sábado, 22 de marzo de 2014

Tres frentes para el absolutismo postmoderno

[Columna del sábado en Asturias24 (www.asturias24.es)].
La teoría de lo que es el poder en democracia es sencilla, tanto que se reduce a una palabra: responsabilidad. Una democracia no se diferencia de una dictadura porque las decisiones de sus gobiernos sean más sabias, benévolas o educadas. En democracia quien tiene poder es responsable ante alguien de la forma en que lo ejerce y la responsabilidad última es ante el pueblo. Se supone que los gobernantes son mejores y más justos en democracia, porque su responsabilidad implica que se les puede echar si no gustan. Hace un par de siglos, los absolutistas pugnaban con los liberales entre otras cosas porque entendían que el poder del rey procedía de Dios y que sólo ante Dios era responsable el monarca. Con el tiempo todo el mundo fue entendiendo que eso de que el rey fuera responsable sólo ante Dios significaba que no rendía cuentas ni a Dios y por eso, guerras mediante, se fue cambiando el sistema de responsabilidades para que se deslizara siempre hacia el pueblo.
Los discursos que hoy siguen manteniendo que hay parcelas de decisiones ajenas al escrutinio del pueblo son residuales. Cánovas del Castillo usaba la ingeniosa expresión de “plebiscito de los siglos” y aún en 1995 se leía en un editorial del ABC: “No cabe establecer distinciones entre la Monarquía y el interés general: la Monarquía es el interés general. […] Es el resultado del plebiscito de los siglos y la más discreta, tácita y eficaz garantía de la integridad constitucional”. La monarquía, según Ansón y sus chicos, no es responsable ante el pueblo sino ante “los siglos”, es decir, ante nadie. La misma expresión se desliza hoy en proclamas ultraderechistas que piden la intervención del ejército si Cataluña se independiza. La unidad de España está legitimada, dicen estos muchachotes, por el plebiscito de los siglos y para eso está el ejército, para que el pueblo no pase por encima de los siglos. También a la Conferencia Episcopal le gusta dolerse por la confusión del orden político con el orden moral en temas como el aborto o el matrimonio homosexual. Las normas morales están en un orden distinto y superior al político y en ellas no deben entrar los políticos responsables ante el pueblo. Esas normas son cosa de las autoridades religiosas, responsables, una vez más, sólo ante Dios. Como digo, son discursos doctrinalmente excéntricos y residuales, con un olor a alcanfor que los hace casi inofensivos.
Pero está entrando en la doctrina oficial un frente absolutista, que tácitamente nos va convenciendo de que hay asuntos que no pueden gestionarse con responsabilidad ante el pueblo, porque no es posible ni “eficiente”. Tal frente llega desde tres ángulos: el espacio, el tiempo y la impostura técnica que interpretan comités de “sabios”. Son tres formas de limitar la democracia, sin que se presenten, como en el caso de la corrupción o de los poderes fácticos, como errores del sistema, sino como la forma correcta y admitida de gestionar el sistema.
El espacio se pone al servicio del absolutismo cuando se deciden los asuntos públicos en áreas mayores de aquellas en que se ejerce la soberanía. En estos casos las decisiones se toman en instancias tan lejanas que la gente pierde de vista quién las toma y pierde el hilo que relaciona su voluntad con los individuos que deciden. El voto en las urnas zigzaguea en una especie de vacío y parece que las decisiones políticas no son decisiones políticas, sino que son fenómenos naturales como el pedrisco o la sequía, que simplemente llegan con las estaciones y sobre los que no se puede hacer nada. En España tenemos la sensación muy viva de que hay cosas muy de nuestra incumbencia que no se pueden hacer o que es obligatorio hacer porque vienen “de Europa”, como las galernas cantábricas. No creo que nadie sepa en qué elección votó qué para hacer fácil o difícil que Almunia esté más en el meollo de la economía española que el propio gobierno, ni cómo podría expresar en las elecciones de mayo que le gusta o le disgusta el personaje. Ni siquiera sabrá casi nadie si le gusta o le disgusta.
No se trata de un problema de la Unión Europea y su pertinaz déficit democrático. Ni creo que sea recomendable el llamado euroescepticismo. Está ocurriendo por todas partes que las áreas geográficas del poder no coinciden con las áreas soberanas de responsabilidad ante los pueblos. El discurso ortodoxo oficial presenta este proceso como inevitable y como naturales y “eficientes” sus consecuencias: que haya asuntos de interés público cuya gestión escapa al control popular. Se supone que los legitimará el plebiscito de los siglos, que la historia los absolverá o algo parecido.
