beneficio económico. Puede verse como muestra el agudo análisis del preámbulo de las últimas leyes educativas hecho por Xandru Fernández en http://goo.gl/6tl7Hy. Hasta hay que escuchar continuamente el desvarío de que nuestras insoportables cifras de paro se deben a la formación inadecuada de los jóvenes. Tras décadas de guateques político – bancarios ahora quieren buscar la causa del paro y el déficit en el informe PISA. Un razonamiento pertinaz y de supuesta eficiencia económica consiste en relacionar los titulados y tituladas que se forman con los que hacen falta: no debería formarse tanto biólogo, tanto químico o tanto historiador si no hacen falta tantos y acaban cada vez más en el paro. Curioso argumento de economía planificada, tanto más enfáticamente defendido cuanto más conservadora la entidad que lo sostenga.
La Fundación Conocimiento y Desarrollo, presidida por Ana Botín, hace notar que cada vez hay más sobreeducación, es decir, que cada vez es más habitual que los titulados universitarios trabajen en algo que no requiere tanta formación como se les dio. También muestra que desde 2007 se disparó el paro de los titulados españoles con respecto a los titulados europeos. Todo apunta, según ciertos discursos de los que participa el Ministerio de Educación, que cada vez despilfarramos más el dinero que se gasta en formación superior, porque no se absorbe esa formación en el mercado de trabajo.
La conclusión podría ser ciertamente perversa. Cuantas más pobre sea un país y menos oportunidades dé, menos sentido tiene estudiar porque no habrá actividad que absorba esa formación. Los alemanes deberían estudiar más que los españoles porque allí sí se rentabiliza más el esfuerzo y el gasto al haber más oferta de trabajo. Es obvia la inconsistencia.
La relación entre formación y desarrollo económico es tan evidente como la relación entre los ensayos y el éxito de la actuación en vivo y como la relación entre la ciencia básica “inútil” y las tecnologías aplicadas “útiles”. Tan evidente y tan indirecta. La formación, el buen nivel cultural, mejora en general la calidad de vida personal de la gente, hace mejor lo que va bien y hace menos malo lo que vaya mal. Una población preparada y con inteligencia despierta se inserta con más facilidad en proyectos colectivos complejos y tarda menos en adaptarse a tareas cambiantes y cualificadas. La obsesión de relacionar directamente y sin otras consideraciones la formación con la actividad económica es el mismo tipo de ceguera que agotar el tiempo de trabajo en actuaciones en directo y desdeñar todos los saberes que no cumplan una función para el día siguiente.
Por supuesto que la enseñanza superior tiene que ser sensible a lo que la sociedad necesita. Pero debe ser percibida como un derecho de quien quiere adquirirla y está dispuesto a responder al esfuerzo y talento que requiere. La cifra de la que debemos partir no es cuántos químicos hacen falta, sino cuánta gente quiere estudiar química. A partir de ahí, cuando media Asturias quiere estudiar medicina, lógicamente se ponen los límites para no atender a más gente de la que se puede formar.
Se están divulgando continuamente datos malignos de lo mal formados que estamos sin grandes explicaciones (¿en qué son más competentes los estudiantes japoneses de secundaria que nuestros titulados?), sin perspectiva temporal (¿en serio dicen que vamos a peor? ¿Éramos antes Finlandia? ¿No es verdad que estas son las generaciones mejor preparadas de nuetra historia?) y con afirmaciones gratuitas (¿qué oportunidades de trabajo pierden nuestros jóvenes por mala formación? ¿Nuestros físicos y nuestros filólogos tienen más paro porque saben menos que los alemanes?). Y se emplean los datos malignos y su urgencia como premisa para una serie de medidas que casi siempre son de reducción, de quitarse alumnos, profesores y gasto de encima.

De un antecedente falso se deduce cualquier cosa porque la implicación será verdadera. Pero quien sepa algo de lógica sabe que de un antecedente verdadero no se deduce cualquier cosa. Los datos negativos de nuestro sistema educativo no son argumento para hacer cualquier cosa (quitar becas, subir tasas, reducir plazas). El gasto que un país haga para dar formación superior a quien quiere formarse es un esfuerzo justo y útil. Las estirpes que desprecien su formación, como las condenadas a cien años de soledad, son las que no tendrán una segunda oportunidad sobre la tierra.

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