lunes, 24 de febrero de 2014

Jordi Évole y el 23 F. Un poco de orden


Jordi Évole, con su falso documental sobre el 23F, creó un buen barullo en las interioridades de mucha gente. Gente a la que le gusta decir de sí misma que tiene sentido de humor se quedó con mala sensación en el cuerpo y no encuentra palabras para describir esa sensación porque no se reconoce a sí misma diciendo lo de “no me hizo ninguna gracia” como si no tuviera sentido de humor. Gente que se toma muy en serio lo que rodeó al 23F se sorprende a sí misma riendo la gracieta de Évole, pero con la mano en la boca porque no quiere parecer frívola diciendo que la farsa fue guay. Además se había anunciado a bombo y platillo que el programa iba a mostrar literalmente lo que no está escrito sobre el 23F, que se iba a decir audazmente la verdad verdadera. Al revelarse la pantomima y frustrarse las expectativas, la mala sensación de algunos fue esa escocedura que se siente cuando eres la víctima a la que se le cae el cubo de agua que habían puesto en la puerta o la que rasga la sábana en la que habían hecho la petaca, ese orgullo levemente maltratado.
Desde luego algo provocó Jordi Évole con el asunto, porque aquí estamos todos dando palique sobre su falso documental. Tratemos de ordenar nuestras emociones para llegar a un discurso razonado. Lo que hizo Jordi Évole fue una broma, según parece, con una doble intención: mostrar qué fácilmente se puede construir una historia falsa y engañar a las masas; y hacer notar que aún hoy sólo se puede bromear con la verdad del 23F, porque sigue habiendo mucha documentación clasificada y mucha opacidad.
Decía Bergson que la risa tenía tres características de entrada. La primera es que es cosa exclusiva de humanos. Sólo los humanos se ríen y sólo los humanos son ridículos. Nunca nos reímos de nada más que en la medida que lo relacionemos con la condición humana. La segunda nos interesa más. La risa nace de la inteligencia y de la insensibilidad. Con un estado de ánimo sensible y marcado, por ejemplo sintiendo miedo, teniendo compasión o pena o bajo el efecto de la ira o de los celos, no nos reímos ni tenemos sentido de humor. “La comicidad sólo puede producir su estremecimiento cayendo en una superficie de alma bien tranquila, bien llana”, decía el pensador. Y la tercera es que la risa es una reacción eminentemente colectiva y social, se alimenta de la complicidad. Cuando uno ríe y los demás permanecen serios, la risa del primero se extingue de inmediato y hasta puede producirle vergüenza. La risa es coral y cómplice sin duda. Tan es así, que la risa a solas parece un acto de locura y una conducta, ella sí, ridícula.
La risa requiere que nuestra mente pase de un error a la verdad tan rápido que no haya sido efecto de un pensamiento y se experimente como si fuera una explosión, como sale el aire contenido en un globo hacia el exterior cuando lo pinchamos. Gustavo Bueno llamó hace tiempo a la risa, con poderosa intuición, un escalofrío intelectual, una especie de espasmo con el que sacudimos el error y recuperamos la normalidad. Por eso, la risa siempre señala algo como ridículo, siempre tiene un potencial destructivo. No en balde el gesto de la risa procede del gesto agresivo de enseñar los dientes (nadie se extrañe de esa evolución; los gorilas cortejan exhibiendo gestos de combate y lanzamos cañonazos con motivos festivos).
El humor puede ser un poderoso recurso para denunciar y protestar. A veces esas capas que tienen que chocar para producir la explosión humorística salen de una cirugía analítica fina practicada sobre los hechos y expresan o denuncian con eficacia lo que está ocurriendo. Piénsese en las viñetas de El Roto o en las que nos ofrecen los ilustres colaboradores del blog de la Fundición Príncipe de Astucias. Otras veces los componentes para hacer reír son más superficiales y dicen poco sobre los hechos, por lo que la comicidad parece más gratuita y menos inteligente. Piénsese en un vídeo con sonido trucado en el que Rajoy se tire un eructo.
Y con estas herramientas, ¿qué podemos decir que hizo Jordi Évole? Algo quedó señalado como ridículo. Se nos invitó a que pensáramos en algo sin afectación y con “el alma bien tranquila”. Para empezar, y como ya se apuntó, el programa se rio de nosotros. Creó unas expectativas que apuntaban incluso a un jaque mate al rey. De repente nos vemos en una broma y que nuestra estupefacción es parte del escalofrío intelectual con el que alguien en alguna parte se está riendo. Tener sentido de humor significa tener la capacidad para distanciarnos de nosotros mismos y vernos sin emotividad, sin conflicto ni intereses, con ese estado de inteligencia pura sin pasión que reclamaba Bergson. Tener sentido de humor y reírnos de nosotros suele ser una saludable señal de inteligencia y adaptabilidad. Claro que, y aquí empieza una crítica que después será suavizada, puedo preguntarme de qué parte de mí se rio Évole. Podía haber reclamado mi audiencia apelando a alguna esquina pedante mía, y entonces se reiría de mi pedantería; o haberme hecho pensar que iban a salir desnudos insinuantes, y entonces ser reiría de mi zafiedad. Pero apeló a mi irritación ciudadana por el secretismo del 23F y apeló a esa sospecha que sobrevuela como los pelusones en primavera sobre el verdadero papel del Rey. Se rio de mi exigencia de transparencia y de mi desconfianza hacia la Casa Real. Mmm …
Y para seguir, el programa se rio de algo que tiene que ver con el 23F. Nos invitó a que recordáramos aquellos momentos, pero en broma, con la ausencia de emoción o pasión recordada por Bergson, sin condena, lamento, indignación o protesta, sólo en broma. A veces exageramos los rasgos de alguien para ofrecer al entendimiento sus verdaderos rasgos como ese error que entra en la explosión de la risa, es decir, para hacerlos ridículos. Es lo que llamamos una caricatura. El programa de Évole podría parecer una caricatura de la exigencia de verdad y podría ridiculizar cualquier pretensión de investigación o de sospecha sobre el Rey. Son motivos para no estar contento. El joven Cebrián, en aquel 1981 director de aquel País, llamó “el más execrable de los crímenes” al hecho de que los militares se levantaran contra la sociedad que los arma para su defensa. Puede parecer excesivo que la exigencia de la verdad sobre aquellas fechas sea también parte del escalofrío intelectual que acompaña a las carcajadas de alguien. Necesitamos que la sociedad, las ideas, los espacios interiores o exteriores tengan forma, que sepamos dónde estamos. En un espacio sin forma, como en el centro de un lago sin orillas, nos sentimos agorafóbicos y extraviados. Y las cosas tienen forma porque tienen límites. Todo tiene que tener límites para tener forma y de alguna manera la broma de Évole nos rascó en esa parte del ánimo que exige límites.
Hasta aquí la crítica, la senda por la que tenemos derecho a decir que el programa no tuvo gracia. Pero todo tiene su contrapeso. La falta de sentido de humor me produce la misma sensación que esos curas en cuya presencia siempre hay que cuidar el lenguaje y los ademanes porque siempre parecen tener la Biblia abierta y no parecen darse un respiro en señalar el bien el mal. La falta de sentido de humor es vecina muchas veces de la actitud reaccionaria y por eso debemos desconfiar de ella. No se trata de buscar la gracia a toda costa para no parecer reaccionarios. Rebajemos un poco la crítica.

Pensemos en algo más venial, como lo que llamamos compostura. No todos podemos ser Diógenes. Si Jordi Évole se tira un pedo en un funeral, no seré yo el que se desmaye ni el que lo señale con el dedo tembloroso. Pero eso no se hace. Es una falta de compostura. Ese estado de ánimo plano de Bergson fue demasiado plano en una situación que pide algo de sensibilidad (entendiendo por sensibilidad algún tipo de reacción ante algo). No diré de Jordi Évole que se burló de una parte de mí que debería respetar. Ni diré que trivializa lo que es un golpe de estado o que arteramente quiere ridiculizar cualquier sospecha sobre le papel de Cid Campeador que se dio al Rey en aquel tumulto. Pero sí que esas cuestiones tuvieron que ver con su programa y que tuvo una evidente falta de compostura; que aunque nos tronchemos de todo, hay que saber estar.

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