viernes, 27 de agosto de 2010

WESTMINSTER Y GEPETTO

La primera parte de la película Invictus tiene unas cuantas escenas interesantes y algunos diálogos muy cuidados. El momento siguiente a la caída del Apartheid es uno de esos momentos en los que el pensamiento atento puede avanzar y que merecen la atención de directores como Clint Eastwood. Uno de esos diálogos es el que se produce entre Mandela y François, el capitán del equipo de rugby emblemático de la secesión de negros y blancos. En respuesta al Presidente, François dice que busca inspirar a sus compañeros de equipo dando el mejor ejemplo para que ellos den el máximo. Mandela se complace con la respuesta, pero un país tan lleno de miedo, odio y ansia de venganza necesita más que eso. La cuestión, le decía el Presidente, es cómo hacer que la gente dé más de lo que cree de sí misma que puede dar, cómo hacer que cada uno suba a un nivel que él mismo no cree tener. Necesitamos que todos estemos por encima de nuestras expectativas y, en cierto modo, de nuestras posibilidades, decía reflexivo Mandela al asombrado François.

Cuando cerramos de golpe los ojos, la oscuridad entre naranja y marrón queda poblada por unos segundos por fantasmagóricos y cambiantes colores, que son como el eco de lo que sea que estuviéramos viendo al cerrarlos. Si miramos con nuestro pensamiento el mapa de Europa y su historia y momento actual, al cerrar los ojos nos deberían quedar imágenes sueltas, las figuras últimas que asociemos con el continente y que se resisten más a desaparecer de nuestro imaginario que otras representaciones. Al llegar al complejo de Westminster, en Londres, uno tiene esa sensación de déjà vu que se tiene ante esas imágenes que parecen habernos acompañado siempre y que serían parte de los fantasmas que quedarían en la retina con los ojos cerrados cuando lo demás ya se hubiera esfumado. Pero la contemplación de su belleza exige un paseo largo. El Big Ben, el Parlamanto y el trozo de la Abadía que se ven según nos acercamos por Whitehall van cambiando y prometiendo una vista mejor si avanzamos y rodeamos el conjunto. Y todavía hay que cruzar el Támesis para verlos juntos como flotando para encajar nuestro paseo en el icono tantas veces visto.

Un paseo largo en tan formidable vecindad da tiempo para pensar. Allí está Downing Street y el Parlamento, de allí parten las horse guards a caballo que protagonizarán el celebrado cambio de guardia y que, de paso, nos recuerdan la proximidad de Backingham Palace, la Jefatura del Estado y la realeza. Da tiempo a pensar que si hubiera de reducirse al mínimo el origen de lo que hoy es Europa, el punto donde todo se inicia, ese punto serían probablemente Grecia y Roma, por tantas cosas. Pero también Inglaterra. Que sea aquí donde se inició la revolución industrial, el capitalismo, el sistema parlamentario tal como lo conocemos y el fútbol es credencial suficiente para reclamar una cierta paternidad de la civilización actual. En el entorno del Parlamento, en su arquitectura, se respira el espectacular protocolo que rodea las instituciones de poder británicas. A veces, como mínimo, nos provoca distanciamiento o incluso nos hace reír. Pero a mí me recordó el diálogo de Nelson Mandela con François. Por listos o tontos que seamos, cuando algunos asumen un cargo de responsabilidad asumen algo que está por encima de ellos. Un ministro, un Presidente o un director de instituto desempeñan algo que es más de lo que ellos son. La templanza, la justicia, la perspicacia o la valentía de la que no son capaces tienen que acompañarles mientras ejercen el poder. Es cierto que nadie es imprescindible, pero no en cualquier lapso de tiempo. En el preciso momento en que entre dos levantamos una mesa para cambiarla de sitio, mientras la mesa está en vilo, cada uno es insustituible. Y así deberían sentirse cada uno de los 80.000 cargos públicos de nuestra piel de toro, como quien está sosteniendo algo en vilo y no puede fallar por un cierto tiempo. En el desempeño de una responsabilidad todos deben estar por encima de lo que creen ser, han de superar sus expectativas, como Mandela explicaba a François. Pero, como nuestros limitados sentidos, nuestro espíritu necesita ciertas prótesis para ser más de lo que es. La prótesis se llama protocolo. Cuesta imaginarse que un recién nombrado ministro que entre en Westminster, que se inserte en tanta historia y en el origen de tantas cosas, que participe de ciertos rituales tan expresivos, no sienta el honor y la trascendencia de su papel. Cualquier persona normal necesita el susurro de la historia para crecer y superar sus expectativas y estar a la altura de su servicio. Vi un día a nuestro Presidente esperando con su familia en la barra de la pizzería Gepetto a que quedase una mesa libre. La escena podría pasar por positiva, una persona como las demás. Aparte que nadie se imaginaría al President de la Generalitat en tal trance o a la Presidenta de Madrid, él es igual que todos, pero su cargo es más de lo que somos cada uno. Y se necesita el mínimo protocolo, la prótesis que multiplique el espíritu y lo ponga a la altura del cargo. La aparente esclerosis del protocolo británico, su tufillo rancio, nos cuenta historias que merecen atención. El paseo de Westminster da para pensar en la inquieta pregunta de Mandela a François, cómo estar por encima de nuestras posibilidades. Una mal entendida igualdad o normalidad no es una virtud.

[Reflexión al vuelo. Sin más comentarios. La costumbre de notables de contarnos sus viajes de verano hipertrofiando el valor de su limitada vivencia o impostando como experiencias de alcance los ordinarios avatares de turistas y la costumbre de anónimos haciendo lo mismo es ya una plaga tan inevitable como la gota fría de otoño].

jueves, 12 de agosto de 2010



GRAN SERTÓN

Hay suelos de hielo o terrosos que se tienen que pasar andando deprisa porque son muy finos y, si dejas que tu peso se cargue durante un segundo en cualquier palmo, cede y te hundes. Con el Gran Sertón de Guimaraes Rosa hay que leer sin parar. El sentido se va formando sin que reconozcas las palabras de donde viene. Si te paras, si quieres deternerte en un punto determinado, las palabras ceden bajo tus pies y caes en el sinsentido. Tienes que pasar por las palabras sin detenerte. Las frases no se entienden, pero tras acumular unas cuantas, el sentido avanzó claro y estás viendo la historia por filos insospechados. Cualquier idea se expresa como trizada, con todos sus ángulos bien visibles y como necesitada de recomposición. No puedes parar, porque donde pares no entenderás. Es como parar la música en un punto y querer encontrar en él la melodía. Así le atrapaba al Austerlitz de Sebald una y otra vez el momento en que las imágenes emergían en el papel fotográfico, en la oscuridad rojiza del laboratorio. Le hacían pensar en los recuerdos que se forman por la noche y que se desvanecen si uno intenta fijar la atención en ellos, como se disuelve la imagen en el papel si se mantiene en los líquidos del revelado. O si, tras leer un párrafo brillante, se intenta concentrar la atención en cada frase del Gran Sertón. El sentido se disolverá como los recuerdos en la noche. De vez en cuando te golpea una cima poética o un pensamiento que te remueve alguna esquina del mundo y te obliga, ahora sí caigas donde caigas, a detenerte y a volverlo a leer, o se te irá el poema como agua entre los dedos. En algún momento el relato pierde las orillas y lo contiene todo. “El Sertón es el mundo”, repite con algo de orgullo el monólogo. Cuando emerja el recuerdo de su lectura en alguna noche, se parecerá al recuerdo de haber vivido en alguna parte. No hay lectura parecida a esta. Y cuesta, eso sí.