domingo, 4 de octubre de 2009

“Todo lo que vemos en Júpiter está flotando en su cielo …”


La locura es como la humildad; no bien el que la tiene se da cuenta de ella, la pierde”. A lo que tiene su virtud en la brevedad no le toquemos ya más (“que así es la rosa”). La frase se pierde en el vendaval de sinsentidos, ocurrencias e inocencias que cruzaban aquellos inolvidables locos de Radio La Colifata. La locura en sí, decía aquel demente, es incompatible con saberse loco. Más aún debería serlo con quererse loco. Parece que la locura como estado deliberadamente buscado encierra una paradoja que la hace inalcanzable. El atormentado personaje de las Memorias del subsuelo, de Dostoievsky, quiere la locura como única salida de la persona inteligente. La ciencia estallaba y el convencimiento positivista de que todo era efecto predecible de alguna ley inexorable se extendía; para maravilla de algunos que veían venir el momento en que no habría límites para la acción y logros humanos; para asfixia de Dostoievskys que destilaban en sus personajes límite su perturbación existencial. Desde el subsuelo el personaje sin nombre razona su locura. Es cuestión de tiempo. Pronto las ciencias lo entenderán todo, no habrá nada que no tenga un porqué que lo haga previsible. Enseguida le tocará a las acciones humanas. Todo acto libre se revelará determinado por una ley que lo hacía inevitable y predecible. Nada será creación. Todo será revelación de lo que las leyes científicas tienen oculto pero ya establecido. Cuando decidamos bajar las escaleras de tres en tres sólo estaremos haciendo visible una conducta ya descrita y explicada antes de nuestros saltos, en realidad desde siempre, una conducta que no podía no ocurrir. Y desde el subsuelo el personaje explica su huida. La locura. No habrá ciencia que prevea el comportamiento loco del que obra contra sí mismo. Si lo humano tiene algo que ver con lo irrepetible, el libre criterio y la determinación individual, la locura es el último reducto para lo humano. La conducta autodestructiva, lo que violenta cualquier porqué. Dostoievsky imagina la quimera de un loco que alcanza su estado por una decisión libre, buscando en la locura el último libre albedrío que escapará al determinismo científico:

"¿De dónde se han sacado nuestros sabios que el hombre necesita voluntad normal y virtuosa? ¿Por qué suponen que el hombre aspira a poseer una voluntad ventajosa y razonable? El hombre sólo aspira a tener una voluntad independiente, cualesquiera que sean el precio y los resultados. Pero el diablo sabe lo que cuesta esa voluntad..."

El diablo sabe lo que cuesta mantener una voluntad independiente, la última y única aspiración humana. La de esta rebeldía podría ser la lección del morador del subsuelo, la querencia enloquecida de su propio arbitrio, la pasión insobornable de una determinación que se sepa libre antes que conveniente. Su pureza ética casi conmueve.

Pero otro aspecto del desconcierto existencial del morador del subsuelo rebosa de las líneas de Dostoievsky como una transpiración, gotea por los recovecos de los años y la historia y nos humedece y enfría el pecho todavía hoy. El conocimiento no avanzó como se temía Dostoievsky, sino como él no pudo imaginar. No nos amenaza con revelar el secreto de nuestra condición humana reduciéndola a un mecanismo de engranajes y poleas en cuyas leyes se disolviera nuestro albedrío como se dispersan los sueños al amanecer. Nos amenaza con desvelar que no había secreto que guardar.

Las ciencias saben ya mucho de lo que estamos hechos. Saben que cualquier átomo nuestro fue una parte mínima de una estrella ya difunta, que tenemos algo de fantasmas de mundos idos. También sabe que cualquier parte de nosotros se parece a una frase que requiriera nutriente para poder ser pronunciada. Y además conocen ya el alfabeto químico y amenazan con averiguar el léxico. Las instrucciones con las que está hecho cada milímetro de tejido nuestro y las manifestaciones de su gigantesca combinatoria serán enseguida legibles. No queda espacio para el espíritu, pero ya conocíamos el error de Descartes, ese no es el problema. La individualidad, lo que diría que soy yo mismo, con ese algo más que no son mi estómago ni mis tejidos, mi persona en sí, tiene fácil acomodo en nuestros horizontes cuando somos sobre todo bruma y misterio. De alguna parte de ese espacio desconocido que nos habita procederá esa especie de genio específico que somos cada uno. Pero ahora ya casi conocemos nuestras piezas una por una y el lenguaje químico del que son expresión, no queda espacio desconocido. El yo se reduce a combinaciones del alfabeto químico, como ni Dostoievsky llegó a temer. Podemos entrar por un lado de nosotros y salir por el otro, habiendo recorrido todas las piezas y visto todos los resortes sin encontrarnos. Ahora la ciencia nos deja sumergirnos en nosotros mismos y no hay un yo en el que podamos hacer pie, sólo materiales ajenos a nuestra conciencia. Sagan divulgaba la naturaleza de Júpiter diciendo que no intentáramos buscar suelo y hacer pie. El cielo no está encima de ningún suelo, todo en Júpiter flota en su cielo. La ciencia nos susurra ahora que no busquemos el suelo en el que corretea esa voluntad independiente que el diablo sabe lo que cuesta de la que está hecha la conciencia de lo que somos. Promete milagros orgánicos y amenaza tempestades existenciales. Como la ceguera verde azulada de Borges, hace insegura la tierra bajo nuestros pies, nos avisa de que nos acostumbremos a flotar entre materiales ajenos y a no estar en ninguna parte.

viernes, 11 de septiembre de 2009

DOS LUGARES. SEGÚN LLEGAS, PRIMERA HORA.


Tramposa.

La costa de Motril – Adra – El Ejido, en Almería, es una rubia afectada y tramposa. No sé por qué, en nuestro espacio se considera que las mujeres muy llamativas son, por defecto, rubias. Si se quiere decir que una mujer tiene un físico atractivo canónico, se juntan siempre los adjetivos rubia y despampanante. Por eso, en este espacio nuestro, una rubia que se arregle mucho, al primer golpe de vista o cuando va viniendo pero todavía no podemos verla con claridad, tiene el aire de una mujer despampanante. A veces lo es. Pero otras veces, cuando la miramos más tiempo o la vemos de cerca, es tramposa: curvas mal delineadas, sin ser abiertamente desdichadas, carne poco cuidada, rostro vulgar. Sólo era rubia. El primer golpe de vista de la costa impacta a un norteño: a la derecha si vas en dirección este, mar y playa de arena oscura; a la izquierda y por todas partes, paisaje de piedra desolado, como lunar, blanco y liso, como un océano paralelo que fuera un eco helado y quieto de la mar océana. Hasta que miras bien. Son mares de plástico. Invernaderos de frutas y hortalizas insípidas que se comen las playas y se adentran hasta los edificios. Voracidad. En cada palmo un plástico incubando maduraciones rápidas y descuidadas. A una distancia debida, cada pueblo parece un roto en un plástico inmenso y único. Una rubia de rostro vulgar. Hay que mirar más adentro, al norte y levante, donde desaparecen los plásticos y se empiezan a sentir el aire del desierto de Tabernas, para que Almería pueda quitarte el aliento. O al norte y poniente, en la Alpujarra, de repente en medio del verde y el agua, para preguntarse dónde se fueron todos. Pero eso es otra historia. La entrada en Adra y El Ejido fue entrañable por otros motivos. No me molestó la rubia vulgar, que su suelo liso y lunar sean en realidad hectáreas de plástico avaricioso. Esta vez había ido a otra cosa.









La pereza del tiempo.

Todos los sonidos del agua regalan al oído. De la misma manera, todas las formas de indolencia del tiempo son bellas. Es bello cuando en su abandono ablanda los relojes y los hace colgar de las ramas, como deshaciéndose, en la imaginación de Dalí. Es bello también cuando, pasados los treinta, se hace perezoso en una mujer hermosa, se pierde entre sus formas, holgazanea en su piel, no hace su trabajo y deja que los años no deslustren sino destilen su estampa en una presencia que te atrapa. En Estambul el tiempo es largo. Allí pasó todo lo que pasó en alguna parte. Pero el tiempo es indolente. Ninguna etapa acabó de suceder claramente a su predecesora. Cada nuevo tiempo se asienta sobre el anterior con desidia, dejando las cosas a medio hacer. El furor musulmán barrió al cristianismo con desgana, lo zarandeó, dejó que se agitara por el aire, que hiciera círculos y remolinos desordenados y que se esparciera por la ciudad por aquí y por allá, que las genuflexiones ensimismadas del islam estén a pocos metros de pantocrátores policromados. Como antes había hecho Bizancio y como ahora hacen los aires de occidente con el milenio otomano. Todavía en Santa Sofía se respira más la iglesia que fue que la mezquita que fue después. Por eso el tiempo aquí se siente denso y mezclado, como sus dulces insólitos de sabor indesciptible. Se vive la profundidad del tiempo y las cicatrices de la historia. Es tierra muchas veces mestiza y todo te recuerda a algún pariente. Y es densa, matizada, sin vacíos. La comida siempre tiene fantasmas. Comes cordero, pero hay algo más que cordero, algo aromático incorpóreo y mezclado. La lejanía del tiempo conduce al mito. En todo pasado remoto bulle más la bruma y diretes populares que los hechos ciertos. Como en su comida, en Estambul, así sea entre tranvías, restaurantes, cruceros o tiendas de moda, bullen fantasmas transeúntes, el aire siempre mece el eco de alguna historia de alfombras mágicas, de aladinos o de alí babás. Por el ojo de aguja del Cuerno de Oro, Turquía quiere deslizar su inmensidad hacia una Unión Europea en la que no cabe. Será largo. Muchos creen que antes entrarán los ricos en el reino de los cielos.

viernes, 4 de septiembre de 2009




APUNTAR, APRENDER ...

Los chimpancés lanzan piedras. Frenéticamente, con rabia, con miedo, con soberbia. Pero nadie les vio nunca apuntar. No se les ve ese amago que hacemos los humanos con el que un falso movimiento de lanzamiento simula el verdadero. Para eso hay que saber lo que se está haciendo. Y es una ventaja. Se dirige mejor la piedra y se mejora con cada tiro …

La matanza de tutsis en Ruanda de 1994 se realizó sobre todo con machetes. Hubo granadas hacia el interior de iglesias repletas de gente, pero sobre todo fue con machetes. La gente cree que gritar cuando uno está enfadado o tiene acumulada tensión relaja. Cualquiera que haya estado enfadado sabe que no, que los actos enérgicos se realimentan. El primer grito desaforado enardece para gritar aún más. Imagino así una matanza tan manual. Con cada cabeza abierta o miembro amputado, con cada estertor de sangre y grito de horror el odio se hace arrebato y finalmente el arrebato se hace delirio. Los actos colectivos emocionales crean siempre una experiencia disociativa, como si no fueras tú el que grita o salta en un concierto de rock o el que mata en una matanza.

Cuando a una mujer se la inmoviliza para obligarla a presenciar el holocausto de sus hijos pequeños, ¿cuál será el golpe de machete que más conmociona? ¿Será el primero? Ante los ojos rotos por el pánico de los niños, ¿habrá alguna esperanza antes del primer tajo? Siempre pensé que lo más doloroso de un acto violento es el punto en el que algún daño ya no tendrá remedio. Cuando el primer golpe le arranca el brazo al niño, al ponerle entre risotadas la diminuta extremidad en el regazo de la madre sometida, mientras salen chorros de sangre de la criatura que emplea las fuerzas que le quedan en llamarla, se sabe que pase lo que pase el niño ya no tendrá brazo. No puedo saber si es el peor momento; si esa primera amputación es peor que cuando empiezan a despedazar sus piernas mientras el horror se hace masa en la garganta de sus hermanos. O será quizá el golpe que le abra la cabeza y lo mate. O el que mate al último de los niños, el golpe que deje a la madre ya sin nada en la vida. Además este llegará con el anuncio oscuro de las violaciones de los asesinos a las que la someterán por días, si es que el tiempo se puede contar. Y después el embarazo de un niño seropositivo por el SIDA que ellos le habrán transmitido. Hasta ochocientas mil historias de terror en unos pocos días en Ruanda. Y tantas otras … Obligar a niños a rajar a una mujer embarazada, viva claro, para arrancar el feto de su vientre y levantarlo mientras se descargan disparos de metralleta al aire como una explosión de júbilo. El simbolismo parece claro, pero se resiste a las palabras.


Unos días teniendo en las manos las lúcidas reflexiones de Stanislav Lem en su Provocación sobre el holocausto nazi y por casualidad también en los ojos la contundente narración de Ari Folman en su animación Vals con Bashir deberían poner plomo en el ánimo. Pero me sentí agradecido, casi fue claridad lo que sentí en esos pocos días. Agradecido como el primate al que le enseñan a apuntar, a entender lo que está haciendo. Estados Unidos podría haber destruido Irak si atacase con la lógica con la que los hutus vengaban en Ruanda tantos siglos de monarquía tutsi. Estados Unidos no puede ocupar Irak, pero sí destruirlo. Pero ahora ya no se hacen así las cosas. Los Lem y los Folman nos ayudaron a aprender y a apuntar. Bush no lo sabe, pero la gente de su calaña ya no hace las cosas como los hutus de Ruanda de 1994. Hacer grados en la historia universal de la infamia siempre duele. Parece que al infame al que le concedes un grado menos de infamia le reconoces un grado de humanidad que te repugna concederle. Pero hasta hay una legislación internacional sobre las guerras, sobre cómo matar bonito y cómo es matar feo, y hay legislación sobre cómo matar porque, dado el horror de la guerra, la doctrina es que el dolor tiene que tener algún límite. En este acto infame de graduar la infamia, podemos decir que el horror de Bosnia está por debajo del horror de Ruanda, como reconocemos que Estados Unidos no destruyó Irak, pudiendo, porque ahora no se hacen así las cosas. Como si en esta parte del mundo agraciada por la historia hubiéramos aprendido algo y ya supiéramos apuntar. La cuestión es que aquí, por esta riqueza nuestra, se acopian testimonios, se interpretan, se analizan los procesos, se estudian en las escuelas. Hay facultades de historia, se escriben ensayos, se discute. Aprendemos cómo es la bestia, a qué huele su aliento. Aprendimos suficiente para ver en palabras sueltas el color de los ojos de la bestia, para levantar la alarma a tiempo, para saber que hay cosas que no se hacen. En el siglo XV llegaron los tutsis a Ruanda. Pero, igual que no hay físicos ni libros de física ni químicos ni medicamentos, no se pueden permitir el lujo de humanistas como Stanislav Lem, que piensen, que interpreten, que estudien y que dejen en el aire ideas que el viento remueve, pero que no se van nunca y acaban impregnando los libros en las escuelas y la mirada de los niños. Desde el siglo XV su pobreza los hizo pobres de pensadores y escuelas en que los niños pensaran. No pudieron aprender. Stanislav Lem y Ari Folman en dos días son como una lente: concentra luz, dan claridad. Por eso sentí agradecimiento e iluminación y no plomo. Por lo que enseñan. Por lo que cambia en el mundo con ellos.