lunes, 24 de febrero de 2014

Jordi Évole y el 23 F. Un poco de orden


Jordi Évole, con su falso documental sobre el 23F, creó un buen barullo en las interioridades de mucha gente. Gente a la que le gusta decir de sí misma que tiene sentido de humor se quedó con mala sensación en el cuerpo y no encuentra palabras para describir esa sensación porque no se reconoce a sí misma diciendo lo de “no me hizo ninguna gracia” como si no tuviera sentido de humor. Gente que se toma muy en serio lo que rodeó al 23F se sorprende a sí misma riendo la gracieta de Évole, pero con la mano en la boca porque no quiere parecer frívola diciendo que la farsa fue guay. Además se había anunciado a bombo y platillo que el programa iba a mostrar literalmente lo que no está escrito sobre el 23F, que se iba a decir audazmente la verdad verdadera. Al revelarse la pantomima y frustrarse las expectativas, la mala sensación de algunos fue esa escocedura que se siente cuando eres la víctima a la que se le cae el cubo de agua que habían puesto en la puerta o la que rasga la sábana en la que habían hecho la petaca, ese orgullo levemente maltratado.
Desde luego algo provocó Jordi Évole con el asunto, porque aquí estamos todos dando palique sobre su falso documental. Tratemos de ordenar nuestras emociones para llegar a un discurso razonado. Lo que hizo Jordi Évole fue una broma, según parece, con una doble intención: mostrar qué fácilmente se puede construir una historia falsa y engañar a las masas; y hacer notar que aún hoy sólo se puede bromear con la verdad del 23F, porque sigue habiendo mucha documentación clasificada y mucha opacidad.
Decía Bergson que la risa tenía tres características de entrada. La primera es que es cosa exclusiva de humanos. Sólo los humanos se ríen y sólo los humanos son ridículos. Nunca nos reímos de nada más que en la medida que lo relacionemos con la condición humana. La segunda nos interesa más. La risa nace de la inteligencia y de la insensibilidad. Con un estado de ánimo sensible y marcado, por ejemplo sintiendo miedo, teniendo compasión o pena o bajo el efecto de la ira o de los celos, no nos reímos ni tenemos sentido de humor. “La comicidad sólo puede producir su estremecimiento cayendo en una superficie de alma bien tranquila, bien llana”, decía el pensador. Y la tercera es que la risa es una reacción eminentemente colectiva y social, se alimenta de la complicidad. Cuando uno ríe y los demás permanecen serios, la risa del primero se extingue de inmediato y hasta puede producirle vergüenza. La risa es coral y cómplice sin duda. Tan es así, que la risa a solas parece un acto de locura y una conducta, ella sí, ridícula.
La risa requiere que nuestra mente pase de un error a la verdad tan rápido que no haya sido efecto de un pensamiento y se experimente como si fuera una explosión, como sale el aire contenido en un globo hacia el exterior cuando lo pinchamos. Gustavo Bueno llamó hace tiempo a la risa, con poderosa intuición, un escalofrío intelectual, una especie de espasmo con el que sacudimos el error y recuperamos la normalidad. Por eso, la risa siempre señala algo como ridículo, siempre tiene un potencial destructivo. No en balde el gesto de la risa procede del gesto agresivo de enseñar los dientes (nadie se extrañe de esa evolución; los gorilas cortejan exhibiendo gestos de combate y lanzamos cañonazos con motivos festivos).
El humor puede ser un poderoso recurso para denunciar y protestar. A veces esas capas que tienen que chocar para producir la explosión humorística salen de una cirugía analítica fina practicada sobre los hechos y expresan o denuncian con eficacia lo que está ocurriendo. Piénsese en las viñetas de El Roto o en las que nos ofrecen los ilustres colaboradores del blog de la Fundición Príncipe de Astucias. Otras veces los componentes para hacer reír son más superficiales y dicen poco sobre los hechos, por lo que la comicidad parece más gratuita y menos inteligente. Piénsese en un vídeo con sonido trucado en el que Rajoy se tire un eructo.
Y con estas herramientas, ¿qué podemos decir que hizo Jordi Évole? Algo quedó señalado como ridículo. Se nos invitó a que pensáramos en algo sin afectación y con “el alma bien tranquila”. Para empezar, y como ya se apuntó, el programa se rio de nosotros. Creó unas expectativas que apuntaban incluso a un jaque mate al rey. De repente nos vemos en una broma y que nuestra estupefacción es parte del escalofrío intelectual con el que alguien en alguna parte se está riendo. Tener sentido de humor significa tener la capacidad para distanciarnos de nosotros mismos y vernos sin emotividad, sin conflicto ni intereses, con ese estado de inteligencia pura sin pasión que reclamaba Bergson. Tener sentido de humor y reírnos de nosotros suele ser una saludable señal de inteligencia y adaptabilidad. Claro que, y aquí empieza una crítica que después será suavizada, puedo preguntarme de qué parte de mí se rio Évole. Podía haber reclamado mi audiencia apelando a alguna esquina pedante mía, y entonces se reiría de mi pedantería; o haberme hecho pensar que iban a salir desnudos insinuantes, y entonces ser reiría de mi zafiedad. Pero apeló a mi irritación ciudadana por el secretismo del 23F y apeló a esa sospecha que sobrevuela como los pelusones en primavera sobre el verdadero papel del Rey. Se rio de mi exigencia de transparencia y de mi desconfianza hacia la Casa Real. Mmm …
Y para seguir, el programa se rio de algo que tiene que ver con el 23F. Nos invitó a que recordáramos aquellos momentos, pero en broma, con la ausencia de emoción o pasión recordada por Bergson, sin condena, lamento, indignación o protesta, sólo en broma. A veces exageramos los rasgos de alguien para ofrecer al entendimiento sus verdaderos rasgos como ese error que entra en la explosión de la risa, es decir, para hacerlos ridículos. Es lo que llamamos una caricatura. El programa de Évole podría parecer una caricatura de la exigencia de verdad y podría ridiculizar cualquier pretensión de investigación o de sospecha sobre el Rey. Son motivos para no estar contento. El joven Cebrián, en aquel 1981 director de aquel País, llamó “el más execrable de los crímenes” al hecho de que los militares se levantaran contra la sociedad que los arma para su defensa. Puede parecer excesivo que la exigencia de la verdad sobre aquellas fechas sea también parte del escalofrío intelectual que acompaña a las carcajadas de alguien. Necesitamos que la sociedad, las ideas, los espacios interiores o exteriores tengan forma, que sepamos dónde estamos. En un espacio sin forma, como en el centro de un lago sin orillas, nos sentimos agorafóbicos y extraviados. Y las cosas tienen forma porque tienen límites. Todo tiene que tener límites para tener forma y de alguna manera la broma de Évole nos rascó en esa parte del ánimo que exige límites.
Hasta aquí la crítica, la senda por la que tenemos derecho a decir que el programa no tuvo gracia. Pero todo tiene su contrapeso. La falta de sentido de humor me produce la misma sensación que esos curas en cuya presencia siempre hay que cuidar el lenguaje y los ademanes porque siempre parecen tener la Biblia abierta y no parecen darse un respiro en señalar el bien el mal. La falta de sentido de humor es vecina muchas veces de la actitud reaccionaria y por eso debemos desconfiar de ella. No se trata de buscar la gracia a toda costa para no parecer reaccionarios. Rebajemos un poco la crítica.

