sábado, 8 de febrero de 2014

El paseíllo de la infanta

[Columna del sábado en Asturias24 (www.asturias24.es)].
Supimos que el número de suicidios subió un 11% y que la infanta Cristina declarará hoy sábado día 8 en el juzgado de Palma. Nunca se sabe qué nos enseñan las coincidencias.
Si tuviera que dibujar la idea de suicidio, dibujaría algo parecido a un reloj de arena tumbado. No por metáforas sobre el tiempo, sino por la forma de ocho tridimensional. Los que no somos suicidas lo podemos ver así porque intuimos el suicidio como un error (fuera de los casos de eutanasia). Vemos en el suicida una vida que se estrecha hasta un punto insoportable y vemos también que, si el desdichado hubiera podido aguantar esa estrechez, tras ese punto la vida se hubiera vuelto a abrir y a hacerse amplia, como se abre en un reloj de arena la segunda mitad del ocho tras el punto en parecen estrangularse las dos partes. Seguro que es una simpleza, pero los que no pensamos en suicidarnos no podemos evitar pensar que después del momento del suicidio el suicida hubiera tenido vida soportable.
La infanta forma parte del cotarro monárquico, lo cual quiere decir que tiene un papel en la representación de la sociedad y el Estado. Incluso los que no nos gusta llamarnos republicanos, porque nos parece tan obvia la república que su causa no nos parece una ideología, incluso nosotros, digo, sabemos que la monarquía existe y tiene un papel mientras ese papel no se confíe a otra forma de Estado. Y si tuviéramos que verbalizar cuál es ese papel, la palabra más importante sería la de “representación”. El Rey, la realeza, el tinglado monárquico, representa al Estado y a la sociedad. Todos los cargos representan a aquellos que los tienen por cargos (y cargas). Un Presidente de Gobierno, un delegado de clase de la ESO, un cargo sindical, todos, tienen una función de representación. Lo normal en cualquier cargo es que además de representar tenga que gestionar algo, que son dos cosas distintas. En sociedades democráticas la realeza tiene la singularidad de que en la representación agota sus funciones. No tiene nada público que hacer más que representar.
Representar significa que una cosa sustituye a otra. La palabra árbol representa a los árboles porque los sustituye para que podamos pensar en ellos cuando no los vemos. Inventamos los sistemas de representación por la misma razón que inventamos la rueda, para mejorar las cosas. Uno de los proyectos de la delirante academia descrita por J. Swift en sus Viajes de Gulliver era prescindir por completo de las palabras para evitar a nuestros pulmones la corrosión que comporta pronunciarlas. La idea era que cada uno cargase con todas las cosas de las que quisiera hablar en algún momento y así, llegado el caso, no tendría más que señalar con el dedo el objeto necesario para ser entendido sin tener que emitir sonido alguno. Cualquiera comprende que esta es una ocurrencia poco práctica y que es mejor representar las cosas por palabras. No es que la palabra árbol sea mejor que los árboles. La palabra árbol no da sombra ni cobija pájaros cantores, como los árboles de verdad. Pero representamos a los árboles con esa palabra, porque en un aspecto sí los mejora, que es en el de ser transportable. No puedo llevar conmigo un árbol para señalarlo cuando quiero decir algo de él, pero puedo pronunciar la palabra árbol cuando yo quiera y donde quiera que esté y esa palabra hará pensar en sombra apacible y en pájaros cantores. Siempre que recurrimos a una representación es porque ganamos algo, mejoramos las cosas en algún sentido.
Y si consentimos que nuestros cargos, y con ellos la realeza, nos represente es para mejorar las cosas en algún sentido. Queremos tener relaciones con los franceses y con los turcos, por ejemplo, pero tener que relacionarnos personalmente, todos a una, con ellos es tan fatigoso como cargar con miles de objetos para poder señalarlos con el dedo. Es más fácil que alguien nos sustituya y, al hacerlo, nos deje bien, es decir, nos sustituya en lo mejor que tenemos o, al menos, en lo más tolerable.
