lunes, 31 de marzo de 2014

Código ético y picorcillos genitales en la corte de Cospedal


A Jomián Leonel le negaron en Castilla-La Mancha la asistencia que su madre pedía. Le dijeron que si había aguantado trece años, podría aguantar más y que no se podía tener todo en la vida. El pre-adolescente era paralítico cerebral, tenía un pulmón, no podía hablar ni comer y otras lindezas. El chico se murió. No sabemos si la falta de asistencia tuvo que ver con su muerte, pero sí sabemos que murió desasistido. Y que es verdad que no se puede tener de todo y que su madre desde luego quedó muy lejos de tenerlo todo.
Poco después se hace público que el mismo gobierno, el de Cospedal, envió a los trabajadores del servicio de salud un código ético. Nunca es tarde, se dice uno. Por esa trampa del sentido común que nos hace pensar que cuando una cosa va detrás de otra es que fue efecto de ella, uno piensa que la vergüenza de desamparo tan atroz como el de Jomián y su madre sería la causa de que decidieran que poner algunos límites éticos. Pero resulta que la doctrina sigue siendo que no se puede tener todo, que a veces un hijo se muere y que así son las cosas vaya por Dios. El código ético pide que el personal de los hospitales no vistan mostrando zonas íntimas del cuerpo y que no utilicen lenguaje obsceno. Es comprensible. Quién no suspiró por un hospital sin blasfemias y sin médicos enseñando el culo.
A mí se me vienen a la cabeza rudimentos de pragmática y un par de recuerdos. La pragmática nos dice, entre otras cosas, que lo que queremos decir con una frase nunca es una obviedad. No esperamos en la prensa de mañana un titular que diga que no se le amputó ningún brazo a Rajoy durante la noche. No es que sea falsa, es que es obvia y no se habla para decir obviedades; podemos estar seguros de que nadie pondrá ese titular mañana. Tampoco se pide, se ordena o se aconseja lo que es obvio que de todas formas va a ocurrir. No les pediré ni les aconsejaré a mis alumnos que durante la próxima semana se abstengan de tragar piedras enteras. La petición sonaría rara y decirla sería un acto espurio: si todo hace pensar que no van a andar tragándose piedras, ¿para qué pido lo que el curso normal de los acontecimientos hace pensar que sucederá de todas formas? Lo que nos lleva a preguntas inquietantes sobre el código ético de la corte de Cospedal. Si se pide a médicas y enfermeros que no muestren zonas íntimas del cuerpo y la petición no es espuria, es que no es obvio que no lo hagan. Semejante código ético hace pensar en hospitales de viernes por la noche en Canal +.
O en gestores con picorcillos. Hace bastantes años me contaba un amigo, que había estudiado en el Seminario en sus años mozos, que uno de los curas les prohibía tomar el sol en la playa boca abajo. Decía que era pecaminoso. Estuvimos de acuerdo en que aquella prohibición sonaba autobiográfica. A una persona normal no se le ocurre pensar en posibilidades tan detalladas. Probablemente aquel cazador de riesgos carnales habría tenido algún rozamiento torpe tomando el sol y la conspicua y enojosa trempera le habría hecho pensar en el maligno y sus caminos en verdad infinitos (“Nadie más impotente y ridículo que Satanás tratando de / arrastrar al infierno a un santo que levita. / Hasta que encontró el modo: lo puso boca abajo”, decía Ángel González).
¿Qué experiencia hospitalaria puede dar lugar a sentir el impulso de pergeñar un código ético así, si la orden de no mostrar las partes íntimas no es espuria? Me fascina por el contraste con la mía. Siendo yo el sujeto paciente, no me cabe más experiencia que la operación de apendicitis, cuando una operación de apendicitis te tenía quince días en las estancias del servicio de salud. Jamás se me hubiera ocurrido la necesidad de semejante código. El único protagonismo de partes íntimas que me cupo presenciar fue el del cascarrabias de la cama de enfrente. No dejaba de mascullar las maldades que todo el personal sanitario se empeñaba en infligirle. Día y noche mordía insultos y juramentos contra todo el hospital. Cuando llegó el médico por la mañana intensificó la letanía, mientras el médico, sin hacer aprecio, se enfundaba en la mano derecha un guante de látex. Un enfermero colocó una cortina insuficiente que me ocultó lo que no quería ver, pero no el impagable espectáculo de su cara. Mientras atropellaba barbaridades contra el hospital, el médico procedió con su dedo corazón (digo yo) y de repente el sujeto calló, redondeó los ojos y la boca y exclamó coooñoocoooñocoño, como si tuviera la boca llena, a pesar de que, precisamente en la boca, nadie le había metido nada. Luego profirió un oiga esofuemuyforzao muyforzao joder reconózcalo, así sin pausas y casi sin dejar que las palabras fueran una detrás de otra. Respeté mucho la profesionalidad del médico y su aplomo, pero en conjunto, nada que dé para sentir la punzada de un manual de ética. La experiencia de Cospedal y/o sus consejeros debió ser más profunda. Alguien debió ver o imaginar algo que le hizo sentirse tomando el sol boca abajo.
No pude evitar recordar a una compañera de fatigas universitarias que un día vio a un estudiante alemán de Erasmus siguiendo su clase en calzoncillos. Interesada por la anomalía, él le mostró un radiador donde se secaban sus pantalones (era un día de lluvia). El hemisferio cerebral políticamente correcto repasó el abecé de los contrastes culturales, pero finalmente le dijo algo severo que no me contó o no recuerdo. Pero recuerdo la moraleja obvia: todo tiene un límite. Jomián Leonel murió sin asistencia y su madre lo vio morir sin consuelo. Pero la misma Cospedal que paga y recibe en diferido parece preocupada por si alguien enseña sus partes bajo la bata blanca. No consta que sus órdenes no sean espurias, destinadas a que ocurra lo que es obvio que ya ocurre: que nadie anda por los hospitales con las ligas al aire o las braguetas bajadas más de lo que ocurre normalmente donde haya hombres y mujeres; que la ética por la que, literalmente, vive y muere gente no tiene que ver con hinchazones genitales; y que las palabras que matan son las que oyó la madre de Jomián, no las que hace santiguarse a toda la corte de Cospedal. La razón de ese código ético es endilgarnos el breviario santurrón nacional católico como si fuera un dedo corazón enfundado en látex en cualquier episodio de nuestra existencia. Si Jomián Leonel hubiera estado aún en el útero de su madre y todavía no tuviera nombre, vería, si pudiera verlo, manifestaciones por su derecho a nacer y a su madre le dirían lo hermoso que es tener un niño con desgracias. Pero, ya en la vida real, el pobre Leonel era sólo la expresión de que no se puede tener todo y que no molesten. El derecho a la vida es, para estos meapilas, en diferido o a cuenta, que yo ya me pierdo. Así es la ética del nacional catolicismo.

Y todo tiene un límite.

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