Pensemos en algo más venial, como lo que llamamos compostura. No todos podemos ser Diógenes. Si Jordi Évole se tira un pedo en un funeral, no seré yo el que se desmaye ni el que lo señale con el dedo tembloroso. Pero eso no se hace. Es una falta de compostura. Ese estado de ánimo plano de Bergson fue demasiado plano en una situación que pide algo de sensibilidad (entendiendo por sensibilidad algún tipo de reacción ante algo). No diré de Jordi Évole que se burló de una parte de mí que debería respetar. Ni diré que trivializa lo que es un golpe de estado o que arteramente quiere ridiculizar cualquier sospecha sobre le papel de Cid Campeador que se dio al Rey en aquel tumulto. Pero sí que esas cuestiones tuvieron que ver con su programa y que tuvo una evidente falta de compostura; que aunque nos tronchemos de todo, hay que saber estar.

viernes, 21 de febrero de 2014

Manual de urgencia para faltar al respeto

[Columna del sábado en Asturias24 (www.asturias24.es)].
El pensamiento perezoso y facilón nos dice que hay que respetar las posiciones que no compartimos. La parte más tozuda de nuestro sentido común, sin embargo, se niega a respetar todo lo que vemos y oímos. Nuestra convivencia está llena de virtudes que se emparejan de manera problemática, porque una tiende a negar a la otra, siendo las dos virtudes. La seguridad y la libertad son virtudes, porque todo el mundo las quiere, pero sabemos bien que las medidas de seguridad restringen la libertad y lo que nos hace libres nos hace también inseguros. Lo mismo ocurre con la transparencia y la discreción. Nadie quiere ministros bocazas que causen estridencia por su indiscreción, como Montoro, ni ministros oscurantistas que oculten y mientan sobre lo que hacen, como Montoro. Pero de nuevo una virtud come a la otra: mucha transparencia puede ser indiscreción y mucha discreción puede acabar en opacidad. Otro tanto tenemos con la flexibilidad y la coherencia, que a todos nos gusta ver en gobernantes y gentes de a pie. Pero algunos, de tan flexibles, acaban diciendo cada día una cosa y la contraria y otros, de tan coherentes, se hacen empecinados y sordos.
Así nos pasa con la tolerancia y el respeto. Tolerar es no afectarse por lo que hagan o sean otros. Respetar es inhibir nuestra conducta espontánea por el efecto que pueda causar en otros. Y otra vez una virtud niega a la otra: la convivencia demasiado tolerante se hace irrespetuosa y la demasiado respetuosa se puede hacer intolerante.
Por este misterio de que una virtud pueda pensarse como un vicio si la presentamos como el opuesto de otra virtud y viceversa, siempre tendremos una virtud y un vicio a mano para justificar nuestra conducta o para denigrar la ajena. Así, el futuro ex–senador Granados había dado al mundo un ejemplo de coherencia al comparar un lanzamiento de tarta a la presidenta de Navarra con un tiro en la nuca, de tan firmes que eran sus principios antiterroristas. Ahora, mientras recoge sus cosas, brama por la indiscreción de quien reveló sus cuentas secretas en Suiza, mientras los demás nos felicitamos por este golpe casual de transparencia. Cuestión de perspectiva. En las aguas de Ceuta, o de Marruecos, o de ninguno de los dos sitios, murieron unas quince personas entre disparos de pelotas de goma de nuestros uniformados. Jorge Fernández tiene la flexibilidad suficiente para oponerse al aborto en nombre de la vida y dejar cadáveres flotando en nombre de la seguridad. Siempre hay una virtud a mano. Por supuesto, las imágenes de lo sucedido en Ceuta se ocultan por discreción. El cálido manto de Santa Teresa lo cubre todo.
Pero volvamos a la cuestión de respetar y tolerar. Siempre es discutible dónde está el vicio y dónde la virtud. Así por ejemplo, Albert Plá dijo un día viniendo para Gijón que le daba asco ser español. El ayuntamiento de Gijón le prohibió actuar; fue intolerante hasta la estupidez, pero, como los demás, echó mano de la virtud que encubre el vicio por el juego de opuestos y habló de respeto, de que Albert Plá nos había faltado al respeto. Y es que cada uno fija el dial donde le parece y ese punto en que lo fija lo nombra con una de las virtudes opuestas y llama con el nombre de los vicios opuestos al punto en que lo ponen otros. Por eso yo llamo estúpidamente intolerante al punto en que parece ponerlo el ayuntamiento gijonés y nuestros ediles llamarán estúpidamente irrespetuoso al punto en que lo pone Albert Plá y quienes lo toleramos (recuérdese que tolerar es sólo no afectarse; podemos tolerar lo que de todas formas nos parece una memez).
Naturalmente que hay cosas que uno no respeta. Decir que respetamos todas las posturas es lo mismo que decir que lo toleramos todo y para eso hay que ser una piedra o estar en coma. Volviendo al ayuntamiento de Gijón, el PP gijonés precisamente acaba de proponer que se busque un sitio para honrar la bandera española. Las aguas del PP de Gijón bajaron tanto que ya vuelve a ser visible Pilar Fernández Pardo, como se hacen visibles esos pueblos sumergidos cuando los embalses pierden nivel por la sequía. La izquierda gijonesa anda desnortada como una brújula a la que se le hubiera desprendido la aguja. Y la alcaldesa anda a ratos en el quirófano y a ratos en el ayuntamiento disolviendo plenos con toda su minoría a cuestas. La población se va, las empresas emigran, aumenta la pobreza y la ciudad se va haciendo el bostezo planetario que el Foro hacía temer. Y el PP presenta su alternativa de futuro: quiere una bandera de España bien grande. Es uno de estos casos en que el sentido común se ve tan lastimado que uno tiende a discrepar sin respetar. Después de todo, puede que la ocurrencia de la bandera caricaturice más a España que las gracietas de Albert Plá y desde luego falta al respeto a la ciudad en su circunstancia.
Hay, por tanto, ideas y conductas que no tenemos por qué respetar, de intolerables que nos resultan. La cuestión es en qué consiste no respetar, cómo se hace para no respetar algo. ¿Hay que hacer soez el lenguaje, escupir, ponerse agresivo, perder el humor? Como siempre, cada uno tiene el punto en un sitio distinto. No respetar algo es, por definición, desactivar esas pequeñas o grandes inhibiciones de nuestra conducta que aceptamos para hacer fluida la convivencia con otros. Cuando no respetamos a alguien, damos por interrumpidas las reglas que normalmente observamos como parte de nuestra sociabilidad. Y entonces sólo tenemos dos límites.
La pérdida de respeto puede ser mayor o menor y ahí se establece un límite. Si una persona dice en nombre de la vida que una mujer embarazada no es dueña de decidir sobre lo que está pasando en su cuerpo, podemos tender a no respetar tal imposición. Si esa persona además deja cadáveres en Ceuta, quizá la respetemos menos. Y si otra persona se atreve a llamar terroristas a las mujeres que no quieren seguir con su embarazo, puede que no la respetemos nada. A cada paso, vamos desactivando más normas de convivencia armónica.
El otro límite es el respeto por nosotros mismos, el cuidado de la estima propia. Puede parecerme que una alcaldesa, un concejal o una diputada merezcan que les manifieste mi discrepancia enseñándoles el culo. Pero puede que sienta mi estima pública dañada en ese trance y que, de paso que les falto al respeto a ellos como se merecen, me lo estoy faltando a mí como no me merezco. Como dije antes, cada uno tiene el punto en un sitio. Las chicas de Femen irrumpieron en espacios públicos con las tetas al aire a corear consignas, mostrando así su falta de respeto a lo que consideran intolerable. Muchas mujeres que piensan lo mismo que ellas no lo harían por lo mismo que yo no enseño el culo al consistorio. Cuestión de dónde tiene el punto cada uno. Hay gente mucho más apocada que, con el mismo grado de indignación que los demás, son incapaces de la menor expresión de resistencia, porque el punto donde pierden la autoestima es completamente básico y lo pierden sólo por hablar.

