viernes, 4 de septiembre de 2009




APUNTAR, APRENDER ...

Los chimpancés lanzan piedras. Frenéticamente, con rabia, con miedo, con soberbia. Pero nadie les vio nunca apuntar. No se les ve ese amago que hacemos los humanos con el que un falso movimiento de lanzamiento simula el verdadero. Para eso hay que saber lo que se está haciendo. Y es una ventaja. Se dirige mejor la piedra y se mejora con cada tiro …

La matanza de tutsis en Ruanda de 1994 se realizó sobre todo con machetes. Hubo granadas hacia el interior de iglesias repletas de gente, pero sobre todo fue con machetes. La gente cree que gritar cuando uno está enfadado o tiene acumulada tensión relaja. Cualquiera que haya estado enfadado sabe que no, que los actos enérgicos se realimentan. El primer grito desaforado enardece para gritar aún más. Imagino así una matanza tan manual. Con cada cabeza abierta o miembro amputado, con cada estertor de sangre y grito de horror el odio se hace arrebato y finalmente el arrebato se hace delirio. Los actos colectivos emocionales crean siempre una experiencia disociativa, como si no fueras tú el que grita o salta en un concierto de rock o el que mata en una matanza.

Cuando a una mujer se la inmoviliza para obligarla a presenciar el holocausto de sus hijos pequeños, ¿cuál será el golpe de machete que más conmociona? ¿Será el primero? Ante los ojos rotos por el pánico de los niños, ¿habrá alguna esperanza antes del primer tajo? Siempre pensé que lo más doloroso de un acto violento es el punto en el que algún daño ya no tendrá remedio. Cuando el primer golpe le arranca el brazo al niño, al ponerle entre risotadas la diminuta extremidad en el regazo de la madre sometida, mientras salen chorros de sangre de la criatura que emplea las fuerzas que le quedan en llamarla, se sabe que pase lo que pase el niño ya no tendrá brazo. No puedo saber si es el peor momento; si esa primera amputación es peor que cuando empiezan a despedazar sus piernas mientras el horror se hace masa en la garganta de sus hermanos. O será quizá el golpe que le abra la cabeza y lo mate. O el que mate al último de los niños, el golpe que deje a la madre ya sin nada en la vida. Además este llegará con el anuncio oscuro de las violaciones de los asesinos a las que la someterán por días, si es que el tiempo se puede contar. Y después el embarazo de un niño seropositivo por el SIDA que ellos le habrán transmitido. Hasta ochocientas mil historias de terror en unos pocos días en Ruanda. Y tantas otras … Obligar a niños a rajar a una mujer embarazada, viva claro, para arrancar el feto de su vientre y levantarlo mientras se descargan disparos de metralleta al aire como una explosión de júbilo. El simbolismo parece claro, pero se resiste a las palabras.


Unos días teniendo en las manos las lúcidas reflexiones de Stanislav Lem en su Provocación sobre el holocausto nazi y por casualidad también en los ojos la contundente narración de Ari Folman en su animación Vals con Bashir deberían poner plomo en el ánimo. Pero me sentí agradecido, casi fue claridad lo que sentí en esos pocos días. Agradecido como el primate al que le enseñan a apuntar, a entender lo que está haciendo. Estados Unidos podría haber destruido Irak si atacase con la lógica con la que los hutus vengaban en Ruanda tantos siglos de monarquía tutsi. Estados Unidos no puede ocupar Irak, pero sí destruirlo. Pero ahora ya no se hacen así las cosas. Los Lem y los Folman nos ayudaron a aprender y a apuntar. Bush no lo sabe, pero la gente de su calaña ya no hace las cosas como los hutus de Ruanda de 1994. Hacer grados en la historia universal de la infamia siempre duele. Parece que al infame al que le concedes un grado menos de infamia le reconoces un grado de humanidad que te repugna concederle. Pero hasta hay una legislación internacional sobre las guerras, sobre cómo matar bonito y cómo es matar feo, y hay legislación sobre cómo matar porque, dado el horror de la guerra, la doctrina es que el dolor tiene que tener algún límite. En este acto infame de graduar la infamia, podemos decir que el horror de Bosnia está por debajo del horror de Ruanda, como reconocemos que Estados Unidos no destruyó Irak, pudiendo, porque ahora no se hacen así las cosas. Como si en esta parte del mundo agraciada por la historia hubiéramos aprendido algo y ya supiéramos apuntar. La cuestión es que aquí, por esta riqueza nuestra, se acopian testimonios, se interpretan, se analizan los procesos, se estudian en las escuelas. Hay facultades de historia, se escriben ensayos, se discute. Aprendemos cómo es la bestia, a qué huele su aliento. Aprendimos suficiente para ver en palabras sueltas el color de los ojos de la bestia, para levantar la alarma a tiempo, para saber que hay cosas que no se hacen. En el siglo XV llegaron los tutsis a Ruanda. Pero, igual que no hay físicos ni libros de física ni químicos ni medicamentos, no se pueden permitir el lujo de humanistas como Stanislav Lem, que piensen, que interpreten, que estudien y que dejen en el aire ideas que el viento remueve, pero que no se van nunca y acaban impregnando los libros en las escuelas y la mirada de los niños. Desde el siglo XV su pobreza los hizo pobres de pensadores y escuelas en que los niños pensaran. No pudieron aprender. Stanislav Lem y Ari Folman en dos días son como una lente: concentra luz, dan claridad. Por eso sentí agradecimiento e iluminación y no plomo. Por lo que enseñan. Por lo que cambia en el mundo con ellos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario