jueves, 6 de diciembre de 2012

FILOSOFÍA, CULTURA, HUMANIDADES. “QUÉ INTERÉS REPORTA SABER QUE EL EVEREST ES NAVEGABLE”.


[Hace veintitantos años escribí a mi manera en una revista por qué me gustaban las humanidades. La reforma que pretende Wert me hizo recordar aquella redacción.]


1ª cuenta: Cocineros

            A todo el mundo le pasó alguna vez. Al levantarse al día siguiente, la parte más alta de la cabeza se le transforma a uno en hierro pesado, un zumbido interior blanco muy matizado y como hecho de muchas agujas casi le impide oír los sonidos del exterior, mientras se siente una amenaza de náusea que a veces no se consuma y se prolonga largo tiempo haciendo que todo parezca muy distante. El aire y el tiempo parecen hechos de un material espeso, como la lengua y la saliva; el espacio y el medio se hacen viscosos y al levantarse de la cama, al soltar un vaso o al retirar la mano del pomo de la puerta se tiene la incómoda sensación de que van quedando hebras gelatinosas entre los objetos de los que uno se va despegando y el propio cuerpo. Pensaba yo, mientras intentaba en vano chasquear la lengua reseca, que en ese momento sería inútil el esmero y oficio de cualquier cocinero si me tenía a mí por destino de sus afanes. De qué iba a servir un aderezo refinado si mis órganos gustativos estaban atrofiados e imposibilitados para responder de manera distinta al merengue y al estropajo. Y pensaba también que si la evolución del hombre hubiera sido distinta y naciéramos con una costra en la lengua y en el paladar, el oficio de cocinero había de ser necesariamente complementario de algún otro oficio. Ten­drían que existir especialistas (quién sabe si cátedras), actividades y adiestramientos que permitiesen pulir esa costra y dar sensibilidad a nuestro paladar para que tuvieran algún sentido los cocineros y su actividad. Que nazcamos con algunos órganos sensitivos tan preparados para sentir y tan poco necesitados de adiestramiento es lo que da una saludable autonomía al quehacer de los cocineros.

2ª cuenta: Otra vez el operador telefónico

            Vista a través del cuerpo marrón de la botella, la imagen deformada de Hans podía parecer la de un suicidio inminente. El teléfono que sujetaba con la mano derecha parecía a través de la botella un premonitorio cojín negro y el dedo índice que obturaba el oído izquierdo para poder oír el auricular tenía aspecto de cañón cerca de la sien a punto de hacer fuego. Encontré ventajoso levantar la cabeza de la mesa y ver la escena al natural, sin el intermedio del vidrio de la botella, porque así desaparecía la fantasmagórica antesala del suicidio y en su lugar se restablecía un nada preocupante individuo alemán hablando por teléfono. También me pareció provechoso meter la lengua en la boca, pues llevarla fuera tanto tiempo sin motivo razonable que lo justificase, además de crearme un punto de incomodidad, estaba concitando sobre mí una curiosidad que empezaba a no ser disimulada. Hans estaba hablando de una manera extraña. Hablaba alto, se entrecortaba como si sus ideas estuvieran sólo de paso, a veces no conseguía terminar una palabra de un solo tirón y repetía una y otra vez ideas que parecían bastante simples y poco necesitadas de insistencia para un interlocutor de capacidades normales. En los momentos en que era él el que escuchaba (que se distinguían bien de los otros por­que él guardaba silencio, aparentemente de forma voluntaria) también se conducía de una manera extraña en él (y en cualquier otro, pero en él también). Unas veces fruncía el ceño con fuerza, como si quisiera superponer los dos ojos; otras, arqueaba las cejas como aquejado de una perplejidad inconsolable; otras, en fin, subía los pómulos, entreabría la boca y estiraba las comisuras de los labios hacia atrás como para pronunciar una "i" que fuera más "i" que nunca, todo ello con el ademán un poco descompuesto. Su forma de proceder sería, sin duda, motivo de preocupación en muchas situaciones, pero en aquella no; hablando por teléfono no. Simplemente él y su interlocutor no se oían. Hans parecía lamentar con profunda sinceridad el sonido ambiente del local, las interferencias de la señal y el mismísimo rozamiento de los astros con el éter, con su música invisible.
Es bas­tante normal: él intentaba entenderse con alguien pero por la línea o por el satélite se colaban ruidos que hacían difícil a ambos comprender lo que les decía el otro. No es que no se entendieran en absoluto. Pero lo que entendían no era bastante y frecuentemente necesitaba aclaración o insistencia. Las frases y las palabras se distinguían unas de otras con dificultad, no eran acontecimientos nítidamente reconocidos por cada uno de los interlocutores. En definitiva, los acontecimientos sonoros (palabras, frases, todo eso) que se podían distinguir y reconocer eran menos de los normales. Así que a Shannon le pareció bien el término y prefirió no buscar otro. Ruido sería todo aquello que provoque una disminución en el número de sucesos reconocibles y transmisibles sin error por un medio. Así también serían ruidos (visuales) las manchas de humedad o de hongos que dificultan la lectura (es decir, reducen los acontecimientos gráficos reconocibles) de un manuscrito medieval, por ejemplo. Así, ya está claro. Cuanto menos ruido, más acontecimientos y más información; es decir, cuanto menos ruido más ... cosas, más variedad, más angustia, más placer, más vida. Si las imágenes visuales de los objetos que tenemos a más de un metro acostumbran a ser ruidosas, lo mejor es ponerse gafas para distinguir más. Si las frases que dicen los alemanes son ruidosas, pues lo mejor es aprender alemán, para que sean informativas, es decir, cadenas de sucesos. Y si la vida es ruidosa, ..., otra vez la lengua fuera; pero, ¿dónde cogería yo esta costumbre?