En el inolvidable pueblo de Amanece que no es poco, cada cierto tiempo votaban para ver quién hacía de puta o de tonto del pueblo hasta la siguiente votación. No es del todo distinto lo que hacemos al elegir un alcalde o el director de un instituto. Señalamos a alguno de nosotros para que durante un tiempo y en cierto sentido haga el papel de ser mejor que nosotros: que tenga la templanza que no siempre tenemos, la compostura que descuidamos, las previsiones de las que nos distraemos y que ponga atención en lo que nosotros pasamos por alto con indolencia.
No nos gusta que un cargo en funciones de representación vaya con la ropa sucia, se rasque sus partes en público, grite “¿por qué no te callas?” como si estuviera en un chigre, o provoque sonrojo internacional balbuciendo desgarrones de inglés en público en vez de dejarlo para la intimidad, como el catalán. El que está en funciones de representación tiene que borrarse a sí mismo y limitar su aspecto y su conducta a aquello en lo que los representados quieren ser sustituidos y mostrados. Y la realeza, que ni se ganó el ser realeza ni hace otra cosa que representar, tiene especial obligación de recordarnos que inventamos la representación, como la rueda, para mejorar las cosas.
La infanta Cristina está señalada por habernos robado. Al lado de eso, parece que la forma en que llegue al juzgado de Palma es una cuestión menor. Pero está en la ley escrita que podría ser Jefa del Estado Español si se cumplen unos supuestos. La forma de recorrer esos cincuenta metros hasta el juzgado será un acto (remunerado) de representación. En ese pequeño paseo nos sustituirá hasta cierto punto y su conducta no debe tener otra referencia que la de su papel de representación. Es cierto que se pagarán mil quinientos euros por cada hueco de cada balcón, que la atención será desmedida, que la curiosidad será malsana, que se gritarán insultos. Esos cincuenta metros parecerán la parte más estrecha de un reloj de arena tumbado. El juez decano de Palma, Esperanza Aguirre y su abogado creen que ese estrechamiento que padecerá la vida de la infanta en esos cincuenta metros son la vida entera, como un suicida definitivamente desalentado. Pero el paseo y la declaración acabarán, quedarán atrás los fotógrafos y las voces y el espacio se ensanchará hasta donde se ensancha el espacio de una infanta. Lo que quedará de esos cincuenta metros será la manera en que nos representó, si escenificó la igualdad de todos que las leyes proclaman o si nos mostró que ella es infanta y nosotros no. Y en el segundo caso, aunque deje su dedo en posición civilizada, será como si nos hubiera hecho la higa en plan Bárcenas.
Los árboles se dejan representar por la palabra árbol cuando la pronunciamos bien y se oye con claridad. Cuando la pronunciamos con la boca llena de chorizo y tosiendo, la sombra de los árboles y sus pájaros cantores no nos vendrán a la mente porque no estuvieron bien representados. El Rey, con esas desmesuras de dibujos animados; la Reina, con ese papel de mujer que sabe que el papel de una mujer es callar y aguantar (¿por qué no da buen ejemplo a los jóvenes y se deja ver con un maromo?); y la casa de la infanta Cristina con sus latrocinios, entre otras cosas, están representando a la sociedad española como representaríamos a los árboles si habláramos con la boca llena y ahogando flemas. No hay sociedad ni estado reconocible en su conducta. A la oposición a la monarquía que dicta el sentido común, se está añadiendo como un clamor la objeción al Borbón que precipita su conducta y su representación extravagante.
Hoy sábado la infanta tiene cincuenta metros para que su paseíllo no sea un paso más en mandar a paseo al Borbón y darle el paseo a la monarquía. Hoy sábado todavía cobra un sueldo por representarnos. Que lo haga y que vaya a pie. Estaría bueno.

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