Otro ángulo de erosión de la democracia es el tiempo. Solemos creer que el tiempo es el que es, pero en realidad la medida del tiempo y la relevancia de los períodos viene marcada por el tejido económico y social. Durante siglos la Iglesia fue la dueña del tiempo porque sus campanarios marcaban como un diapasón los ciclos cotidianos. El primer capitalismo relacionó el tiempo con la producción y el beneficio. Un factor básico del coste de un producto era el tiempo que llevaba fabricarlo, porque el empresario pagaba precisamente tiempo de esfuerzo, además de materiales. El capitalismo introdujo los minutos y los cuartos de hora en nuestra existencia y también la necesidad del reloj de pulsera. El tiempo se emplea para morder nuestra democracia por dos vías: la de la predeterminación y la de los ritmos.
En cuanto a la predeterminación, en cierto sentido se nos dice que la historia ya está escrita y que la evolución de la organización social es irremediablemente una y está determinada. Muchas medidas políticas se razonan empezando con las palabras “ya no” o “la tendencia es”: las relaciones laborales “ya no” se pueden regir por convenios colectivos, las pensiones “ya no” se pueden financiar de tal manera, “la tendencia” inevitable es reducir el peso de las administraciones públicas. Parece que se enuncian leyes naturales y que oponerse a ellas es tan negligente como oponerse a la gravedad de los cuerpos. Son, como antes, aspectos de la vida pública que se presentan como ajenos al control del pueblo, porque no obedecen a las leyes de los hombres.
En lo que respecta a los ritmos, Josefina Ludmer dice que en América Latina el ritmo de los mercados es mucho más rápido que el de la acción política y que esto lleva a la desaparición real de la política. Sólo caben dos matices. No sólo en América Latina el mercado circula a distinto ritmo que los gobiernos; es un fenómeno generalizado. Y no desaparece la política; se deshilacha la política de los gobiernos nacionales responsables ante los pueblos; se encoge la política democrática para crear espacios absolutistas, pero que también son políticos. El ritmo con el que cambia el dinero de sitio, la rapidez con que cambian de valor las cosas en una sola hora, las ingenierías improductivas que alteran valores y expectativas sobre sectores, la simultaneidad de todo porque la red y las tecnologías hacen que todo sea ubicuo e instantáneo, todo lo que bulle en el mercado, desborda los tiempos del debate y las decisiones políticas. Las cosas no se mueven allí donde el pueblo las puede ver y sancionar. Lo que el pueblo ve y sanciona es sólo una parte de lo que le incumbe.
El tercer ángulo de contracción de la democracia es la impostura técnica. Un comité de sabios nos habló hace poco sobre impuestos y antes otro parecido habló largo y tendido sobre pensiones. Los gobiernos siempre están haciendo números y proyecciones, siempre tienen máquinas muy potentes y técnicos muy sesudos calculando, evaluando y sopesando gastos e ingresos. El hacer visible de vez en cuando un comité de sabios es una performance. Es para hacer pasar por técnico y, como antes, no responsable ante el pueblo, lo que es político. La representación hace parecer que la bajada de impuestos a los ricos o la rebaja de las pensiones no son decisiones, sino conclusiones científicas, tan verdaderas e inevitables como las cosas que vienen de Europa o las tendencias objetivas de los tiempos. En realidad son personas pagadas para que digan su criterio político cuando ya se sabe de antemano su criterio y lo que tienen que decir. Leyendo el otro día las síntesis divulgadas sobre el informe fiscal, no pude evitar imaginarme a los sabios vestidos de verde y con cascabeles, como bufones de un cuadro de época.

Los tres frentes llevan al mismo punto, que es el de ensanchar el volumen de asuntos de interés general sobre los que el pueblo no tiene palabra ni sanción posible. La democracia seguirá representándose porque habrá elecciones, partidos y ciertas libertades. Pero cada  vez decidimos sobre menos cosas. Es un nuevo absolutismo, sin Dios ni plebiscitos de siglos, ni falta que le hacen. No dejemos de reconocer el aliento de la bestia cuando nos hablen del mundo global, los tiempos y sus tendencias o sabios bufones, por mucho que se hayan quitado el traje verde y los cascabeles.

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