3ª cuenta: En realidad, ¿cuánto duran unas vacaciones?

            A veces las cosas no son agradables. En medio de imágenes inestables que no se repiten y que apenas parecen vividas, un frescor húmedo en la mejilla, al principio un componente más del extraño mosaico de sen­saciones, se va haciendo más estable, más presente, más real. Mientras lo demás va desvaneciéndose, esa sen­sación de humedad y frío en la mejilla persiste obsesiva, como si fuera ella lo que estaba borrando el resto de sensaciones. Tras unos momentos de confusión, otras percepciones tan reales como la humedad (sonidos ca­denciosos localizados y muy puntuales, respiraciones profundas, rumor de hojas y viento, ...) van multiplicán­dose. Entre sensaciones casi exclusivamente sonoras y táctiles llega uno a darse cuenta de que se está desper­tando, de que por alguna razón le está cayendo un hilo de agua fresca en la mejilla. Al tiempo que se entrea­bren los ojos y se deja que los dedos se deslicen fáciles por una sustancia sólida que no ofrece resistencia, se va recomponiendo la situación. Me doy cuenta de que no estoy en mi casa ni en mi ciudad. Estoy en un monte y decidí con los demás pasar la noche en una cabaña en desuso. Jamás se nos habría ocurrido dormir en una ca­baña sin techo y, sin embargo, se podía ver el cielo y la lluvia caía continua en las mejillas. El temporal había llevado la techumbre y la sustancia por la que se seguían deslizando los dedos era barro; una sacudida alarmada con la cabeza permite comprobar que esa sustancia está también debajo de nosotros y que cubría el equipaje; en realidad lo cubría todo y el pie desaparecía sumergido en esa pasta apenas se ponía en el suelo. Había caído mucha agua y mochilas, sacos de dormir, ropa, calzado y cámara de fotos se ahogaban en el barro. Y eran las tres de la mañana y estaba descalzo y en pijama y había dos horas de camino hasta el primer pueblo; y seguía lloviendo. En ese momento, si se piensa en el café con gotas de coñac de después de comer, en la partida de cartas o en la excursión de la tarde, tales circunstancias parecen haber sido vividas hace mucho tiempo, apenas resulta creíble que el espacio mediante sea de unas horas. A la mañana siguiente, tras una noche salpicada de imprecaciones, tedio y mucha agua, esa vivencia parecerá también de tiempos lejanos e inalcanzables y sólo la ausencia de recuerdos intermedios obligará a admitir su verdadera cercanía.
El hecho de abandonar temporal­mente el domicilio habitual y alterar sustancialmente las rutinas diarias había tenido la consecuencia inevitable de distorsionar la percepción del tiempo. Cuando viajamos parece que el tiempo se dilata, aunque objetiva­mente estemos envejeciendo con el mismo ritmo. Si pudiéramos retener esa sensación en la vida cotidiana, aunque duraríamos lo mismo, lo cierto es que viviríamos más (no digo mejor, digo más). Por eso, no es tan fácil saber cuánto duran unas vacaciones. Si lo que queremos saber es cuánto tiempo objetivo duran, bastará con mirar el calendario. Pero, el tiempo subjetivo —es decir, el tiempo real— puede ser distinto, casi siempre es como si fuera mayor (al me­nos, mientras se está viviendo). No es que las vacaciones y los viajes parezcan largos en el sentido en que pare­cen largos los momentos de tedio. Parecen largos porque los momentos se hacen densos, por contraste con el tiempo poroso, esponjoso, de la vida cotidiana; simplemente aumenta el espesor del presente, se eliminan re­peticiones de situaciones y vivencias previsibles y desaparecen los espacios dejà vus que en el común de los días son auténticas lagunas en el tiempo, descarnadas tajadas que se recortan de nuestra existencia. Pero, en este sentido, uno puede pensar que la densidad del tiempo en que se está de viaje puede variar, en parte depen­diendo de nosotros mismos; el mismo espacio de vacaciones puede ser para un individuo muy rico o muy va­cuo. El tiempo real (no el ritmo de envejecimiento) de nues­tra existencia depende en una parte importante de nosotros, de cómo nos planteemos ciertas cosas.