España tiene una rara enfermedad autoinmune, ese tipo de dolencia donde las defensas del organismo lo atacan porque no lo reconocen como propio. El funcionamiento ordinario de los partidos tiene inutilizados todos los sistemas de responsabilidad y control que distinguen a la democracia de las dictaduras. El voto cada cuatro años no puede sancionar todo lo que ocurre ni ser el control de toda la actividad del estado. El sistema representativo no funciona. Y a la vez no hay democracia imaginable sin partidos, que son el virus que la corroe. Es el propio organismo el que se carcome a sí mismo. Son tiempos de faltar al respeto a todo lo intolerable. Cada uno hasta donde le permita su autoestima. Mostrando las tetas en el Congreso, enseñando el culo a la corporación o resistiendo en silencio sin dejarse llevar.

sábado, 15 de febrero de 2014

Vox y el tuétano del PP

[Columna del sábado en Asturias24 (www.asturias24.es)].
Dicen las encuestas que Vox, nuestra contribución a la extrema derecha continental, puede sacar un escaño en las elecciones europeas. Vox en su desarrollo será un partido de extrema derecha como otros, pero en su arranque tiene esa mezcla de sobras sin armonizar que tienen otros partidos y que siempre me recordaron a los negritos. Los negritos eran pasteles muy densos que se hacían con las sobras de los demás pasteles y se vendían muy baratos. Eran la horma del zapato de adolescentes urbanos hambrientos de clase baja: mucha cantidad por poco dinero. Vox es, en principio, una rebanada del PP con algún aderezo de víctimas del terrorismo, pero tiene una ósmosis fácil y declarada, por ejemplo, con Ciutadans, de manera que sobras algo revenidas de la derecha como Vidal Quadras se acaben encontrando y prensando con ciertas sobras que fueron quedando del progrerío, como Albert Boadella (que ya se encuentra en el escenario con Arturo Fernández como pez en el agua). Esto es habitual en partidos que se desgajan de otros partidos mayores, se deshacen de su ideología como quien se afloja un cinturón muy apretado y quedan flotando en un limbo ideológico donde parece que todo es posible. Pasó con el CDS de Suárez 2.0, pasa con UPyD, hasta cierto punto pasó con aquel URAS de Sergio Marqués y hasta cierto punto pasa con el actual Foro de Álvarez Cascos. Ese limbo sin referencia ideológica parece una tierra virgen donde muchas veces acaban aterrizando los sobrantes de pasadas batallas, oportunistas de distintos pelajes y regeneracionistas sinceros o desorientados.
Vox no se desprende del PP con un corte limpio e higiénico. Vox se arranca del PP como cuando arrancamos de un tirón esos pellejos pequeños cercanos a la uña, que nunca salen a la primera y siempre dejan una pequeña escocedura. Vox se despega desde la médula del hueso del PP y deja escozor en lo más íntimo de su discurso. El PP lleva años haciendo bandera de la lucha antiterrorista, de las víctimas del terrorismo y de la unidad de España. Vox se va llevándose el tuétano de ese argumentario y las palabras y la actitud que el PP no puede impugnar y con respecto a las cuales el PP resulta impuro y fofo.
El PP vino haciendo algo que suele resultar irritante, que es contrastarse apelando a valores compartidos. Si explicas a un amigo que, a diferencia de él, llevas a tu hijo a un colegio de pago porque para ti su educación es lo más importante, tu amigo, según su carácter, se pondrá a la defensiva o te atacará: cabe suponer que para él también la educación de su hijo sea lo más importante y justo sobre ese valor compartido estableciste el contraste entre los dos. No es buena idea negociar con un vicerrector un plan de estudios definiendo nuestra postura como la que busca la calidad académica, porque la autoridad sentirá que se le niega ese valor compartido y, por tanto, que se le ataca. El PP marca su diferencia con el PSOE y los demás sobre varios puntos. Pero la parte más emocional de su discurso, aquello que con más énfasis el PP quería señalar como propio y como contrastivo con el PSOE era la unidad de España, la inflexibilidad con la violencia y el respeto a las víctimas del terrorismo; como si no fuera compartido el dolor por los muertos y el repudio de la violencia. Agitó machaconamente las vísceras de quien quisiera escucharlos atribuyendo sobre todo al PSOE humillaciones sin fin a las víctimas, oscuros planes para desmembrar España y constantes y enojosas cesiones a los terroristas. Toda desautorización basada en valores compartidos es siempre una deformación y demonización del rival, porque se le niegan esos valores.
