sábado, 7 de junio de 2014

El Rey abdica. Contextualicemos

[Artículo del sábado en Asturias24 (www.asturias24.es)]
Algunas parejas, que en algún momento de los treinta y tantos dejan de entenderse y discuten más de lo debido, cometen la equivocación de tener un hijo para reanimar su relación. Una pasión compartida hacia el nuevo ser no puede sino unir lo que se estaba agrietando, piensan. Por supuesto, agarrarse a una ilusión externa cuando la relación declina es como agarrarse a una pajita cuando uno perdió el pie y rueda por una pendiente abajo. Confiamos nuestra recuperación a un soporte equivocado. Quien dice un hijo dice un rey recién coronado. Nos dará ese impulso que nos está faltando, piensan.
A veces, y en su debido contexto, palabras opuestas dicen exactamente lo mismo. Cualquiera ve que “generosidad” y “avaricia” significan cosas contrarias. Pero cuando decimos que alguien es feo con avaricia y que es feo con generosidad, las dos palabras expresan la misma idea. Por eso, podríamos decir que en España estamos en un momento constituyente, o su opuesto, que estamos en un momento de descomposición, y tendríamos razón con las dos expresiones porque las dos dicen lo mismo. Hay una grieta política, por la desafección ya estructural de la población hacia sus representantes políticos. Hay una grieta territorial, por el movimiento colectivo y por momentos abrumador de los catalanes por la independencia de su territorio, que conllevaría la del País Vasco. Y hay una grieta social, porque no estamos viviendo simplemente una crisis y un empobrecimiento; estamos viviendo un verdadero cambio de las reglas de juego de las relaciones sociales.
En este momento constituyente o de descomposición se plantea la abdicación del Rey y la coronación del Príncipe de una manera rápida, improvisada y chapucera (todavía el jueves decidieron que el tratamiento futuro a Don Juan Carlos será el de Alteza; ¿a quién quieren convencer de que esto llevaba meses planeándose?). Creo que hay tres puntos de tensión que hicieron urgente la sucesión.
El primero es que el descrédito del Rey era ya imposible de reconducir y su estado físico le daba ya un punto de patetismo a sus intentos. El episodio de Botswana y los escándalos de la familia real fueron como unos dedos chasqueando delante de nuestros ojos, espabilándonos y haciéndonos ver que el cotarro monárquico había sido un ecosistema muy fértil para tráficos, favores e influencias. Despertamos y vimos que nuestro Jefe del Estado y su entorno se venían comportando como si los hubiera nombrado un dictador.
El segundo es que las elecciones europeas mostraron la quiebra del sistema bipartidista en que se asienta el actual régimen. Los dos partidos que copan poder y gobiernos flotan sobre la población como los nenúfares en un estanque, sin raíz y a la deriva, porque ya es más que dudosa la fuerza electoral que les queda. La aparición de Podemos insinúa una grieta por donde está entrando, no una nueva ideología, pero sí una nueva cultura política ajena a todo el santoral de la transición.
Y el tercer elemento de prisa es la inevitable dimisión de Rubalcaba, que ya no se podía posponer más. Rubalcaba es uno de los guardianes del régimen y el último de esa estirpe que podía dirigir al PSOE.
Así que se activó a toda prisa el mecanismo de la sucesión como una necesidad para evitar más deterioros y para impulsar al país. El país se desquicia política, social y territorialmente y el aparato del estado decide tener un hijo para recuperar la ilusión y el entendimiento y volver a ser una unidad de destino en lo universal. Una nueva familia real en nuestras vidas ha de unirnos en un nuevo clima, piensan. Porque nadie está dando razones ni desgranando cuál es esa utilidad de la institución monárquica. Sólo nos regalan una familia real y nos embadurnan de almíbar y ñoñeces de sonrojo.
