viernes, 26 de octubre de 2012

La farsa. Y las células madre.



Unas líneas afortunadas de Xandru Fernández en su Príncipe derviche me hicieron recordar que eso que llamamos sonrisa triste es cosa de adultos. En la sonrisa triste hay dos cosas ajenas al mundo reciente de los niños. Una es la mezcla de emociones. Los niños están encantados, hambrientos, ofuscados o ansiosos en estado puro, desconocen la química y mezclas complejas de la madurez. Ni en medio de la peor desdicha un niño es capaz de sobreponer la sonrisa a la pena. Si sonríe, por un segundo o por una hora, la alegría que haya provocado ese gesto es dueña completa de su momento. La otra es la persistencia de una emoción. En una sonrisa triste, la recién llegada y puntual es la sonrisa. La persistente es la tristeza. Quien manifiesta una sonrisa triste está básicamente triste y algo ocasional le produce un contento momentáneo. Cosas de adultos. Los niños son emocionalmente amnésicos. El estado de cada momento depende de cada momento, no de un momento anterior ni de una expectativa para algo posterior. Por eso pueden pasar en segundos de la carcajada al berrinche estentóreo. Una alegría de toda una tarde es la suma de cada alegría sentida en cada minuto.
La Fundición Príncipe de Astucias hizo una simbólica y afilada entrega de premios a algunos de los personajes públicos que estaríamos encantados de no conocer. El formato parodiaba la entrega de los Premios Príncipe de Asturias (se pronuncia casi igual, pero no es lo mismo), una farsa. Fue la sonrisa triste y colectiva de algunos adultos. Los tiempos son de desmesura, de hinchazón, de deformación grotesca. Hablemos de la gestión de investigación, de la organización autonómica, de la ITV o de la cultura, escuchemos a Ana Botella, a Mouriño o al arzobispo de turno, tenemos siempre la sensación de estar viendo al país reflejado en un espejo de feria de esos que retuercen y caricaturizan de manera bufona al original, como deliraba aquel inolvidable Máximo Estrella de Valle-Inclán. La coincidencia mental y emocional de unos cuantos crea siempre un espacio de distensión y la distensión es la materia prima de esa manifestación tan humana que es la risa y su hermana pequeña la sonrisa. Y además, por lo que la risa supone de alejamiento y empequeñecimiento de aquello que la motiva, tiene un potencial ofensivo e irritante notable. La palabra irrisorio es de la raíz de risa y se aplica a lo que consideramos insignificante por pequeño. También está emparentada con risa la palabra ridículo, que usamos para lo que causa risa por su extravagancia y baja consideración. El acto de reírse de una conducta o un inidividuo señala, entonces, a esa conducta o individuo como algo irrisorio o como algo ridículo y por eso la risa puede ser una protesta tan contundente como rodear el Congreso. No olvidemos que la risa procede del gesto agresivo de enseñar los dientes. Pruebe cualquiera a ir a un funeral a reírse de la situación y notará en la cara de los asistentes el valor bélico de ese gesto tan de nuestra especie. Por eso algunos adultos básicamente indignados con el momento presente, aprovecharon el privilegio de ser adultos y, superponiendo la risa a la irritación y mezclando el ataque con el divertimento, mostraron en una farsa pública su sonrisa triste.
… que a lo mejor era más infantil de lo que parecía. La complicidad y la inmersión del momento llega a desconectarnos de otras cosas de la manera en que los niños aíslan cada minuto del anterior y el siguiente. A lo mejor estos espasmos de complicidad nos devuelven algo parecido a la inocencia, como esas células madre que aún no son oreja ni uña y están a tiempo de ser programadas para ser lo que queramos que sean …


lunes, 8 de octubre de 2012

La foto de Soraya y Cospedal. De negro y mantilla. En el Vaticano.