En una celebrada ocasión, y siendo ministro de Defensa, José Bono fue agredido por dos políticos del PP en una manifestación antiterrorista. La ira contra el terrorismo motivó aquella embestida, porque aquellos muchachotes veían en el ministro nada menos que la representación del terrorismo. Aquellos dos quinquis fueron luego coreados por los diputados del PP como héroes y víctimas de opinión cuando la justicia actuó como suele actuar cuando se agrede a un ministro. Quién puede olvidar aquella performance de sus señorías populares en el Congreso juntando sus muñecas, como si tuvieran esposadas las manos, gritando “libertad, libertad” hasta que Marín expulsó a Pujalte, que salió haciendo reverencias irónicas a la Mesa, sintiéndose Mandela o Espartaco. Uno de los gags del primer programa de Emilio Aragón, allá por los ochenta, fue poner la imagen de Landelino Lavilla (aquel político encopetado y relamido de la transición) y doblarle la voz con los  rugidos de Barón Rojo gritando “Mi rollo es el rock”. Así sonaba la palabra “libertad” en las bocas de los diputados peperos, como si alguien estuviera haciendo la gracia de doblarles la voz con una palabra crujía en aquellas laringes.
La cuestión es que el PP petrificó ese enojo en los medios afines, pasó del respeto a las víctimas al victimismo, y el furor prendió y se hizo Vox. La extrema derecha prende siempre a partir de un rencor o una rabia. Esta actitud no es igual en unos sitios que en otros porque el odio del que parten es distinto y por eso el timbre superficial suena algo diferente en Francia, en Grecia, en Bélgica o en España. El PP cultivó y mimó ese rencor convencido de que ponía al PSOE a la defensiva, pero sin reparar en que atizaba el tipo de resentimiento que luego cristaliza en un extremismo autónomo que ahora le sorbe el tuétano y parte de las entrañas (¿cómo va el PP a decir nada a lo que diga Ortega Lara?).
Siempre es discutible decidir qué es una opción extremista. Esperanza Aguirre dirá que Vox no lo es y Podemos o IU sí. Otros diremos lo contrario. Todos vemos extremo lo que está muy lejos de nosotros. Pero seguramente, si hay una forma objetiva de verlo, lo de ser extremista tiene algo que ver con cómo se relacione una opción con los valores compartidos. Combatir los valores compartidos puede ser una de las maneras de ser extremista (y no entro en si ser extremista es necesariamente malo). Pero percibirse como poseedor y garante único de tales valores sin duda también es ser extremista. El extremista ve extremistas a los demás y el que se considera poseedor único de los valores que no pueden faltar en la convivencia, o tiene razón y entonces sus valores son discrepantes de la mayoría; o no la tiene, y lo que ocurre es que deforma hasta la sinrazón a los demás. En los dos casos es un extremista. Ni IU ni Podemos encajan en esa manera de tratar con los valores compartidos: ¿cuáles combate o cuáles se arroga en exclusiva? Vox sí rezuma extremismo y, de la misma manera que las palmas espontáneas en un estadio tienden a armonizarse y coincidir, la voz de la nueva criatura tenderá a sintonizarse con la de los muchachotes griegos o franceses hasta armonizarse. Que nadie se engañe por el aspecto de negrito que tenga ahora, con todas esas sobras mal prensadas. Lo digo por UPyD, Ciutadans, PP y quienes crean tener algún punto de coincidencia. Al final su voz será la que ya estamos oyendo en otros sitios.

sábado, 8 de febrero de 2014

El paseíllo de la infanta

[Columna del sábado en Asturias24 (www.asturias24.es)].
Supimos que el número de suicidios subió un 11% y que la infanta Cristina declarará hoy sábado día 8 en el juzgado de Palma. Nunca se sabe qué nos enseñan las coincidencias.
Si tuviera que dibujar la idea de suicidio, dibujaría algo parecido a un reloj de arena tumbado. No por metáforas sobre el tiempo, sino por la forma de ocho tridimensional. Los que no somos suicidas lo podemos ver así porque intuimos el suicidio como un error (fuera de los casos de eutanasia). Vemos en el suicida una vida que se estrecha hasta un punto insoportable y vemos también que, si el desdichado hubiera podido aguantar esa estrechez, tras ese punto la vida se hubiera vuelto a abrir y a hacerse amplia, como se abre en un reloj de arena la segunda mitad del ocho tras el punto en parecen estrangularse las dos partes. Seguro que es una simpleza, pero los que no pensamos en suicidarnos no podemos evitar pensar que después del momento del suicidio el suicida hubiera tenido vida soportable.
La infanta forma parte del cotarro monárquico, lo cual quiere decir que tiene un papel en la representación de la sociedad y el Estado. Incluso los que no nos gusta llamarnos republicanos, porque nos parece tan obvia la república que su causa no nos parece una ideología, incluso nosotros, digo, sabemos que la monarquía existe y tiene un papel mientras ese papel no se confíe a otra forma de Estado. Y si tuviéramos que verbalizar cuál es ese papel, la palabra más importante sería la de “representación”. El Rey, la realeza, el tinglado monárquico, representa al Estado y a la sociedad. Todos los cargos representan a aquellos que los tienen por cargos (y cargas). Un Presidente de Gobierno, un delegado de clase de la ESO, un cargo sindical, todos, tienen una función de representación. Lo normal en cualquier cargo es que además de representar tenga que gestionar algo, que son dos cosas distintas. En sociedades democráticas la realeza tiene la singularidad de que en la representación agota sus funciones. No tiene nada público que hacer más que representar.
Representar significa que una cosa sustituye a otra. La palabra árbol representa a los árboles porque los sustituye para que podamos pensar en ellos cuando no los vemos. Inventamos los sistemas de representación por la misma razón que inventamos la rueda, para mejorar las cosas. Uno de los proyectos de la delirante academia descrita por J. Swift en sus Viajes de Gulliver era prescindir por completo de las palabras para evitar a nuestros pulmones la corrosión que comporta pronunciarlas. La idea era que cada uno cargase con todas las cosas de las que quisiera hablar en algún momento y así, llegado el caso, no tendría más que señalar con el dedo el objeto necesario para ser entendido sin tener que emitir sonido alguno. Cualquiera comprende que esta es una ocurrencia poco práctica y que es mejor representar las cosas por palabras. No es que la palabra árbol sea mejor que los árboles. La palabra árbol no da sombra ni cobija pájaros cantores, como los árboles de verdad. Pero representamos a los árboles con esa palabra, porque en un aspecto sí los mejora, que es en el de ser transportable. No puedo llevar conmigo un árbol para señalarlo cuando quiero decir algo de él, pero puedo pronunciar la palabra árbol cuando yo quiera y donde quiera que esté y esa palabra hará pensar en sombra apacible y en pájaros cantores. Siempre que recurrimos a una representación es porque ganamos algo, mejoramos las cosas en algún sentido.
Y si consentimos que nuestros cargos, y con ellos la realeza, nos represente es para mejorar las cosas en algún sentido. Queremos tener relaciones con los franceses y con los turcos, por ejemplo, pero tener que relacionarnos personalmente, todos a una, con ellos es tan fatigoso como cargar con miles de objetos para poder señalarlos con el dedo. Es más fácil que alguien nos sustituya y, al hacerlo, nos deje bien, es decir, nos sustituya en lo mejor que tenemos o, al menos, en lo más tolerable.