Un noventa por ciento del parlamento decidirá que los españoles quieren mayoritariamente la continuidad de la monarquía. En esta fase nos tocará hacer de niños inmaduros. Lo que está detrás de algunas expresiones dedicadas a la corona, como “estabilidad” o “garantía de funcionamiento”, es que necesitamos a una figura paterna por encima de nosotros, ajena a nuestros rifirrafes electorales y que se mantenga al mando cuando nos perdemos en nuestras bullas. España es una cosa demasiado compleja para dejarla en manos de los españoles. La falacia de la carga de la prueba vendrá a favor de no tocar el tema: consiste en mantener una posición sin razonar, asumiendo que es la otra parte la que tiene que explicarse. Las dos repúblicas acabaron mal, dirán, como si los reinados borbónicos no hubieran sido convulsos y con finales de pesadilla. Pero será la república, y no la monarquía, la que tenga que demostrar que no es un caos.
Después de hacer de niños inmaduros para que la monarquía sea una necesidad, nos tocará hacer de mayores y tener esa paciencia que los mayores tienen que tener con los adolescentes caprichosos. Tendrá que importarnos si Letizia está demasiado delgada y si no come. Cualquier bronca que le eche a Felipe VI tendrá resonancias históricas en nuestras sienes. Habrá que estar en vilo por las amistades del Rey y por sus compañías. Y si la pareja amenaza desunión habrá que hacer votos por que se perdonen y sean fuertes por el bien del reino. No tendremos nada mejor que hacer, como adultos que seremos.
Lo cierto es que la coronación de Felipe VI ya está convocando de facto una gran coalición. PSOE y PP actúan con una unidad cada vez más reconocible. El diario El País nunca se pareció tanto al ABC. Esta gran unificación no responde a una actitud de entendimiento o tolerancia. Es una forma de encoger el tamaño del sistema, de manera que cada vez más opciones queden fuera de él y resulten ser anti–sistema. Cada vez “la realidad” impone más cosas y decidimos sobre menos asuntos. La gran coalición, explícita o táctica, que está cuajando alrededor de la corona es una manera de reaccionar a la desagregación política, social y territorial: cierre de filas y portazo. Un tipo de despotismo.
Los socialistas llevan mucho tiempo en el País de Nunca Jamás, donde sabemos por Peter Pan que las cosas se olvidan. Se olvidaron ya de tantas cosas que ya no recuerdan que el PSOE, en principio, no dejó de ser republicano. Seguramente la embriaguez de Nunca Jamás los tiene en tal grado de confusión que ya no ven relación entre ser republicanos y apoyar la monarquía. Y el olvido del mundo del que proceden les habrá hecho olvidar que la monarquía es ajena a las formas democráticas en los dos aspectos básicos que definen las formas democráticas, la elección y la responsabilidad: el Rey no es elegido por el pueblo ni nombrado por alguien elegido por el pueblo; y el Rey es vitalicio, no puede ser destituido si no gusta y por tanto no tiene responsabilidad ante el pueblo. La tiene ante la historia, que todo lo absolverá.
Los símbolos patrios fueron mal gestionados en la transición. Ni la bandera, ni el himno, ni el propio nombre de España se utilizan con la distensión y apego normales en cualquier sitio. Creo que la palabra “república” tiene un potencial movilizador mayor que “patria”, “reino”, “España” o “nación”. Un presidente o presidenta elegidos y de quien nos sintamos dueños porque tendrá que explicarse ante nosotros nos identificaría con la nación en vez de enajenarnos de ella. La figura del Rey es sin embargo paradójica: para no ser un dictador, siendo vitalicio y de cuna, tiene que no opinar, que no decidir y sólo puede decir lo que el protocolo institucional establezca y el gobierno decida. Es más una máscara que un personaje en quien reconocerse.

La monarquía fue una forma de compromiso para salir de la dictadura. Está pendiente la decisión de si es lo que nos conviene. El ABC acaba de publicar cinco razones por las que la monarquía es un sistema superior. El debate, por tanto, se está dando y el PSOE debería verlo. Es el PP, y no ellos, quien está literalmente en su reino. El PSOE debería percibir que ya llegó el momento de dejar de proteger a España de los españoles.

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