La última cuenta: Las películas de ciencia-ficción no son lentas

            Aquel día no ocurría y debería poder decir que ocurría. Una película lenta dura lo mismo que una ágil, y no es lenta precisamente porque nos pasen los fotogramas con menos rapi­dez. Es lenta porque en el mismo tiempo ocurren menos cosas. Pero, como en ningún momento de las dos horas dejan de pasarnos fotogramas, podemos decir que es lenta porque la mayor parte de lo que se nos muestra son cosas esperables o repetidas. Narrar a tiempo real el proceso por el que un protagonista sale de su piso, espera el ascensor, entra en él, baja y sale a la calle puede producir lentitud porque ya se sabe que hay que hacer todas esas cosas para salir de casa. Pues aquel día, como casi siempre en las películas de ciencia—ficción, el argumento que se desparramaba durante dos horas estaba compuesto por pocas acciones, debería ser una película lenta, era una película lenta. Pero no sólo no se aburría la gente viéndola (después de todo una película lenta no tiene por qué ser aburrida); lo magnífico es que todos negarían que fue lenta y realmente exigiría una reflexión más profunda darse cuenta de que en verdad habían pasado pocas cosas en la película. Dedicar varios planos para que veamos qué hace un individuo para caminar debería pro­ducir lentitud porque, mientras lo vemos caminar (algo que vemos tantas veces fuera del cine), la acción y el argumento no avanzan (y sí avanza el tiempo); pero no se produce esa sensación de lentitud si el protagonista necesita un calzado y un movimiento especial que lo mantenga adherido al suelo de la nave por estar en un es­pacio ingrávido. En este caso el argumento y la acción tampoco avanzan mientras vemos cómo camina el per­sonaje. Pero, como llevamos tanto tiempo atraídos hacia el suelo con una aceleración de 9,8 m/s2, la manera de caminar en un espacio ingrávido no nos resulta evidente y, por eso, el caminar del protagonista era un suceso; aunque el argumento estuviera detenido, estaban pasando cosas y, en cierto modo, no había lentitud.
            Así en la vida.
            Nuestro tiempo no se mide en años, ni en horas; se mide en sucesos. No vivirá más el que dure más, ni el que llene su biografía de más cosas (más cosas narrables, se entiende). Nuestra biografía se detiene muchas veces y avanza otras. Aquel a quien le pasan cosas, aquel rodeado de sucesos incluso cuando su biografía está detenida, ese es el que vive más.

El hilo: cultura, humanidades.