En el inolvidable pueblo de Amanece que no es poco, cada cierto tiempo votaban para ver quién hacía de puta o de tonto del pueblo hasta la siguiente votación. No es del todo distinto lo que hacemos al elegir un alcalde o el director de un instituto. Señalamos a alguno de nosotros para que durante un tiempo y en cierto sentido haga el papel de ser mejor que nosotros: que tenga la templanza que no siempre tenemos, la compostura que descuidamos, las previsiones de las que nos distraemos y que ponga atención en lo que nosotros pasamos por alto con indolencia.
No nos gusta que un cargo en funciones de representación vaya con la ropa sucia, se rasque sus partes en público, grite “¿por qué no te callas?” como si estuviera en un chigre, o provoque sonrojo internacional balbuciendo desgarrones de inglés en público en vez de dejarlo para la intimidad, como el catalán. El que está en funciones de representación tiene que borrarse a sí mismo y limitar su aspecto y su conducta a aquello en lo que los representados quieren ser sustituidos y mostrados. Y la realeza, que ni se ganó el ser realeza ni hace otra cosa que representar, tiene especial obligación de recordarnos que inventamos la representación, como la rueda, para mejorar las cosas.
La infanta Cristina está señalada por habernos robado. Al lado de eso, parece que la forma en que llegue al juzgado de Palma es una cuestión menor. Pero está en la ley escrita que podría ser Jefa del Estado Español si se cumplen unos supuestos. La forma de recorrer esos cincuenta metros hasta el juzgado será un acto (remunerado) de representación. En ese pequeño paseo nos sustituirá hasta cierto punto y su conducta no debe tener otra referencia que la de su papel de representación. Es cierto que se pagarán mil quinientos euros por cada hueco de cada balcón, que la atención será desmedida, que la curiosidad será malsana, que se gritarán insultos. Esos cincuenta metros parecerán la parte más estrecha de un reloj de arena tumbado. El juez decano de Palma, Esperanza Aguirre y su abogado creen que ese estrechamiento que padecerá la vida de la infanta en esos cincuenta metros son la vida entera, como un suicida definitivamente desalentado. Pero el paseo y la declaración acabarán, quedarán atrás los fotógrafos y las voces y el espacio se ensanchará hasta donde se ensancha el espacio de una infanta. Lo que quedará de esos cincuenta metros será la manera en que nos representó, si escenificó la igualdad de todos que las leyes proclaman o si nos mostró que ella es infanta y nosotros no. Y en el segundo caso, aunque deje su dedo en posición civilizada, será como si nos hubiera hecho la higa en plan Bárcenas.
Los árboles se dejan representar por la palabra árbol cuando la pronunciamos bien y se oye con claridad. Cuando la pronunciamos con la boca llena de chorizo y tosiendo, la sombra de los árboles y sus pájaros cantores no nos vendrán a la mente porque no estuvieron bien representados. El Rey, con esas desmesuras de dibujos animados; la Reina, con ese papel de mujer que sabe que el papel de una mujer es callar y aguantar (¿por qué no da buen ejemplo a los jóvenes y se deja ver con un maromo?); y la casa de la infanta Cristina con sus latrocinios, entre otras cosas, están representando a la sociedad española como representaríamos a los árboles si habláramos con la boca llena y ahogando flemas. No hay sociedad ni estado reconocible en su conducta. A la oposición a la monarquía que dicta el sentido común, se está añadiendo como un clamor la objeción al Borbón que precipita su conducta y su representación extravagante.
Hoy sábado la infanta tiene cincuenta metros para que su paseíllo no sea un paso más en mandar a paseo al Borbón y darle el paseo a la monarquía. Hoy sábado todavía cobra un sueldo por representarnos. Que lo haga y que vaya a pie. Estaría bueno.