Cuando algo nos suscita una emoción o pensamiento que sabemos coincidente con el de otra gente, tenemos siempre la pulsión del contacto. Es como si, estando en Hungría, sale Gijón en el informativo local. Rápidamente nos miraríamos todos los de la aldea por la conciencia de estar coincidiendo. Por eso una imagen o una noticia que nos desagrada o irrita crea un pico de complicidad con quienes sabemos igualmente irritados y tiene a veces el paradójico efecto de la distensión y el buen humor compartido. El primer contacto con esa imagen de Soraya y Cospedal es así. Incredulidad, desapego y sonrisa cómplice. Pero hace poco la Gallota del gran Ángel Heredia nos invitaba a mirar cien años seguidos un punto rojo sobre fondo blanco y nos avanzaba que acabaríamos viendo un retrato de Mahoma. Sigamos la sugerencia y mantengamos la mirada en esos trajes negros con peineta.
Lo primero que se borra es el tiempo. Soraya y Dolores tienen en la foto un algo de La Casa de Bernarda Alba, con aquella madre amojamada, dominante y seca y aquellas hijas que deambulaban a oscuras, de negro, con el arroz pasado y con toda su virginidad a cuestas, como decía Cervantes de las serranas del Quijote. Y tienen un algo de aquella Doña Francisquita de Aldecoa aunque, con la mezcla de modernidad y ranciedad de pasado que despide la foto, no sabría uno decir si se trata de viciosas de la virtud, como Aldecoa decía de Doña Francisquita, o de virtuosas del vicio (porque qué pasiones no ocultará tanto recato y tanta naftalina con tanta ambición y tantas ganas de mando). Hay algo en la foto también del bostezo de la Restauración y la siesta de la heroica ciudad de Clarín. La apatía nacional y esa caricatura de tradición que es el alcanfor y las rutinas desvaídas y venidas a menos están en la foto, como una sombra de nuestra historia. Intento evitar el recuerdo de La Profecía, la terrorífica película de R. Donner. En ella, y en medio de otros horrores, un fotógrafo descubre que algunas de sus fotos tienen alguna extraña raya que toca alguna parte de alguno de los fotografiados y que esa raya y con ella sus fotos son premonitorias. Al poco tiempo siempre se moría alguno de los fotografiados por algo que le cortaba o traspasaba justo allí donde en su foto había salido antes una raya. Su inquietud aumenta cuando se ve a sí mismo en una foto que hizo al espejo y ve una raya cruzando su propio cuello. Como digo, intento no pensar en ello, intento ver la foto como una estampa llena de pasado, como un anacronismo grotesco. Pero la sombra de nuestra historia es alargada y, si mantenemos la mirada en esas dos damas de oscuro y peineta, como sugiere la Gallota, cada línea y cada contorno parece una de esas líneas proféticas de la película de Donner insinuando, con todo su horror, si no será esa la España que viene. La España que viene otra vez. No sé si en el fondo eso es lo que me preocupa del abrumador apoyo catalán a su independencia …

Porque en estados emocionales marcados se simplifica la visión del mundo. Si te dan miedo las serpientes, toda cosa alargada te parecerá una. Si te aterroriza la oscuridad, todos los ruidos de las cañerías o crujidos espontáneos de los muebles serán seres desconocidos resollando (si, como Bush, metes miedo a la población, confundirán un turbante con una bomba nuclear). Una patria rescatada y en manos de ignotos hombres de negro que además va y se fragmenta crea emociones intensas, no se sabe si tendentes a la euforia o a la abulia. Y esa situación induce la simplicidad sumaria característica de las emociones y los temores. El negro – peineta puede ser lo que quede de abreviar los colores en un solo tono. Y ese gesto enjuto que envasa esa moral de lija, libre de todo pensamiento y toda racionalidad, puede ser el rictus en que quede simplificado el nuevo rearme patriótico. Sí, si uno mira esa foto un rato largo, puede ver los hollejos amargos de la historia de España bien escurrida. Dicen que los ajos protegen de los vampiros. Yo, por un reflejo defensivo similar, reconozco haber mirado con calma la foto tarareando el Me cago en dios del Dr. Babayo (buscadlo en Google, que sale). Como los desnudos en el cine, es que a veces lo pide el guion y se queda uno mucho mejor.