            A Erwin Piscator, en plena Guerra Mundial, mientras se cavaban trincheras para defender(se de) una causa, mientras se pasaba hambre y había tan poco espacio para actividades que no resultasen fun­cionales para las necesidades del momento, le preguntaron que a qué se dedicaba, que qué era lo que él sabía hacer. Él era un hombre de teatro, un intelectual. Sus neuronas establecieron las sinapsis necesarias para que se formase en su mente la palabra "intelectual". Pero allí, en la trinchera, con los pies pegados al suelo por el barro pegajoso, con aquellos hombres, ante aquellos ojos que pa­recían dos roturas en una piel dura y áspera que ya no envolvía cuerpos sino sólo sufrimiento y dolor sólido, la palabra no llegó a materializarse en sonidos.
            El arte de medir los versos de Virgilio, distinguir los usos del infinitivo, comprender la obra de Gal­dós, o rechazar las teorías del significado que no pueden librarse de compromisos ontológicos indeseables cu­bren algunos de nuestros años. Esos años universitarios quedan en nosotros en forma de recuerdos compuestos de episodios cada vez más fragmentados, más en forma de esferas blandas, con una ligazón cada vez más débil y voluble, con un aspecto de conjunto más y más irracional y emotivo; quedan a veces esos años como una nostalgia que percibimos como un finísimo hilo de vidrio muy frío que une el interior de la garganta con el comienzo del estómago. Piscator contaría en sus memorias la honda vergüenza que le produjo que en su circunstancia se diera la situación que le obligó a pensar en qué era lo que él sabía hacer. En aquella situación era difícil pensar en un libro que contiene reflexiones sobre el teatro y darle a semejante producto un rango distinto del que podría te­ner una exhibición de juegos de manos durante la decapitación pública de un reo.
            Pero si a Piscator se le vendaran los ojos sin explicaciones y no se le dejara más impresión táctil que una superficie lisa y uniforme en la que sólo hubiera una pequeña irregularidad, los dedos de Piscator pasarían obsesivos una y otra vez por esa irregularidad, huirían como los de cualquiera de lo uniforme, de la ausencia de sucesos y de cosas, de la nada. Es la aspiración vital más profunda.
            No tenemos más tiempo que el que dure nuestro cuerpo. La investigación médica consigue aumentar ese tiempo y la tecnológica consigue que sea más confortable y que haya menos barreras. Es importante que se alargue lo más posible el tiempo objetivo que dure nuestra vida, puesto que fuera de él no habrá nada. Pero no sirve que el lapso temporal sea mayor si ese lapso transcurre entre ruidos y no entre sucesos, que son los verda­deros componentes del tiempo realmente vivido. Nuestros sentidos y nuestro intelecto (es decir, nosotros) sólo responden a la variedad. Igual que oyendo un sonido monótono llegamos a no oírlo, viviendo una vida incapa­ces de captar el matiz y la variación llegamos a no vivirla. El ruido de Shannon es el reino de lo indistinto, donde nada distinguible sucede. La sensibilidad a que conduce la cultura es estar en condiciones de extraer in­formación del ruido, reconocer variedad en vez de moverse en la monotonía. Hay que vivir muchos años para poder vivir mucho y hay que vivir con comodidades y sin barreras para poder vivir bien; pero sin la capacidad de ser sensible a lo distinto, la vida transcurrirá en la monotonía, el tiempo subjetivo será corto, porque largos lapsos de tiempo objetivo pasarán en balde, sin sufrimientos ni contentos. Si naciéramos con una costra en la lengua y el paladar, los avances tecnológicos nos ofrecerían manjares cada vez más variados, y la formación cultural eliminaría la costra para que nuestros órganos gustativos fueran sensibles a esa variedad. La formación cultural es a nuestra vida lo que los caramelos de eucalipto a las vías respiratorias: limpia, despeja y permiten que la variedad exterior, la vida, entre en nosotros. La cultura nos ayuda a comprender y la idea de comprender encierra aprehensión de lo nuevo y capacidad sorpresa.
» Sorprenderse, extrañarse, es comenzar a entender. Es el deporte y lujo específico del intelec­tual. Por eso su gesto gremial consiste en mirar el mundo con los ojos dilatados por la extra­ñeza. Todo en el mundo es extraño y es maravilloso para unas pupilas bien abiertas. Esto, ma­ravillarse, [...] lleva al intelectual por el mundo en perpetua embriaguez de visionario. Su atri­buto son los ojos en pasmo. Por eso los antiguos dieron a Minerva la lechuza, el pájaro con los ojos siempre deslumbrados.« (Ortega y Gasset, J.:  La rebelión de las masas).

            De novedades y sucesos, donde de otra forma podría haber sólo ruido, se compone el tiempo que vi­vimos y este es tanto mayor cuanto mayor sea el número de novedades y sucesos de que esté hecho. Es la con­junción de la medicina y la cultura lo que realmente nos puede hacer longevos. Y de la conjunción de la tecno­logía y la cultura dependerá la densidad y calidad del tiempo. Pero ni la tecnología ni la medicina nos compro­meten mucho. Son cosas que hacen otros y de las que nosotros sólo somos consumidores. Estar convencido del valor de la tecnología no compromete a entenderla, sino sólo a consumirla correctamente. Pero la parte del bie­nestar que depende de la cultura sí nos compromete, porque la cultura es algo interno de cada uno, no algo que consumimos de otros. La costra que enturbia la sensibilidad es de cada uno, y de cada uno el adiestramiento para pulirla. Por eso la formación cultural no sólo es algo de lo que deban estar empapados algunos, como es el caso de la medicina o ciencias experimentales, sino algo de lo que debemos estar húmedos todos.

            Para vivir.

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