viernes, 7 de febrero de 2014

El aborto del Foro



La ley de Gallardón tiene algo de Sálvame. Pide a gritos pronunciamientos a gritos sobre ella. Hasta la extrema derecha francesa se sintió obligada a pronunciarse. Y provocó en Rajoy esa pereza que le dan a él las cosas cuando se embarullan y no le dejan leer el Marca en paz.
La ola de pronunciamientos no llegó hasta Francia y la Unión Europea sin pasar por Asturias. Aquí todo el mundo dijo mu. Pero el Foro calla. Moriyón enmudece y P.A.C. tiene afonía selectiva. Eso, o está demasiado estresado entre querellas contra la prensa asturiana y la madeja de Gurtel. Cortázar tiene un relato asfixiante en el que un infeliz trata de quitarse un jersey de lana y, de tal manera se lía con sus movimientos y contorsiones para sacarse el dichoso jersey, que cuando su saliva arrolla ya de color azul mezclada con la lana, llega a atacar su propia cara con su propia mano, como si una y otra fueran ya parte de dos organismos distintos. Y es que la madeja de Gurtel lía a cualquiera en un enredo en el que ya no se sabe si la mano de P.A.C. que retiraba los fondos y el bolsillo de P.A.C. que los recibía eran del mismo P.A.C., o el bolsillo era de uno y la mano de otro. Y mientras P.A.C. se contorsiona para sacarse de encima el tinglado Gurtel, seguramente no tiene tiempo para Gallardonadas. A lo mejor el resto de Foro, Moriyón a la cabeza por ser su alcaldía el pico más alto de Foro como el Cabo Peñas, calla hasta que P.A.C. se quite de una vez el jersey y diga algo a lo que atenerse.
Será eso. O quizá tanto silencio sea un problema de afonía. Los siete meses de gloria del Foro serán recordados por su estridencia, por aquellos gritos histéricos con que pedían al ancho mundo que huyeran del Niemeyer porque tenía una exposición horrible y todos aquellos zarpazos con que querían cerrar todo lo que estuviera entreabierto en Asturias. Tanto griterío fuerza la garganta y ahora el aborto de Gallardón los pilla afónicos. También pueden ser los aires marinos. Con tanta mirada atlántica cualquiera coge un aire y se queda sin voz.
Porque a nuestra alcaldesa Moriyón reprise y arrojo no le faltan. Hace año y pico sus compis médicos se pusieron en huelga y ella, desde lo alto de su alcaldía y con todo su desorden a cuestas, desenvainó su verbo diciendo palabras como “intolerable”, “hostigar”, “dañar” y “unilateralmente”, en defensa de sí misma y los demás médicos. Claro que esto de mujeres con la angustia de un embarazo no deseado es un tema más ajeno a una alcaldía propiamente dicha. En una escena de la película Hair, uno de los hippies protagonistas se entretenía trotando con un caballo al lado de una señorita bien, también al trote, y concatenando palabras sueltas como “felación” o “pene”, sólo para ver el sonrojo y apuro de la joven. Moriyón, cuando no parece una señorona fuera de sí que disuelve plenos municipales de puro enfado, tiene maneras y tonos como de monja o señorita bien al trote y hace pensar si no se pondrá colorada con la palabra “aborto” y será el azoramiento lo que le impide articular palabra sobre el tema.

Pero lo hecho hecho está y el tiempo no puede volverse atrás. Diga lo que diga el Foro no será ya dictado por un planteamiento sobre un cierto tipo de situación humana. Su silencio ya no podrá hacer olvidar a ninguna mujer que se vea en ese trance de maternidad obligada desde el púlpito que, sea lo que sea lo que diga el Foro, lo habrá dicho por ese tipo de cálculos mezquinos que suelen reducir la política y la moral a calderilla. El pack Moriyón – P.A.C. ya se pronunció de la peor manera posible: ni a favor ni en contra; sólo roñosos frotamientos de manos mientras piensan qué les conviene más.